domingo, 18 de junio de 2017

MORENO Y CUENCA; UNA HISTORIA DE AMOR


Manuel Moreno tenía 22 años y era hijo de labradores de Santander. Había embarcado en Cádiz, actuando como criado de una familia que se dirigía al Perú.
Ese era el sistema que empleaban para poder viajar los chicos con cierta educación y pocos recursos. Luego de la travesía, con algún sobresalto meteorológico en medio del Atlántico, el navío alcanzó la escala en el puerto de Montevideo.
A partir de allí, el matrimonio que había empleado a Manolo Moreno tenía dos alternativas para llegar a Lima.


La clásica era continuar en el barco, bordear la costa atlántica, atravesar el Estrecho de Magallanes y subir por el Pacífico hasta alcanzar el puerto de El Callao.
El plan B consistía en trasladarse a Buenos Aires y desde allí realizar el camino terrestre paso a paso (o posta a posta), que incluía el cruce de los Andes.
Este trayecto era riesgoso por las malas condiciones de la ruta más el acecho de fieras y ladrones. Pero por la época del año era ideal porque estarían atravesando la cordillera a fines de febrero.
Aunque había un argumento indiscutible: la travesía desde España no había sido calma y esta gente se sentía afortunada de estar pisando tierra firme de una vez.
Resolvieron hacer el camino terrestre y enviaron a Manuel Moreno en barco para abaratar los gastos del viaje, ya que sería una estadía menos que tendrían que pagar.
El costo podría ser que la nave se hundiera en el Cabo de Hornos, pero tampoco sería grave: algún nuevo criado conseguirían.
Por lo tanto, Manuel Moreno tenía predestinada su vida en Lima, la mayor ciudad de Sudamérica, donde se asentaba el principal poder político, social y eclesiástico.
Era 1766 y aún faltaban once años para que se creara el Virreinato del Río de la Plata y para que la polvorienta ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de Buenos Aires se transformara en la capital de ese Virreinato.
El navío Purísima Concepción zarpó el 6 de diciembre desde Montevideo. Todo muy lindo y muy aventurero, hasta que desaparecieron las playas argentinas y se internó en el temible Cabo de Hornos.
El 10 de enero de 1767 a las dos de la mañana, el Purísima Concepción chocó con una roca y comenzó a hundirse frente a las costas de Tierra del Fuego. Gracias a la pericia del capitán, los ciento noventa y tres pasajeros y tripulantes se salvaron.
Además de los víveres y los baúles con las pertenencias, llevaron a tierra un susto enorme porque pensaron que era el fin.
Tardaron algunos días en reponerse y organizar la actividad que consistía en construir una nueva embarcación con restos de la nave encallada, más madera de árboles patagónicos.
El 20 de enero se ofició una misa que fue, se supone, la primera que tuvo lugar en Tierra del Fuego. Por lo tanto, nuestro viajero Manuel Moreno fue partícipe de la primera celebración cristiana en aquellas tierras.
Y debe haberse realizado también el primer concierto con instrumentos europeos de la historia fueguina, ya que en unos baúles viajaban un violín y una flauta cuyo propietario los aguardaba en Chile.
Luego de varias semanas de trabajo, el 21 de marzo la nave quedó lista. La bautizaron San Joseph y las Ánimas.
Con esa cáscara de nuez de menos de diecisiete metros de largo partieron el 1º de abril, ya no hacia Lima, sino de regreso al Río de la Plata.
El estrecho de Magallanes los recibió con toda su furia: se vieron obligados a desprenderse de un bote que se habían construido y de los baúles que habían embarcado.
Era imposible permanecer en cubierta porque el barquito se agitaba como un hielo en una coctelera. Se encerraron casi todos en la bodega, donde dos de los sobrevivientes del primer naufragio murieron asfixiados.
Hubo varios más que casi se ahogan en el hacinamiento; sin embargo, todos salvo uno que murió a los tres días lograron recuperarse.
