lunes, 31 de julio de 2023

HISTORIA DEL ARTE


Carlos Monzani. El último testigo de Soldi en el Colón
El artista, que trabajó desde los años 60 en el taller de escenografía del Teatro Colón, fue uno los tres colaboradores que tuvo el reconocido pintor para hacer la ronda que cautiva en lo alto de la sala
Texto Constanza Bertolini | Foto Hernán ZentenoA los 94 años, el pintor y escenógrafo vuelve emocionado a la sala donde se inauguró la cúpula en 1966
Carlos Monzani lleva un tiempo largo sin ir a su taller del Abasto, donde guarda el trabajo de toda una vida, unos cuatrocientos cuadros como se hacían antes: grandes. Entre las décadas de 1960 y 1980 –dice– nadie le prestaba atención a una pintura que no tuviera al menos el ancho de la tela, dos metros de lado. Fue en esa época cuando obtuvo sus mayores reconocimientos: una beca del Fondo Nacional de las Artes, el premio María Calderón de la Barca, expuso con los no figurativos del Grupo ANFA en el exterior y ganó el Eduardo Sívori en el Salón Nacional.
Justamente ese período se corresponde con años dorados para el Teatro Colón, donde Monzani empuñaba otros pinceles en el Departamento de Escenografía; allí llegó a tener a cargo una treintena de “pintores con todas letras”. Es decir que, así como un día trabajaba en un panorama de 36x20 para la puesta de la ópera La clemenza de Tito, a pedido de Cecilio Madanes, o sobre unos fondos informalistas para el ballet La verdad, de Tatiana Gsovsky, en su estudio rompía todas las convenciones interviniendo –por ejemplo– la figura enorme de una vagina con pelos recortados de un escobillón. “¡Una cosa de locos!”, se ríe ahora de cuando pintaba con alquitrán. Aquella irreverencia le valió la distinción de un jurado de la Academia de Bellas Artes a su talento joven.
Pero eso fue hace mucho. Esta mañana de invierno, a sus vitales y envidiables 94 años, Monzani se calza la boina y una campera abrigada para hacer una visita extraordinaria: volver al Colón de la mano de la nacion. No va a ver un espectáculo ni a participar de un acto; ingresará por los pasillos y entre bambalinas llegará al escenario y la sala majestuosa. De todas sus obras, allí está la que la historia quiso que hoy lo señalara como al último testigo de la cúpula de Raúl Soldi: integró el trío que colaboró en la tarea de dar vida a esa ronda de músicos en tonos pastel que cientos de miles de personas de todo el mundo admiran largamente sin temor a la tortícolis. Enseguida, reconoce a una figura. “Esa blanca, que tiene la mandolina: esa la hice yo”.
El trayecto en auto, de su casa de Palermo hasta la zona de Tribunales, sirve para revisar varios episodios. El tránsito está fatal, lo que le permite irse por las ramas sin apuro, repensar nombres, tantear fechas, saltar de un tema a otro. Saca de su bolso un catálogo con su “vida y obra” que se salvó de una inundación. Entre tantas reseñas, se lee un pasaje del crítico de arte de la nacion Aldo Galli, que reseñaba así la obra de Monzani: “Por la vía de un camino expresionista muy particular, nos transmite una concepción del mundo colmada a un tiempo de fantasía, de ensoñación poética y de un sentido suavemente irónico de la existencia que amplía con indulgencia la realidad”. Otro colaborador de este diario, Eduardo Gudiño Kieffer, escribió una vez un poema “A Carlos Monzani”; era 1979 y decía como en la oración de un Credo pagano: “Creo en la pintura del lenguaje”.
En la conversación, el artista se traslada de lo geométrico al realismo mágico tanto como de una escena en los subsuelos del máximo coliseo argentino al Bar Moderno, en la “manzana loca”, sobre la calle Maipú, donde hacen su aparición Berni y Castagnino entre varios otros muchachos. De hablar campechano, a todos les dice “tipos”: da lo mismo que se refiera a Manucho Mujica Lainez o al hombre aquel que está a punto de cruzar la calle
–¿Y ya pintaba?
Viamonte, en la esquina de Libertad.
–¿Cómo es su historia con el Teatro Colón?
