domingo, 30 de julio de 2023

CRECIENTE MALESTAR


El futuro de la democracia liberal
Si bien el fenómeno difiere entre países, las caras más notorias de la actual “política de las emociones” tienen algo en común: florecen en respuesta a los déficits de la política tradicional
Eduardo Levy Yeyati Texto basado en el artículo “Argentina’s Election and its ‘Barrani’ Moment”, publicado en Americas Quarterly

Mucho se ha hablado del creciente malestar con la política en América Latina, donde un porcentaje cada vez menor de la población se dice satisfecha con la democracia, incluso en países donde los indicadores sociales han mejorado, como Chile, Colombia o Perú. Los síntomas del malestar son conocidos: desconfianza en el sistema, desencanto con los políticos tradicionales, cansancio social proclive a estallar en manifestaciones y disturbios en los que se mezclan demandas sociales (inmigración, transferencias públicas, acceso a bienes y servicios de calidad) con el auge de outsiders de retórica antisistema que surfean (y alimentan) la polarización.
Si bien el fenómeno difiere entre países, las caras más notorias de la actual “política de las emociones” –Bolsonaro, Bukele o Kast por derecha; López Obrador o Petro por izquierda– tienen algo en común: florecen en respuesta a los déficits de la política tradicional, exponiendo las fisuras de la democracia liberal y centrifugando votantes a las pesadas colas del populismo outsider. Hace unos años mencionaba una paradoja señalada en el siglo XVIII por Alexis de Tocqueville: la frustración a menudo crece a medida que mejoran sus condiciones. Por ejemplo, las demandas por mejores servicios o contra los privilegios se renuevan y perfeccionan como resultado del progreso social.
Esta conjetura es, en el mejor de los casos, parte de la historia. La injusticia percibida (y real) en el acceso a la educación, el transporte o la vivienda, o los techos de cristal de una sociedad estática contradicen las promesas de progreso. La prevalencia del origen socioeconómico y el capital relacional sobre la capacidad y el esfuerzo, cuando no la corrupción de grupos de interés y puertas giratorias, revela una sociedad de privilegios que distorsiona el balance entre oportunidad y mérito, el concepto de justicia que está en la raíz del liberalismo moderno. Sumemos a esto las devaluadas aspiraciones económicas, inferiores a las de nuestros padres y las de nuestros vecinos: tras varias “décadas perdidas”, hoy no parece haber viento de cola a la vista ni futuro promisorio por delante. Es lo que hay: los votantes, resignados, convierten su voto en poco más que un gesto catártico.
Sumemos también una deuda interna que nuestro modesto desarrollo económico aún no supo desandar: la exclusión social. La naturaleza dual de nuestras sociedades, que refleja la naturaleza dual de nuestros mercados laborales, la segregación urbana o la creciente dependencia de las transferencias públicas, no contribuyen a atenuar la percepción de injusticia. A esta lista de factores de “demanda” habría que añadir una importante consideración de “oferta”: la obsolescencia de una clase política que, con excepciones, repite discursos manidos como el Bulworth de Warren Beatty, y que hoy es cuestionada por nuevas generaciones con intereses más amplios y una indiferencia natural hacia los antiguos dueños del relato.
Un breve repaso de la lista anterior sugiere que el descontento reflejaría tanto una frustración subjetiva (a la Tocqueville) como un pesimismo objetivo y razonado. Como si esto fuera poco, este estado de cosas repercute en los resultados económicos, ya que la naturaleza pendular de las políticas tribales suele desalentar a la inversión al tiempo que multiplica gasto e impuestos, castigando los resultados económicos. Un círculo vicioso que, en algunos países, puede estar generando su propio zeitgeist. La Argentina fue hasta hace poco una excepción a esta tendencia. En estos 40 años, los descalabros económicos contrastaron con una democracia sólida y una distribución de votantes bien poblada en su centro. Las elecciones de este año están poniendo en entredicho este saber convencional, con un peronismo corriendo detrás del kirchnerismo y de la izquierda folclórica y con un populismo conservador alineado con la extrema derecha de Bolsonaro y Kast con apoyos transversales e inusualmente variados.