Manolo Moreno aprendió lo que es el miedo al mar. Cuando alcanzaron la costa de Buenos Aires, el 24 de abril de 1767, pisó tierra y juró que nunca más en la vida se subiría a un barco.

Cumplió su palabra: se instaló en Buenos Aires y jamás se movió de ahí.
Se casó con Ana María Valle y tuvieron catorce hijos, de los cuales sobrevivieron a la infancia Mariano, Manuel, María de las Nieves, Micaela, José, Teodora, Ana María y Telesfora.
Vivían en la vereda impar de la actual calle Moreno, entre Bolívar y Defensa.
La educación del primogénito Mariano Moreno fue a los tumbos. Ni siquiera aun siendo el mayor tenía coronita, porque la situación económica de su familia no era la ideal.
De todas maneras, era el depositario de las esperanzas y fue incorporado a una escuela pública cuando tenía siete años. Debió abandonarla al año siguiente, en 1786, porque se enfermó de una viruela que dejó marcas de por vida en su rostro.
Durante la convalecencia, su madre tomó el papel de maestra particular. Debe tenerse en cuenta que no todas las madres estaban en condiciones de instruir a sus hijos; Ana María tenía una formación poco usual para aquel tiempo.
Cuando cumplió 15 años Moreno ingresó al estricto colegio San Carlos. Su familia no pudo pagar los cien pesos para que lo tomaran pupilo, como solía ocurrir con los hijos de las principales familias de Buenos Aires.
Mariano apenas pudo hacerlo en calidad de oyente durante tres años. Tenía el aire de niño aplicado y solitario. Era un verdadero nerd, pero del siglo XVIII. Con claros signos de neurosis, como su padre.
Su capacidad le hizo sobresalir entre sus compañeros. Dominaba el inglés y el latín, tenía una memoria insuperable y aunque no solía mostrarse a gusto con los chicos de su edad, sí se ganó la amistad de varios clérigos, por ejemplo sus profesores de Filosofía, Mariano Medrano, y de Teología, el sampedrino Cayetano Rodríguez.
Fray Cayetano y Moreno descubrieron que compartían el amor por la poesía y solían encontrarse para leer no sólo a los poetas de moda, sino lo que ellos mismos escribían ya que ambos navegaban por el universo de las musas.
Por lo tanto, formaban una cofradía al mejor estilo de La sociedad de los poetas muertos.
La buena onda entre Mariano y los sacerdotes fue encaminando la vocación del hijo brillante de Manuel y Ana: ya se lo imaginaban con la sotana.
Aquella necesidad social de progreso de los inmigrantes en el 1900, que se resumía en la frase “M’hijo, el dotor”, tenía en el 1800 su paralelo en “Mi hijo, el cura”.
El niño (Moreno) era el orgullo de la casa. Sus padres querían que se ordenara (es decir, que ingresara en la Iglesia), pero no disponían de los recursos económicos.
Fue entonces cuando un esfuerzo mancomunado de varios integrantes del clero inició el operativo “Moreno sacerdote”.
Por un lado, fray Cayetano Rodríguez habló con el cura jujeño Felipe de Iriarte, que en ese tiempo se encontraba en Buenos Aires representando a prelados altoperuanos en una causa judicial.
Iriarte donó mil pesos a Moreno (los tomó de un fondo que se le había entregado para gastos de la mencionada causa judicial, lo que significa una clarísima malversación de fondos) y le escribió al canónigo Matías Terrazas, residente en la ciudad altoperuana de Chuquisaca, para que le brindara alojamiento al joven prodigio porteño.
Mariano Medrano, ex profesor de Moreno (y futuro obispo de Buenos Aires), escribió una carta de recomendación para que presentara en la universidad: “Yo, el doctor Mariano Medrano, certifico que en los tres años que frecuentó mi clase don Mariano Moreno, no advertí en él sino un modelo de virtud, de buena educación y de una perfecta sumisión a sus profesores. Puedo asegurar que jamás he conocido mozo alguno que reúna tantas virtudes morales y políticas”.