–Trabajaba en la Dirección Técnica con Armando Chiesa, que era el que sabía (¡te hablo hace sesenta años o más!) y con Héctor Basaldúa, el director; éramos tres. Pero a mí lo que me gustaba era el Taller de Escenografía, que estaba abajo de todo. Veía que eran veintitrés tipos, casi todos pintores, y me apasionaba ir allá. Tendría yo entonces unos 30 años.
–Pinté desde que nací. Como todos, si no, decime: ¿qué hace un nene no bien nace? ¡Garabatos! Eso hacía. Tanto que era un burro total en la primaria, porque me distraía dibujando (y en esa época era severa la enseñanza). Bueno, te decía del Colón: entonces me fui al taller. Aunque tenía más categoría, no me importaba, porque ahí discutíamos de pintura con los muchachos. Con los años pasé de ayudante a subjefe y jefe de Escenografía.
–El mismo cargo luego tuvo su hijo, que se llama igual que usted.
–Claro. El mío era más complicado, porque abarcaba escultura y un taller que se había creado en esa época para retocar los trajes. Ahí nació también la escuela de escenografía con Saulo Benavente. El trabajo era impresionante, era la época de oro, cuando se dio Bomarzo [la ópera de Ginastera-mujica Lainez, prohibida por Onganía en 1967]. Calculá que cuando se hizo El Cascanueces, Rudolf Nureyev vino al taller y Roberto Oswald, que entonces era el director, me llama a su despacho y me dice: “Mire, Monzani, tenemos que hacer esto”. ¡Era un montón de laburo, muchos decorados, transparencias, todo muy lindo! “¿En cuántos días?”, le pregunto, y no sé si me dijo en veinte. “Im-po-si-ble...”, le contesté. Yo fumaba (un atado de cigarrillos por día entonces) y se me ocurrió: “Salvo que tengamos carta blanca para El Cascanueces”. Le pedí el Teatro San Martín, el Cervantes, todos los pasillos que pudiéramos usar para hacer plantillas e incorporar gente. No había mujeres y era un trabajo de costura impresionante, así que vinieron chicas de la escuela. Éramos como sesenta personas a toda máquina. Íbamos al San Martín con los tachos de pintura por la calle. Así laburábamos nosotros: con amor, con pasión.
–¿ Hasta cuándo estuvo en el colón?
–Me jubilé muy joven, porque era insalubre. Los talleres estaban en el segundo subsuelo, que sería como cuatro pisos para abajo. Tanto es así que cuando se hizo la ampliación [a finales de la década de 1960], se veían los pozos negros de los alrededores. Mientras estaban excavando descubrimos que había un matadero de vacas. Mirá si soy viejo.
–¡94 años que no se pueden creer!
–Por ahora. Yo ya ni pregunto por los demás, porque me dicen: “¿Tal? Murió hace dos meses”. “¿Tal? Murió hace tres años”. Todos se murieron.
–Me decía que se jubiló muy joven.
–Sí, en el 76 o el 77, cuando se empezó a poner fea la cosa. Porque el teatro era una familia para nosotros. Y después vino la intervención, se fueron muchos y dije: yo también. Hice los trámites, ya estaba con los años cumplidos de trabajo.
–¡Pero no tenía ni cincuenta años!
–No, claro, me cargaban todos. Después yo seguía yendo lo mismo porque, por ejemplo, con Antonio Pujía éramos muy amigos. Habíamos nacido el mismo mes de junio del mismo año 1929.
–¿Vive solo?
–Sí, falleció mi mujer hace siete años, pero tengo compañía, mi noviecita, que vive en Monserrat. Cuando voy allá por la 9 de Julio es imposible andar con este tránsito.
–¿Y pinta ahora?
–¡Sí! No puedo dejar de pintar, porque si dejo de pintar, dejo de vivir. Estoy haciendo una serie cósmica, ese es un paisaje que nunca vemos. Pensá lo que somos nosotros, un puntito insignificante… Ni existimos, pero estamos.
–¿Viene habitualmente al Colón?
–No, nunca más volví. Bueno, sí: cuando se cumplieron 50 años de la cúpula, en el foyer se hizo una fiesta, y me quedé ahí nomás. Fue en 2016.
