sábado, 4 de marzo de 2017
HABÍA UNA VEZ....
Había llegado al campo en la precordillera patagonica la noche anterior, tarde. Un enorme silencio abrazaba los árboles que rodeaban la casa. Al girar el picaporte e ingresar, me encontré con una nota que me daba indicaciones de dónde dormir. Al entrar en mi cuarto, opté por acostarme. La enorme cama de baldaquino estaba hecha a la usanza alpina suiza, con un grueso plumón encima del colchón y otro para taparse, la mullidez y el calor de las sábanas de lino, con los reflejos de la chimena, me llevaron a un sueño que parecía largo y profundo, aunque una cierta inquietud me dejó despierto antes del amanecer. Bajé cuidadosamente a la cocina, donde encontré todo lo necesario para calmar mi adicción al café. Ya con un tazón en la mano y la primera luz, salí a caminar por el parque.
Comencé a buscar la huerta, era una de las razones del largo camino recorrido. No había perros, pero sí una enorme cantidad de gallinas mapuches, que son una cruza entre las razas collonca y la quetra; ponen unos huevos celestes verdosos de cáscara muy gruesa y enorme yema. Los aviarios donde ponían eran unos pequeños galpones sobre ruedas que se iban desplazando semana tras semana sobre una zona de pasto nuevo.
En un canal de agua encauzado y encajonado sobre gruesos tablones de coihues tomaban agua cristalina, que corría como un augurio de bondad y vida, y se dirigían a la huerta para riego. Allí encontré un enjambre de frambuesas que, a pesar de estar sobre el fin de verano, tenían mucha fruta de segunda floración. En la boca, noté esa deliciosa característica que les dan a los frutos rojos los climas sureños, donde el copioso sol y las noches frías promueven esa mezcla de madurez y acidez que son vitales al interés de sabor.
Una decena de vacas Jersey en un corral vecino rumiaban entre los brazos del ordeñador, prometiendo la típica leche y crema de alto y delicioso contenido graso. Ya había ojeado en la heladera un enorme pan oval de manteca casera, tan amarilla y hermosa como amarilla y hermosa puede ser.
Apenas llegado para mi semana de estancia sureña, todo lo que veía alrededor prometía unos días de sabrosa cocina. Los frutales y las vacas Jersey me daban un ímpetu por hacer postres, me veía estirando con aquella manteca un pastón de hojaldre, batiendo una crema doble para las frambuesas y haciendo mi clásica torta de chocolate amargo.
Toda la actividad de pequeña producción familiar que transcurría denotaba una dedicación de años de cuidados. Nada tenía dejos de abandono. Un prístino y elegante lenguaje del hacer, impulsado por un romance y aspiración a la belleza, mostraban el espíritu de la dueña de casa que conocería más tarde, al desayuno.
Una hilera de lechugas romanas, erectas y crocantes, me dieron tanto hambre que volví a la casa en apuros. Allí, mi anfitriona, con una docena de invitados, reinaba en la cocina, una larga mesa de desayuno al lado de una antigua y extensa cocina a leña donde se doraban lentamente unas gigantes tostadas sobre la plancha.
Ya era media mañana y ofrecí hacer unos huevos brouille. Comencé a batir a baño María dos docenas de huevos con un batidor de alambre; entre las rejillas de la cocina se veían las llamas de la leña de ñire que daban un calor a la medida de mi cocido.
Cuando los huevos comenzaron a espesar los retiré del fuego y les agregué bastante manteca con un chorro de crema. Ya servidos sobre los platos calientes, junto con una enorme cantidad de pimienta negra y cebollín. Tostadas de pan de campo untadas con manteca y el café negro fueron el mejor augurio para el primer día, que continuó con una cabalgata a las nacientes del río cordillerano, donde los gauchos asaron un cordero a la vara de ñire.
Siempre, todo es mejor, en la Patagonia.
F. M.
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