jueves, 1 de noviembre de 2018

LA MERCA MALDITA


JORGE FERNÁNDEZ DIAZ
Que lo espere porque no le llegó. Hay desabastecimiento y el precio se va para arriba. Nos sube la luz y nos sube la merca. ¡Estamos todos locos!”
Esta letanía se escucha en algunos barrios de clase media y también queda registrada con frecuencia en pinchaduras judiciales que se ordenan para investigar la venta y distribución de estupefacientes.

El fenómeno tiene una explicación aritmética: en dos años, los detectives detuvieron e implicaron a más de treinta mil personas en causas de narcotráfico; decomisaron diecisiete toneladas de cocaína y más de 250.000 kilos de marihuana, y abortaron negocios por más de mil millones de dólares.
En este frío y despiadado rubro comercial, que creció exponencialmente en la Argentina durante la “década ganada” y que la actual mishiadura retroalimenta de manera peligrosa, deben aplicarse las reglas contrarias al mercado: en lugar de facilitarles las cosas a los inversores y emprendedores, hay que trabárselas y hacerles la vida imposible.
Para que al menos migren de país o de modalidad; difícil que una vez corrompidos se regeneren por completo. La “transa” ingresó con facilidad en esta nación de instituciones débiles, mafias policiales, dirigencias “recaudadoras” y pobrismos declamados, y vino para quedarse: a lo máximo que puede aspirar una sociedad infestada es a que no escale en su militarización y violencia, y a que las grandes organizaciones no reemplacen al Estado y extiendan territorialmente sus dominios.
La experiencia de los sabuesos permite sacar algunas conclusiones espinosas. La mayoría de la cocaína importada proviene actualmente de Perú y de Bolivia; los productores fuertes de marihuana siguen afincados en Paraguay.
La Inteligencia Criminal y los operativos de frontera se volvieron, por lo tanto, esenciales, sobre todo en Salta y Jujuy y, respectivamente, en Misiones, Corrientes y Formosa.
El 90% de los productos ingresa en coches o camiones, o a través de “ingestados” (mulas que se tragan la droga para pasarla), y el 7% en aviones que “bombardean” paquetes sobre terrenos o montes solitarios.
En muchas ocasiones, los detectives interceptan el cargamento, cambian la cocaína por harina, y permiten que el convoy siga adelante para desarmar la cadena, que suele terminar en asentamientos de los distintos conurbanos, manejados por grupos poderosos, aunque más parecidos a Los Monos que al Chapo Guzmán.
Eso no evita algunas sorpresas, como descubrir 1500 kilos de cocaína ocultos en bobinas de acero, listos para ser enviados a España y Canadá a través de contenedores: esa frula entró por Chile y la manejaban los muchachos del cartel de Sinaloa.
También detectaron que otras maniobras relevantes eran dirigidas por el Comando Vermelho y por el Primer Comando Capital, terribles bandas cuyos jerarcas “gobiernan” este transporte desde los presidios de Brasil.
Los relatos de los veteranos que están en la primera línea de fuego forman una antología novelesca, pero sin ficción.
La ciudad fronteriza donde el intendente, su vice, su familia, sus amigos, el comisario y miembros locales de la Federal, Prefectura y Gendarmería habían montado una orga estratégica.
La banda en Misiones que proveía logística -autos y lanchas rápidas- para cualquier traficante. La gavilla de Mar del Plata que lavaba activos: les secuestraron 205 autos, 27 camiones, 6 motos y 3 cuatriciclos.
El Operativo Halcón 9, durante el que incautaron 1800 kilos de cocaína que lanzaban desde avionetas. Los allanamientos en Nordelta: cocaína líquida de origen mexicano y eficaces métodos para blanquear la plata sucia.
Intrigas rusas, cien barrabravas en prisión, “patrones” capturados por amor, escuchas, traiciones; geografías de la miseria recuperadas por las fuerzas federales y “familias” que se van mudando a otras barriadas para empezar de nuevo. Hoy un kilo de cocaína cuesta aquí ocho mil dólares.
A setecientos pesos cada dosis, un clan puede llegar a recaudar un millón por día: en consecuencia, cuando los investigadores logran desarticular -desde la frontera hasta la villa- todos los eslabones de la droga, están propinando un golpe económico brutal, puesto que afectan a cien mil puestos de venta y secan momentáneamente la plaza.
Antes se seguía un método distinto: ante el primer indicio fuerte, se concentraban en una determinada organización y arrestaban a sus líderes y soldados; así la pandilla que les hacía competencia en la zona se quedaba automáticamente con el monopolio.
Hoy procuran abrir indagaciones paralelas, pero combinadas y caerles a los dos rivales al mismo tiempo; también avanzan sobre las mujeres de los jefes: se ha demostrado que participan del yeite y que incluso reemplazan a sus maridos cuando estos van presos.
La política pejotista, con algunas excepciones que confirman la regla, consistía en entregar el autogobierno a la policía y reembolsar, a cambio, porcentajes de sus ganancias en negro para financiar el proselitismo.
La principal “industria” de la policía corrupta son los narcóticos, por lo que en los hechos esta metodología no hacía más que facilitar el narcotráfico.
A esto se agregaba la faena ideológica de cierto kirchnerismo de base, que con inspiración zaffaroniana se resistía (y se resiste) a “revictimizar” a los clanes con la idea de que el capitalismo empuja a los marginados hacia ese delito.
Esta idea provoca que frente a los operativos de saturación salgan a denunciar la “criminalización de la villa” y que cuando los investigadores entran a detener a un capo no solo reciban disparos, sino también diatribas y denuncias por parte de los abolicionistas.
En algunos de esos asentamientos precarios la tasa de homicidios cayó bruscamente en los últimos dos años y muchos vecinos honestos que no podían disfrutar de una plaza, dormir tranquilos o caminar por los pasillos sin miedo al fascismo de pistola y extorsión, celebran que el Estado regrese con uniformados, pero también con médicos, asistentes sociales y arquitectos que buscan modificar su hábitat.
Algunos kirchneristas, sin embargo, resisten estos “avasallamientos de la derecha”, que ni siquiera respetan la “gloriosa cultura villera”.
El punto resulta muy interesante, porque ratifica la grieta que se abre en los sectores más bajos de la comunidad, donde este “progresismo” hace una opción por el lumpen y pulsea con el proletariado, dicho todo en los viejos términos marxistas.
Ese prejuicio progre y pequeñoburgués, del que tampoco se salvó algún segmento del socialismo santafecino, le da paradójicamente la espalda a una de las demandas fundamentales de los pobres, que es la seguridad. Y es tolerante con quienes envenenan principalmente a los hijos de la pauperización.
Una ideología absurda que no se relaciona en nada con los postulados de la izquierda y que resulta antagónica incluso de la doctrina justicialista, pero que explica el inesperado triunfo en su patria de Jair Bolsonaro, personaje repugnante al que le regalaron esta bandera y que hoy es estudiado apresuradamente por el peronismo alternativo.
Como síntoma, la funcionaria nacional con mejor imagen en la clase media baja argentina es Patricia Bullrich, figura polémica para las clases más altas e ilustradas y valorada por los más desprotegidos.
Hay un abismo entre las “almas bellas” y el laburante. Y en este campo temático se librarán duras batallas durante las próximas elecciones. No es raro. Se trata de un asunto de vida o muerte.

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