Monzani ingresa entonces por la puerta de artistas, en la calle Cerrito. La mujer de la Mesa de Entradas sabe quién es, alguien le mencionó el asunto de la cúpula; igual le pide los datos y le da acceso por un molinete metálico (“antes no había esto”). Avanza por el pasillo al que dan los camarines y recuerda: “Todo acá era de madera, ¡pero qué lindo que está ahora!”. Y cuando pisa el escenario, se le iluminan los ojos: mira hacia arriba las parrillas, señala el fondo, “Ves: ese es el panorama”, y de frente a la sala vacía se queda en silencio. “Todo esto era una estructura metálica impresionante”, empieza a revivir aquellas semanas de 1966 cuando levantaron las butacas e instalaron los andamios. “La cúpula estaba pintada de marrón y a Manucho se le ocurrió lo de las pinturas, porque Chagall lo había hecho en la Ópera de París”.
–Decía que a Soldi le encargan la cúpula y él elige a tres personas del taller de escenografía para que lo ayudaran. entonces se van a trabajar a los talleres del San Martín, porque tenían más lugar.
–Sí, éramos José Bertolo, Alberto García y yo. Esto que ves no está pintado en el muro, está todo pegado [señala al techo]. Soldi iba y venía, tenía una agilidad el tipo: ¡era bárbaro! Yo sufro de vértigo, así que nunca pude llegar arriba de todo. Solo alcanzaba hasta el paraíso, de donde salía una pasarela de madera hacia el andamio.
–Me iba a contar cuando Mujica Lainez le encarga la cúpula a Soldi.
–Chagall era en ese momento casi lo máximo. Y a este hombre se le ocurre que cómo no lo vamos a hacer nosotros. Manucho era un tipo muy metido en las artes y la cultura, circulaba por las galerías, a veces venía con una capa. Era todo un personaje con poder como para decir “hagámoslo”.
–Y respecto del motivo: ¿debatieron qué iban a pintar?
–No, esos eran los temas típicos de Soldi; la música. Soldi era un tipo muy culto, pero de tan bajo perfil que ni te dabas cuenta. Era muy buen pintor. Veías la pincelada. En la pintura vos tenés al aficionado, al pintor y al artista. Porque pintar pinta cualquiera; aficionado, puede ser; pero artista es el tipo que crea, el que descubre de la nada un mundo. Es lo que les enseño a las chicas que vienen a mi taller.
–En su rol de maestro, ¿qué es lo transmisible de todo esto?
–Conozco todas las técnicas. La composición, preparar las telas, los colores. Yo les enseño un poco todo eso y luego que hagan lo que se les ocurra. A perder el miedo. Que se olviden de las reglas. Esto es como una forma de vida, un lenguaje. Descubrís tu mundo interior. Por eso para mí la verdadera pintura es un autorretrato: si vos estás bien, estás mal, si tenés bronca, si sos bueno o malo, eso se ve. Soldi, por ejemplo, era un tipo bueno. Vos ves los cuadros de él y son los cuadros de un tipo, no digo inocente, pero sí buenazo.
–¿Eran amigos?
–No amigos, lo trataba, sí. Comíamos juntos cuando estábamos pintando, como uno más.
–Volvamos a la cúpula.
–Belleza. Eran todos gajos de Lefranc, una tela muy cara que como los pomos vinieron de Francia. Se ponían en el suelo. Y la escenografía se pinta parado, pero esto era diferente: hacías el esbozo más o menos y después te tenías que tirar al piso.
–Y cómo era: ¿pintaban todos o pintaba Soldi?
–Soldi hacía los bocetos y nosotros pintábamos. Por ejemplo: esa figura blanca, que tiene la mandolina la hice yo. Había una maqueta de yeso enorme, una representación de lo que era la cúpula. Con los bocetos lo vas acomodando: decís esto va allá, esto acá. Es un trabajo escenográfico. ¡Y qué bien se conservó! Porque Soldi hizo en la galería de la avenida Santa Fe y Rodríguez Peña algo parecido y se deterioró. Yo siempre digo que este teatro es único, un orgullo para Buenos Aires, para la Argentina.
–¿Lo emociona volver ahora?
–Sí, hoy es muy conmocionante

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