viernes, 15 de junio de 2018

EL ETERNO PAN

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Desde hace varios días se escucha hablar del precio de la harina. No es casual que entre las siglas solo comprensibles para iniciados de las noticias económicas (Lebac, BOTE y otras) figure el alimento más modesto, pero más difundido en todo el mundo occidental: el pan. Aumentan las frutas, las verduras, los enlatados... vaya y pase. Pero sube el precio del pan y se convierte en tema de discusión en los horarios centrales de la TV.
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Uno de los comestibles más simples elaborados por la humanidad, durante miles de años participó en exploraciones, momentos de agitación social y afiebradas discusiones científicas.
Al parecer, la hogaza más antigua que los arqueólogos hayan recuperado es una torta calcinada que se exhibe en el Landesmuseum de Zurich, que algún habitante de los lagos suizos cocinó ¡hace 6000 años!
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Su historia tiene ribetes de novela de aventuras. Hay registros de que en el siglo X llegó a producir convulsiones y hasta locura en los que lo comían, por contaminación con un hongo, el cornezuelo del centeno. Y más tarde, durante la Edad Media, molineros y panaderos europeos se hicieron fama de ladrones de grano y adulteradores. Cada comunidad creó su variedad característica. Mis padres, que no eran dados a recordar sus orígenes alemanes, comían sin embargo un pan que no veía en las casas de mis vecinos: el pumpernickel, preparado con una masa pastosa de centeno, se sirve en rodajas y tiene una miga muy, muy compacta y oscura, sobre la que agregaban manteca y mermelada o miel. Los parisinos deliran por la baguette, que comen con tomate, queso y fiambre, y que suelen degustar durante la hora del almuerzo mientras caminan por las calles del centro de la ciudad.
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En el Río de la Plata, su papel fue tan trascendente en distintas circunstancias que incluso dio pie a una Breve historia sobre el pan de Buenos Aires (Ediciones La Era, 2013), en la que el historiador José Eizykovicz describe su pintoresca trayectoria y sus conexiones con nuestras turbulencias económicas y sociales.
Ya cuando llegó Juan de Garay, traía herramientas agrícolas y semillas "para no depender de las indómitas etnias bonaerenses para su alimentación", dice Eizykovicz. A mediados de 1580 se lograron las primeras cosechas de trigo y se elaboraron los primeros panes.
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Así, desde el comienzo, gran parte de las reuniones del concejo de administración de la ciudad tenían como objeto central cuestiones relativas al cuidado de los sembrados, la conservación y el comercio del cereal, la fabricación de la harina y el pan, y la regulación de sus precios de venta. Según Eizykovicz, entonces era tal el gusto por el pan que en 1665 se afirmaba que "? la fuerza de este hábito [de comerlo] es tan grande y pasmosa que no se puede imaginar el término a que llega y se extiende. Hay quien opina, y con razón, que sin el pan nada se puede digerir, ocasionando su falta fiebres y otras enfermedades". Tal vez por eso, en esas épocas llegó a ser proverbial el manejo fraudulento de los molineros, que se excedían en los precios o hacían trampas en el peso para obtener una ganancia adicional, de modo que los primeros miembros del Cabildo tuvieron que regular las actividades que tenían que ver con su producción para evitar revueltas.
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Es más, la harina incluso llegó a funcionar como moneda para el pago de sastres, zapateros y herreros, que a cambio de sus trabajos recibían el 50% en especie y la otra mitad en moneda corriente. Así, en "harinas y demás frutos de la tierra", le pagó el Cabildo, en 1605, sus honorarios al cirujano Manuel Álvarez, experto en sangrías y ventosas.
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Hoy se discute sobre el papel que debe cumplir en la alimentación saludable, pero todavía sigue imponiendo su presencia. Nadie se olvida de que hasta la Revolución Francesa surgió, en parte, de la exasperación de campesinos y pobladores de las ciudades por el aumento de los impuestos y del precio del pan, gran señor de la mesa familiar.

N. B.

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