Bien recomendado partió a caballo el mozo Moreno (Tucumán era la escala principal), en una travesía colmada de descubrimientos: Mariano tenía 21 años y jamás había abandonado su ciudad natal. No era extraño: mucha gente moría en Buenos Aires sin haber viajado nunca más allá de San Isidro o Luján.
Durante todo el viaje el candidato a seminarista temió ser asaltado y asesinado.
Además de impresionarse con la desolación del paisaje, la impunidad del terreno y la fraternidad de los puesteros, hubo otro tipo de inconvenientes: las intensas lluvias anegaron los caminos y demoraron la galera; y el reumatismo que sufría lo obligó a permanecer postrado dos semanas en Tucumán.
La curación fue poco científica: derrotado por la alta temperatura corporal y con muchísima sed, tomó una tinaja para beber y, por falta de fuerza, se la volcó encima. A las pocas horas de ese singular baño, cesó la fiebre de quince días.
Por fin luego de dos meses y medio de viaje llegó a Chuquisaca (actual Sucre, Bolivia) a comienzos de 1800 para iniciar, de una vez por todas, su carrera sacerdotal.
En realidad, no arrancó de inmediato, sino que se tomó unos cuantos meses como período de adaptación.
Cartas mediante, sus padres y los sacerdotes amigos, lo alentaban para que siguiera adelante, a pesar del sacrificio que significaba para el débil Moreno la disciplina impuesta por sus superiores, que incluía los castigos físicos.
Iriarte le recomendaba: “Mucho retiro en casa, pocas compañías, afabilidad con todo el mundo, frecuencia de sacramentos”.
Durante esos días, el protagonismo de su anfitrión, el canónigo Terrazas, fue determinante.
Se trataba de un sacerdote afectuoso y liberal que convocaba en su casa a lo más preciado de la ciudad. Contaba con una de las principales bibliotecas de Chuquisaca y Moreno podía encontrar allí incluso libros prohibidos por la Inquisición.
Terrazas le daba ánimo para que no abandonara la carrera y fue aun más allá: en cierto momento Mariano volvió a enfermarse y el canónigo Matías se mantuvo a su lado horas y horas para cuidarlo como a un hijo.
La curación volvió a ser curiosa: muerto de hambre, abandonó la dieta de convaleciente y engulló todo manjar prohibido por los médicos.
Se sintió peor que nunca y creyó que se moría de una buena vez. Pocas horas más tarde, estaba curado por completo.
A pesar de los cuidados de su protector, la relación entre el canónigo y el estudiante no era siempre ideal.
Terrazas y Moreno tenían su carácter y en más de una oportunidad se pelearon.
Fueron apenas cuestiones de la convivencia que se resolvían sin mucho trámite y que más servían para hacer reír a sus amigos sacerdotes, cuando Moreno les escribía furioso acerca de su anfitrión.
Así estaban las cosas cuando de repente a mediados de 1803 Mariano se encontró con el principal escollo para sus ambiciones. Y no pudo superarlo.
Ese escollo era una imagen con cara de ángel, ojos saltones, y morocha, de una miniatura que se exhibía en el escaparate de la tienda de un platero. Deslumbrado por esos profundos ojos negros, se propuso conocerla y lo consiguió.
Como solía ocurrir con muchas parejas en aquel tiempo, se cruzaron miradas en misa.
Ella se llamaba María Guadalupe Cuenca, de 13 años de edad y pupila de un colegio religioso donde se educaba, al igual que Moreno, para servir a Dios en forma exclusiva.
Su padre había muerto, su madre se llamaba Manuela y su hermana, Pancha. Enamorada de Moreno, resolvió que él era su destino.
