martes, 22 de mayo de 2018

HISTORIAS DEL HORROR

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Los otros Jesse Owens: los remeros que «vencieron» a Hitler
Adolf Hitler arrugó el bigote, se dio la vuelta y se marchó, con la moral tocada después de lo que nueve jóvenes estadounidenses acababan de protagonizar. Hijos de madereros o granjeros, de familias humildes, ganaron el oro en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, delante del «Fuhrer», en la prueba de remo de ocho, la más carismática de todas. Por detrás de ellos llegaron italianos y más atrás, alemanes. Fue una estocada a Hitler después de que hubiera recibido otra de Jesse Owens, un atleta de origen afroamericano que se impuso en la pista de atletismo en los 100 y los 200 metros, el relevo 4x100 y el salto de longitud, para poner en entredicho la supuesta superioridad de la raza aria. Lo del atleta fue un símbolo que ha quedado para la historia y la de los remeros, menos conocida, fue una historia que rescata de manera deliciosa Daniel James Brown en «Remando como un solo hombre» (Nórdica libros). Al final Hitler, en gran medida, se salió con la suya, pues el gran objetivo sí lo cumplió: Alemania, el equipo olímpico, se impuso claramente en el medallero. Y Alemania, el país, o mejor dicho, el propio «Fuhrer», limpió una imagen de la que se sospechaba, engañó al mundo y escondió sus futuras intenciones. Pero con pequeñas batallas como la del relato de Brown se empiezan a ganar guerras. Sólo el deporte podía ofrecer gestas así.

1933 era una época en la que King Kong se estrenaba en los cines, los deportistas eran la imagen de marcas de tabaco, Estados Unidos estaba pagando las consecuencias del crack del 29 y la semilla del nazismo ya estaba plantada en una Alemania que hacía frente a los gastos de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Los Juegos de 1936 podrían haberse disputado en Barcelona. De hecho, allí se plantearon unos alternativos, en protesta por los movimientos que estaba habiendo ya en Alemania contra judíos, gitanos, homosexuales... pero, cuando todo estaba preparado, fueron suspendidos por el estallido de la Guerra Civil. Los Juegos oficiales se disputaron en Berlín. Hitler y su aparato de propaganda, liderado por Goebbles, vieron en el evento deportivo la mejor forma de lavar su imagen. Al «Führer» no le parecía una buena idea al principio, pero cambió de parecer al entender que podía ser una oportunidad para mostrar al mundo la imagen de una Alemania moderna, amable y poderosa. En los días de la competición, y las semanas previas (que no los meses, porque en enero de 1936 dejaron de considerarse ciudadanos a los judíos), se redujo la presión sobre los perseguidos por el nazismo. El propio Jesse Owens dice en sus memorias que le trataron muy bien, mejor que en su vuelta a Estados Unidos, donde había un grave problema de racismo.

A kilómetros de allí, en Norteamérica, gente como Joe Rantz peleaban por sobrevivir. Pobre de nacimiento, despreciado por su madrastra y expulsado de casa a los 10 años, Rantz era un joven hecho a sí mismo desde bien pequeño que tenía que aguantar las risas de los compañeros de clase por ir siempre con el mismo jersey. Tuvo que trabajar para poder pagarse los estudios, construyó su casa con sus propias manos o se dedicó a la pesca furtiva, y en la universidad entró a formar parte del equipo de remo. Sobre él gira el libro de Brown, que le llegó a conocer ya en sus últimos años de vida. La suya es una historia como las miles que se repitieron en una época convulsa tras la Gran Depresión, pero en este caso derivó en un relato apasionante. El remo no es un deporte para cualquiera. Los inviernos se hacen muy duros en lagos casi helados. Sangran las manos llenas de callos, que apenas pueden moverse por el frío, mientras ocho hombres, más el timonel, pelean por ser sólo uno. Centran la mirada en la nuca del de enfrente y repiten el mismo movimientos miles de veces hasta llegar a la meta. Uno rema por sí mismo y por todos. Se dispara el ácido láctico y el cuerpo enloquece de dolor. El esfuerzo y el gasto de seis minutos de regata equivale a disputar dos partidos de baloncesto seguidos. No es un deporte para cualquiera, aunque en aquella época, en Estados Unidos, tenía bastante prestigio. Famosos como Gregory Peck lo llegaron a practicar en su juventud.

«La historia del equipo de remo que humilló a Hitler» arranca en 1933. Hasta el 14 de agosto de 1936, el día de la prueba en Grünau, en el lago Langer See, Rantz y compañía tienen que ganar multitud de regatas locales, a la Universidad de California, la gran rival de Washington, victorias por la mínima, triunfos con la gorra y cambios de hombres hasta dar con los nueve ideales. Momentos de duda y tensión para saber si serás elegido para estar en el bote importante, el que iba a luchar por estar en los Juegos Olímpicos. Junto a Rantz, compañeros como Bobby Moch, el timonel, un auténtico líder, que se enteró de que era judío justo antes de viajar hacia Berlín, un viaje que muchos casi no pudieron hacer porque los gastos corrían de cuenta del deportista. Otro obstáculo más superado.

Una vez allí, el sueño de ganar navegando encima de otro «protagonista», el Husky Clippers, la embarcación que les llevaría a la gloria fabricada por George Yeoman Pocock, el hombre de frases demoledoras; y un último giro para hacer el triunfo todavía más épico. En la final, partieron desde la peor calle posible, no escucharon el disparo de salida y Don Hume, el remero de popa, estaba tan enfermo que al cruzar la meta prácticamente perdió el sentido. Pero lo hicieron en primera posición después de remontar y de que Bobby Moch pusiera de los nervios al mismísimo Al Ulbrickson, el mítico entrenador, por esperar al límite para mandar a sus compañeros cambiar el ritmo. Leni Riefenstahl, figura también del libro, preferida por Hitler por delante de Goebbles, grabó la regata en su famosa película Olympia. Brown la describe de manera intensa, apoyado también en las cartas de los protagonistas, en relatos de periódicos y en las charlas con Joe Rantz y su hija.

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