miércoles, 1 de marzo de 2017

PALOMA HERRERA...LA QUE VUELA



Su objeto más preciado es un iPod nano del que no se separa, donde lleva la música que la acompaña en su vida dedicada al baile




Paloma Herrera dejó los escenarios hace un año. Lo que no puede dejar es su condición de bailarina. Por eso la conversación no parece la llave más efectiva para asomarse al mundo propio en el que vive instalada. Paloma es el puro presente de la danza, donde el tiempo y el espacio se encuentran en un cuerpo. Más que con las palabras, ella se expresa mediante el movimiento de sus manos, que son la parte de su anatomía que se mueve en el espacio mientras ella, sentada, habla. La escucho, la miro, y pienso que debería existir algo así como la entrevista bailada. Sólo así podríamos llegar a entrever alguno de sus secretos.
Sus ojos son transparentes. Miran de frente, se entregan. Han visto cosas que ella jamás contará. Paloma pertenece a esa clase de personas autosuficientes que no necesitan explicarse ante los demás. Por otra parte, es tímida y reservada. Sin embargo, una y otra vez, la traicionan sus ojos y sus manos, que danzan por las suyas y dicen lo que las palabras no llegan a expresar.


¿Qué vino primero, la música o la danza? Piensa. Quizá sean, para ella, dos cosas difíciles de separar. Ambas son esenciales en ese mundo propio en el que encuentra refugio y felicidad. Por eso cuando le pido que piense en su objeto más preciado, ella elige la música. ¿La música? Eso no es un objeto. No pueda asirse, suena y se va, como se va el dibujo que trazan sus manos en el aire mientras habla. Basta de romanticismos fáciles: ella habla de su iPod, un modelo nano rojo que compró en 2012 en Los Ángeles, en medio de una gira, apenas se le rompió el anterior. En la vida solitaria de una bailarina, la música puede resultar el compañero más fiel. Ha elegido su discoteca, pienso. Pero es más que eso: allí, en ese frío objeto de diseño, ella lleva el aire que respira, su propia paleta de colores, su casa, su gente.


"Mi vida empieza a los 7 años, cuando le digo a mi mamá que quiero hacer danza", cuenta. Se abren entonces años de rigor y disciplina que ella toma de modo natural y hasta disfruta. Por la mañana, la Academia del Teatro Colón; a la siesta, el colegio; por la tarde, su profesora particular, Olga Ferri. Sólo escucha música clásica. En ese iPod andariego que la acompaña a todos lados hoy caben Chopin, que aún le pone la piel de gallina, Bach y Chaikovski. "De chica era muy cerrada -dice-. Rodete tirante y Colón. Pero en el estudio era una fiera, y en el escenario también."
A los 15, entran otras músicas en su vida. Y no es para menos, pues luego de seis meses de estudio en Nueva York, ella asume solita el acto de arrojo propio de los elegidos: gana un concurso para entrar en el American Ballet Theatre, donde alcanzará la cima de la danza. En esos días, se suelta el rodete y empieza a escuchar a Sting, a Maroon 5, a John Mayer, a Santana, a Maná, a Diego Torres. Carga con bolsos enormes en las giras: además de los muchos pares de zapatillas de punta, los trajes, las coronas, las mallas de ensayo, lleva siempre un generoso surtido de casetes. Como el caracol, va con su mundo a cuestas. Del walkman pasa al discman. Reacia a la vida digital (no tiene Facebook ni Twitter), ajena a la superabundancia del streaming, hoy sigue comprando el CD, que baja artesanalmente a la compu para luego ingresarlo en ese dispositivo que cabe en la palma de su mano.


No extraña ni los escenarios ni los aplausos. Guarda, eso sí, las zapatillas de punta con las que bailó por primera vez los grandes clásicos del ballet. ¿El objeto más preciado no será entonces el par con el que bailó, por ejemplo, Giselle? "Sería muy obvio -dice-. Además, siempre sentí que esas zapatillas eran parte de mi piel." Al rato la veré salir por la puerta del café, su iPod en la mano, dispuesta a mirar la vida desde alguna canción de Drexler con la que pueda sentirse en casa.
H. M. G.

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