Doña Manuela había soñado para Guadalupe una vida casta en el monasterio y, de pronto, la niña no sólo abandonaba su destino, sino que pretendía casarse con un joven porteño que no tenía un centavo y que aún debía completar sus estudios.
Se opuso al matrimonio. El porteño debió acudir, una vez más, a la ayuda semicelestial: el canónigo Terrazas —su anfitrión y protector en Chuquisaca— habló con doña Manuela. Logró que la suegra aceptara al yerno que María Guadalupe pretendía imponer.
Este episodio fue singular y definitivo para la suerte de la pareja. La presencia de Terrazas en una casa particular bregando por dos chicos no era algo que ocurriera todos los días.
Además, para tranquilidad de la viuda, su hija le aseguró que el matrimonio se instalaría en Chuquisaca.
Moreno apuntaló sus estudios de Derecho y en febrero de 1804 se recibió de abogado. En mayo, el chico que iba a ser sacerdote y la señorita que iba a ser monja se casaron. Terrazas bendijo la ceremonia. Mariano prefirió que sus padres no se enteraran.
Casi con vergüenza se lo confesó a su amigo fray Cayetano, quien había hecho todo lo que estaba a su alcance para conseguirle la beca y el alojamiento.
¿Qué hizo el fraile Rodríguez? Amante de la poesía, un romántico al fin, le escribió desde Buenos Aires, el 26 de julio de 1804, dándole ánimos:
“Mi amado Moreno: Tu carta de 15 de julio en que me das noticia de tu nuevo estado ha causado en mi corazón mil contrarios afectos, pero ninguno, como recelas, de disgusto ni amargura contra ti. ¿Conque te has casado? Cabalmente has hecho lo que hizo tu padre, tu abuelo y toda tu generación desde Adán hasta tu individuo. Y esto quita a la resolución la nota de extraña y peregrina. ¿Por qué esperabas de mí enojo? ¿Piensas que estaba yo acaso persuadido de lo contrario? No lo esperaba tan breve, es verdad; pero si ha tenido por conveniente adelantar los oficios sea muy enhorabuena y más si como dices era esta una diligencia que tanto influía en tu bien.
”¿Qué quieres ahora? ¿Una bendición más pobre de la que te echó el cura? (…) Si más bendiciones pueden venirte vengan todas sobre ti y tu buena compañera doña María Cuenca a quien saludo con el mayor afecto deseando servirla y complacerla con el mismo empeño, amor y cariño que a Mariano. (…) Estuve con tus padres, derramaron algunas lágrimas, sintieron que lo hicieras sin su previo consentimiento. Los consolé, los reduje a buen partido. En sus expresiones verás su conformidad. Mejor hubieran querido verte en el altar; pero los padres no deciden precisamente las mentes de los hijos, pero me suplicaron que así como había mediado para allanar su ánimo contigo mediara también para que ellos tuvieran el gusto de verte por acá cuanto antes con tu mujer.
”¿Preguntas si puedes acá adquirir lo necesario para mantenerla? Hijo mío, aquí en tu oficio no adquirirás caudales porque hay muchos, pero vivirás con lo preciso. Además de que viviendo en esta capital te proporcionas modo de algún acomodo fijo y quizá cosa mayor. Vente, mi amado Moreno, no quieras ser toda tu vida objeto de los deseos de tus padres; tienes casa en que vivir, familia a quien complacer, amigos que te desean, y un pobre fraile que en medio de su nada se encuentra con todo con solo el pensamiento que lo ve en su celda y te da un fuerte abrazo con todo el afecto de su corazón. Cuando te digo esto se me agolpan mil consideraciones y a mis ojos algunas lágrimas que me hacen conocer prácticamente que yo quería a Moreno más de lo que él puede pensar.
”En fin, Dios tiene en sus manos la suerte de los hombres y es temeridad pensar que alguno perezca en ellos. Esto me consuela lo que me acuerdo de ti. Venga el retrato de tu esposa; esto podrá contribuir al gozo de tus padres y amigos. Entretanto decídete por tu patria y ven a ver entre otros a tu amante y buen amigo.”