Un artículo reciente destacaba el caso de Héctor Espinoza, un microempresario libertario informal de bajos ingresos que abrió un bar en el barrio 31, “100% barrani” (el término, que deriva de una palabra árabe que designa al que viene de afuera, se usa desde hace tiempo como sinónimo de “informal”). En el artículo, Espinoza explicaba que, ante un sector público económicamente opresivo e ineficiente, había optado por vivir por fuera del sistema. Al igual que la ética hacker de los años 70 se revelaba contra su propia visión del capitalismo (la máquina, los dueños de la tecnología y la información), la ética barrani, nacida en parte del intratable sistema tributario argentino, podría pensarse como una respuesta popular al fallido Estado de bienestar.
Hace 20 años, los libertarios ricos, invocando la captura política o la ineficiencia del Estado, proponían una “política social voluntaria” (caridad) como una forma más eficaz de distribución de riqueza que los impuestos y transferencias. Hace 5 años, trabajadores independientes de clase media, invocando impuestos y controles cambiarios laberínticos que benefician a unos pocos empresarios bien conectados, argumentaban que la evasión fiscal debía considerarse un nuevo derecho humano y aclamaban al bitcoin como la piedra fundacional de una ética criptolibertaria. Hoy, Espinoza y muchos otros como él defienden “las reglas hipercapitalistas: estudios, cuentapropismo, libre competencia”, abrazando una ética barrani que recuerda a los microempresarios de Hernando de Soto de los 80. Como en el caso de sus predecesores, la independencia del cuentapropista no es solo de un jefe o empleador, sino también de un sistema confiscatorio e imposibilitador. (Espinoza pone como ejemplo el mercado inmobiliario: alquilar un departamento en Buenos Aires es una odisea: se necesita dinero por adelantado y también una garantía difícil de conseguir. Sin hablar de la escasa oferta y los precios por las nubes, cortesía de una reciente ley de alquileres que es un meme en sí misma. En el mercado autorregulado del barrio, en cambio, los inquilinos solo necesitan efectivo. La efectivización del desalojo queda librada a la imaginación del lector).
En un entorno así, es natural que la promesa de más y mejores empleos de parte de la política “tradicional” se reciba con incredulidad: la gente anticipa que, una vez más, tendrá que arreglárselas por sí misma, así que cuanto menos tengan que tratar con el Estado y sus dueños, mejor. Este es el caldo de cultivo del minarquismo cool. No se trata de saber si sabrá sacar partido de su sorpresa mediática para dar una sorpresa electoral (probablemente no, no esta vez), sino de entenderlo como una llamada de atención. Su presencia sintetiza muchos de los resortes de la antipolítica e ilumina las deficiencias que debemos resolver para reavivar el contrato social. El populismo outsider es el retrato de Dorian Gray de nuestra democracia liberal: cuanto más se aleja esta del votante, más se fortalece su versión desfigurada.
El vaivén “racional” entre centrozquierda y centroderecha parece poco atractivo y su agenda suena anticuada. ¿Es la “clase política” (como quiera que se la defina) insensible, indiferente o incapaz de reconstruir la confianza? ¿Puede renovarse el elenco actual o necesitamos sangre nueva? ¿Qué hay exactamente detrás de las promesas de cambio, aparte de una promesa de “cambio”: un significante vacío que significa cosas diferentes para personas diferentes? Cualesquiera sean las respuestas a estas preguntas, no tiene sentido criticar la polarización o quejarse de los nuevos; solo están llenando el vacío dejado por los que estaban. Tampoco sirve correr sin convicción detrás de la pelota con propuestas exóticas y altisonantes. Hasta que no genere una narrativa viable e inspiradora para competir con el punk de tres acordes del populismo outsider, una agenda reformista que atienda las nuevas demandas y devuelva a los votantes al centro de la escena –y del espectro político– no encontrará compradores. La única salida de esta trampa es hacia adelante.
Un artículo reciente destacaba el caso de Héctor Espinoza, microempresario libertario informal de bajos ingresos que abrió un bar en el barrio 31, “100% barrani”

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