Era un amigo de la familia, de esos que con el tiempo pasan a ser un pariente más. Los más chicos lo adorábamos; los adultos lo invitaban a cuanta comida o asado se organizaba; y ahí llegaba él, botella de vino bajo el brazo, salidas divertidas y la palabra fácil de los que no conciben comenzar el día sin un café y el diario leído de principio a fin. Buen tipo, informado, inteligente, afable. Sin embargo, pensaba cada cosa.
Como aquella vez cuando todos se pusieron a hablar sobre el desempleo en Europa, y qué tristeza, y pobres los primos de España, con tanto joven en el paro. Entonces él lanzó la frase, su gran teoría sobre los padecimientos económicos del mundo. "El problema empezó con la Segunda Guerra Mundial -comenzó, solemne, ingenuamente orgulloso-. Como los hombres estaban en el frente, muchas mujeres entraron al mercado laboral. Pero no se fueron más, y por eso faltan puestos de trabajo. El desempleo se va a terminar cuando las mujeres regresen a casa."
No hablaba en broma. Se lo veía satisfecho, convencido de su sagacidad, seguro de estar viendo algo que al resto se le escapaba. En una familia en la que prevalecían las amas de casa, el comentario circuló, liviano, entre el tintineo de los cubitos de hielo, el aplauso para el asador, la siguiente ocurrencia de otro comensal.
Yo era chica y dudo que por esa época la palabra "machismo" integrara mi repertorio. Sólo recuerdo la sensación de repentino cortocircuito. Allí estaba esa suerte de tío postizo, imbuido de autoridad, diciendo algo que -herejía de las herejías- me sonaba a tremenda pavada. Y la consternación, la pregunta que asomaba pero no me animaba a formular: él me quería y quería a sus hijas; estaba descartado que todas íbamos a estudiar... ¿cómo encajaba eso con lo que acababa de decir? ¿Realmente creía -seguía preguntándome, algo mayor- que cuando una mujer ocupa un puesto laboral lo hace a costa de un hombre?
Pasó el tiempo y muchos de los que poblaban aquellas estruendosas mesas dejaron de estar, incluido el promotor del glorioso retorno de las mujeres a las cuatro paredes del hogar.
Lo recordé hace unos días, no tanto por su fallida teoría económica, sino por el estupor incrédulo que me había provocado. Una sensación que reencontré en mi hijo cuando me escuchó hablar de Talentos ocultos, la película que recrea la historia de tres matemáticas afroamericanas (Katherine G. Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson) que, a comienzos de los años 60 y en un país acuciado por la segregación racial, ayudaron a impulsar la carrera espacial.
"¿De verdad los negros no podían usar los mismos baños que los blancos?", me preguntaba, con cara de "no puede ser". Y yo que sí, que ocurría eso. Ni los mismos baños ni los mismos lugares en un ómnibus. "Y había muchas cosas que ellas no podían hacer, no sólo por ser negras, sino por ser mujeres." Entonces él, alumno de una escuela donde -literalmente- crecen juntos chicos de todos los colores, orígenes y composiciones familiares, hijo que no conoce otro estilo de maternidad que el de la madre que trabaja, en el colmo de la sorpresa abrió enormes los ojos y preguntó: "¿Por qué?".
"¿De verdad los negros no podían usar los mismos baños que los blancos?", me preguntaba, con cara de "no puede ser". Y yo que sí, que ocurría eso. Ni los mismos baños ni los mismos lugares en un ómnibus. "Y había muchas cosas que ellas no podían hacer, no sólo por ser negras, sino por ser mujeres." Entonces él, alumno de una escuela donde -literalmente- crecen juntos chicos de todos los colores, orígenes y composiciones familiares, hijo que no conoce otro estilo de maternidad que el de la madre que trabaja, en el colmo de la sorpresa abrió enormes los ojos y preguntó: "¿Por qué?".
Houston, por dónde empiezo. Cobarde de mí, preferí contarle un pasaje de la película, cuando a Katherine le niegan el acceso a una reunión diciéndole que "no es protocolo que una mujer asista" a determinados espacios de poder, y ella responde: "No es protocolo que un hombre dé vueltas alrededor de la Tierra". Mi hijo rio, encantado por la réplica, y no preguntó más. Quizá ni hiciera falta.
"Hagan una matemática que no existe", les pedía la NASA a quienes tenían que calcular lo que nunca nadie había calculado, para llegar donde nadie había pisado. Se me ocurre que en eso andamos las mujeres: avanzando hacia un mundo que aún no existe, pero cuyas formas ya se intuyen. Y que -necesariamente- nos implica a todos.
D. F. I.
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