La pareja vivía en la casa de la madre de María Guadalupe (embarazada al mes de haberse casado).

La futura abuela enfrentaba serios problemas económicos desde la muerte de su marido. Las deudas se acumulaban y Mariano Moreno se hizo cargo de la representación legal de la familia política.
La propiedad de los Cuenca fue hipotecada a favor del monasterio de Santa Clara. Moreno revisó los documentos de la hipoteca y le aconsejó a doña Manuela que los firmara.
A través de sus conocimientos profesionales, buscaba acercar posiciones con su suegra. Ella, no del todo convencida, siguió las instrucciones de su yerno.
Marianito Moreno nació con buena salud el 25 de marzo de 1805. Por supuesto, Terrazas fue su padrino de bautismo. Y si bien en esos días habían resuelto vivir en Charcas, una causa judicial en la que Moreno defendió a indios contra sus patrones fue el detonante para que la miope justicia chuquisaqueña se le viniera encima.
Tambalearon las posibilidades profesionales de Mariano en el Alto Perú. El matrimonio partió con su hijo rumbo a Buenos Aires, ante la protesta de doña Manuela, a quien abandonaban.
No se fueron con las manos vacías: tal vez como anticipo de herencia, arrastraron consigo alguna platería y alhajas de la hipotecada casa de los Cuenca.
Hasta Tucumán fueron en mulas. Allí compraron un carruaje bastante precario para continuar el viaje.
Los dos Marianos y María Guadalupe —a quien Moreno apodaba Mariquita, diminutivo de María— llegaron a Buenos Aires en agosto de 1805 en forma sorpresiva.
Es de imaginarse el sacudón que recibieron los padres al ver que el hijo que soñaban vestido con sotana llegaba con una mujer del brazo y un bebito.
Pero la acción de ablande de Cayetano Rodríguez dio sus frutos y los Moreno asumieron con felicidad el aumento de la familia.
Se instalaron en la casa paterna y don Manuel Moreno pudo disfrutar unos meses de su nieto, antes de morir en diciembre de aquel año. El trío se mudó a la actual Bartolomé Mitre, entre Florida y San Martín.
Los Moreno eran familieros. Al igual que su amado Mariano, a Mariquita Cuenca no le entusiasmaban las tertulias y la actividad social.
Sí tuvo una muy buena relación con la madre, las hermanas y las primas de su marido.
A pesar de ser reacios a mostrarse como protagonistas de la vida mundana, ambos tenían muy buen humor y eran considerados entretenidos bromistas, además de muy cariñosos.
Él continuó ejerciendo el derecho y ella se dedicó a la crianza de su hijo. Sin embargo, Guadalupe no terminaba de acomodarse: quería volver al Alto Perú y a Mariano no le desagradaba la idea.
Eso sí: debía conseguir un cargo pagado por la Corona española, ya que como abogado privado tendría más de un problema por su poco político paso por los tribunales de Chuquisaca, años atrás.
A fines de diciembre de 1807, Moreno le escribió al mariscal de campo Pedro de Garibay para solicitarle algún puestito o asesoría en Cochabamba o alrededores.
Incluso prometió recompensarlo con cantidad de onzas de oro, si le hacía el favor. Envió la carta a Madrid, pero don Garibay llevaba años en México. Los Moreno se quedaron meses aguardando esa respuesta que nunca apareció.
Mes va, mes viene, llegó 1809. Si bien no había obtenido el cargo que anhelaba, sí había conseguido uno en la administración pública de Buenos Aires, más algunos buenos clientes ingleses.
Fue entonces cuando, con entusiasmo, se sumó al movimiento que pretendía derrocar a Liniers, conocido como la asonada del 1º de enero de 1809.
El intento fracasó —y por eso se ganó el título de “asonada”—, ya que el jefe de los Patricios, Cornelio Saavedra, sostuvo el orden institucional. Ese día nacieron los odios entre Mariano y Cornelio.
A partir del 25 de mayo de 1810, la vida del matrimonio Moreno se convirtió en un calvario. Guadalupe lo apoyaba con fe ciega, pero el rumbo de sus vidas estaba dando un giro violento. Su marido le manifestaba el temor a ser asesinado.
Cuando la jornada de trabajo se extendía hasta muy tarde, Mariano Moreno se colocaba una sotana de fraile dominico, más dos pistolas en la cintura, y disfrazado regresaba a su casa, a cuatro cuadras del fuerte.
Lo que no lograron sus padres ni los curas amigos, lo logró el miedo: que Mariano se pusiera la sotana.
Aun con Moreno ocupando la secretaría de la Junta, el matrimonio no tenía vida social fuera del hogar.
Y su mujer, además, debía soportar el dolor que le significaba verlo flagelarse por las noches, cuando él buscaba expurgar pecados y se castigaba.
Mariano consideraba que la misma mano dura que utilizaba en el Gobierno debía emplearla en castigar su más mínimo alejamiento de los deberes religiosos.
Mientras tanto, las convulsiones en el seno de la Primera Junta no tardaron en aflorar. La destreza política pudo más que las embestidas de los morenistas.
Saavedra logró la incorporación de los moderados diputados de las provincias a la Junta, que dejó de ser la Provisional (nosotros la llamamos la Primera), para transformarse en la Superior (nosotros la llamamos la Grande).
Vencido por las circunstancias, Moreno se vio obligado a alejarse del escenario principal.
Se le dio una salida digna mediante un navideño decreto firmado el 25 de diciembre de 1810. Partió rumbo a Europa, en misión diplomática, el 22 de enero de 1811.
Se llevaba a su hermano Manuel y dejaba muy solos, a merced de los enemigos, a su mujer Guadalupe y su pequeño Marianito. Una hermana del prócer, Micaela, fue a vivir con su cuñada y sobrino.
Cuesta entender la decisión del doctor Moreno. Él había decretado ejecuciones, había lanzado amenazas, había ordenado persecuciones.
Mariano Moreno, símbolo del periodismo en la Argentina, promovió la manipulación de la información y fue un enemigo de la libertad de prensa. Tenía a media Buenos Aires en contra e incluso temía que atentaran contra él.
Da la sensación de que al alejarse, el revolucionario estaba convencido de que su familia estaría preservada de cualquier daño directo.
Apenas pasaron unos días de su partida, cuando un criado tomó una caja depositada en la puerta de la casa de Guadalupe Cuenca. Contenía un abanico negro, un velo, guantes de luto y una nota que le anunciaba que sería viuda.
Ella parece haberlo tomado como un mensaje intimidatorio y nada más. Nunca pensó que su marido la haría enviudar en alta mar.
El 6 de marzo, cuando se descontaba que Mariano aún no había llegado a su destino, ella le escribió una carta.
En los días posteriores Guadalupe se sintió mal y el doctor Argerich le recomendó reposo. Ella aprovechó para escribirle una vez más a su Moreno, con una ortografía plagada de aciertos como de desaciertos:
Se me aumentan mis males al verme sin vos y de pensar morirme sin verte y sin tu amable compañía, todo me fastidia, todo me entristece, las bromas de Micaela me enternecen pr qe tengo el corazón más pa llorar qe pa reír, y así mi querido Moreno, si no te perjudicas procura benirte lo más pronto qe puedas ó si no aseme llevar pr qe sin vos no puedo vivir.
Cualquier similitud con el lenguaje del chat es pura coincidencia.
Y, por las dudas, matizaba algunas de cal con otras de arena:
¿O quisás ya abres encontrado alguna ynglesa qe ocupe mi lugar? no aga eso Moreno, cuando te tiente alguna inglesa acordate qe tenés una muger fiel a quien ofendés después de Dios.
Hay que tener en cuenta que no tanto las madres pero sí los padres de las mujercitas de aquel tiempo preferían que ellas no aprendieran a leer y escribir para evitar de esa manera que se cartearan con hombres.
En este caso, Mariquita Cuenca tenía con qué defenderse. “Sin embargo de aberte escrito hace ocho días te buelbo a escribir pues no me queda otro consuelo y no te enojes de qe te caliente la cabesa con mis cartas”, le rogaba.
Lejos estaba Guadalupe de saber que su marido había padecido una tormenta feroz que lo hizo vomitar como nunca y que le habrá hecho recordar los relatos de su padre cuando había naufragado en Tierra del Fuego.
La altoperuana hacía catarsis y le contaba las novedades caseras, como por ejemplo:
El cuarto está sin alquilar hase un mes, la negra grande esta echa un monstruo de ese empeine en la cara; no ay quien la compre boy a ver si la puedo bolber, me dicen qe es lepra, el médico dice qe es un empeine terrible, el negro va vien, la negra chica siempre perversa, no la vendo todavía de miedo de qe me toque otra peor; nuestro hijo sigue en la escuela, siempre flaquito.
Ella no podía saber que le escribía a un muerto. En un plazo de nueve semanas y media —66 días entre el 6 de marzo y el 9 de mayo— Guadalupe le envío a su marido siete cartas y una esquela. Con frases sentidas, que jamás leería su Moreno:
No tengo día más bien empleado que el día que paso escribiéndote.
Ay, Moreno de mi vida, qué trabajo me cuesta el vivir sin vos.
Cuando estaré a tu lado, ay mi Moreno de mi corazón, no tengo vida sin vos, se fue mi alma y este cuerpo sin alma no puede vivir y si quieres que viva venite pronto, o mandame llevar.
No he ido a ninguna función desde que saliste, las muchachas quisieron llevarme pero yo no he querido ir, ni me parece que vos aprobarías que mientras estés ausente ande yo divirtiéndome.
No ceso de encomendarte para que te conserve en su Gracia y nos vuelva a unir cuanto antes porque ya vos me conoces que no soy gente sino estando a tu lado.
Por Dios Moreno escríbeme a menudo y date un lugarcito para leer mis cartas, aunque disparatadas, y no las tires sin leerlas, acordate de tu Mariquita que te quiere más que a sí misma y sobre todo lo que hay en el mundo.
Hasta ahora no se pasa una sin soñar con vos; algunas me despierta Micaela [hermana del prócer] de las pesadillas que me dan, lo que apago la vela y miro por todos lados y no te encuentro me parece que estoy desterrada.
Guadalupe, 21 años, siguió enviándole cartas a su marido, sin saber que el 4 de marzo, dos días antes de que ella besara el sobre de la primera, él había muerto, tal vez envenenado, y había sido arrojado al mar envuelto en la bandera británica, que correspondía a la nacionalidad del barco que lo transportaba.
El prócer tenía 31 años, seis meses y un día de edad. Y murió el día que en la familia se celebraba el cumpleaños número 19 de su hermano José.
Manuel, el hermano que había embarcado con Mariano Moreno, llegó a Gran Bretaña a comienzos de mayo de 1811. El día 11 escribió la carta en la que comunicaba la fatal noticia. Fue dos días después de que en Buenos Aires Guadalupe cerró el sobre con la última correspondencia para su Moreno.
La joven viuda no regresó a Chuquisaca. Su madre había perdido la casa por la hipoteca que le hizo firmar Moreno, y años más tarde esta señora furiosa le hizo juicio a su yerno muerto, acusándolo de haber conspirado para despojarla de sus bienes.
La viudez de Mariquita Cuenca se mantuvo durante cuarenta y tres años, hasta que se fue a buscar a su marido, por los cielos o por las entrañas de la tierra.

Capítulo del libro “Romances turbulentos de la historia argentina” del historiador Daniel Balmaceda.

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