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El coleccionista. La historia del inmigrante que formó acervos de arte, libros y uno único sobre Borges
Narciso de Mataderos (1984), de Pablo Suárez, obra adquirida por Helft y cedida al Malba para la muestra Narciso plebeyo Gentileza Malba
Se publica en España la fascinante historia de Jorge Helft
Celina Chatruc
Primero fueron las estampillas. Comenzó a recopilarlas a los seis años, ya convertido en un inmigrante que se había visto forzado por la guerra a dejar su hogar y cruzar el océano. Siguieron los autógrafos, desde los doce; después, los discos y programas de óperas y conciertos musicales. Así que cuando en la década de 1950 se despertó su interés por invertir en arte y en libros, Jorge Helft era un veinteañero ya encaminado a convertirse en un coleccionista experto, referente en la Argentina de la gestión cultural durante décadas, que llegaría a reunir uno de los acervos más importantes del mundo sobre la vida y obra de Jorge Luis Borges.
Hijo y nieto de anticuarios, Helft se encontraba de vacaciones de verano en Deauville en 1939, cuando la familia inició una odisea para huir de la ocupación nazi. Con apoyo del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), que les facilitó la visa, en 1940 lograron embarcarse a Estados Unidos. Siete años más tarde volvieron a mudarse, esta vez a Buenos Aires, donde los esperaba un pariente recién llegado de Europa.
La casa familiar porteña, un petit hotel de la calle Guido al 1600, se convirtió entonces en centro de reunión de la elite local. Era frecuentada, según cuenta ahora desde su hogar en la costa francesa, por grandes coleccionistas como los Blaquier y los Santamarina. Una vez que sus padres regresaron a París, Jorge llegaría a destacarse por su labor en las fundaciones San Telmo, Antorchas y Teatro Colón, además de representar al país en la comisión directiva del Consejo Internacional de Museos (ICOM) y curar dos envíos argentinos a la Bienal de San Pablo a mediados de la década de 1990.
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Jubilado de la empresa textil Vesuvio desde los 48 años, invirtió en arte la herencia que recibió de su madre. Llegó a reunir cientos de obras de artistas consagrados como Christo, Niki de Saint Phalle, Claes Oldenburg, Robert Rauschenberg, Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Louise Bourgeois, Joseph Beuys, Lucio Fontana, Michelangelo Pistoletto, Eugenio Dittborn, Cildo Meireles, Waltércio Caldas, Tunga, Luis Camnitzer, Liliana Porter, Antonio Berni, Xul Solar, Jorge de la Vega, Luis Felipe Noé, Grete Stern y Víctor Grippo, sólo por citar algunos.
Su curiosidad y sus ganas de aprender se habían manifestado desde muy temprano. Tenía diecinueve años cuando se acercó al Palazzo Venier dei Leoni, en Venecia. Allí vivía Peggy Guggenheim, una de las mecenas más importantes del siglo XX. Creyó que era una empleada rumbo al mercado la señora que salía con una bolsa en mano, y le preguntó por la dueña de casa. Ella, a su vez, quiso saber por qué le interesaba.
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“Le conté que era un interesado en arte, que mi tío Paul Rosenberg había sido galerista y mis padres eran amigos de Picasso, Braque, Matisse y, por lo tanto, sabía que en esa casa se guardaban algunas de las más grandes maravillas del arte contemporáneo”, relata Helft en el libro Recuerdos de un coleccionista de arte, basado en entrevistas con Magalí Saleme, que acaba de ser publicado por la editorial española Senda florida.
Para su sorpresa, la mujer respondió: “Yo soy Peggy Guggenheim. En este momento debo salir, pero podés entrar y mirar las esculturas que hay en el jardín y vas a encontrar la puerta de la casa abierta. Cuando entres, verás a tu izquierda el living y el comedor, no te pierdas las obras del pasillo, luego pasá a mi dormitorio y no dejes de ver mi cama, que la hizo Calder”. También le pidió que, cuando terminara su visita, le diera un golpe fuerte a la puerta principal para que se cerrara bien.
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Entre las obras que encontró en su recorrido se contaba El ángel de la ciudad (1948), escultura del artista italiano Marino Marini que representa a un hombre montado a caballo con los brazos abiertos, desnudo y con el pene erecto. “Una obra muy chocante en su época –observa Helft–. Peggy la colocó en la terraza, mirando al Gran Canal. Son cosas que yo creo que importan, dejar las piezas donde el coleccionista concibió que estuvieran”.
Esa forma desprejuiciada de mirar la heredó de su padre, Jacques, especialista en platería francesa del siglo XVIII, quien sabía apreciar también el arte moderno y contemporáneo. “Cuando en 1922 se mudó a la casa que ocupó hasta la guerra, le compró a su amigo Braque varias naturalezas muertas para el comedor”, recuerda en el libro, donde afirma que también estaban muy bien representados en su casa otros grandes artistas de la época como Matisse, Renoir, Cézanne, Léger y Picasso. Este último fue representado hasta que comenzó la guerra por su tío Paul, con quien Jacques llegó a tener una galería de arte contemporáneo en Londres; Jorge solo vio al artista malagueño un par de veces en su casa “cuando ya era bastante viejo”.
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“Cuando vivíamos en Nueva York –agrega en referencia a su padre–, todos los domingos por la mañana nos llevaba a mi hermano menor y a mí a visitar el Metropolitan o el MoMA. Cuando llegábamos a la entrada de una sala nos decía que eligiéramos dos cuadros viéndolos de lejos. Luego nos acercábamos y mirábamos uno de los elegidos no menos de cinco minutos, que para un chico es una eternidad. Pasado ese tiempo nos decía: ‘Bueno, ahora hablemos de arte, ¿qué es lo que ven?’”
La pregunta parecía simple, pero distaba de serlo. “Cuando empezábamos a enumerar ‘la playa, los bañistas...’ nos frenaba para decirnos que el tema era lo último a abordar –recuerda–, que se comenzaba con aspectos más fundamentales del arte como armonía, color, construcción, perspectiva, y que una vez que todo eso estuviera mencionado, pensado y discutido, con errores y aciertos, hablaríamos del tema. El tema, nos explicaba, en la mayoría de los casos había sido impuesto por el comprador”.
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Una vez que habían evaluado los aspectos compositivos, la calidad pictórica y el tema, su padre quería saber si la pintura los había conmovido y si les parecía o no arte. Una pregunta aún más difícil de contestar, y que no se relacionaba según él con la popularidad del autor ni con sus valores de mercado. “Uno de cada cien cuadros que están colgados en un museo puede o no ser arte para mí”, opina Helft en su libro, unas ocho décadas más tarde. Y agrega que “el auténtico artista tiene la ‘magia’ de transformar una imagen en algo casi sagrado”.
¿Cómo es posible distinguir eso? Tal vez siguiendo las enseñanzas de uno de sus artistas preferidos: Marcel Duchamp. Este pionero del arte conceptual, recuerda, “en 1912 se atrevió a tirar todas las voluminosas teorías anteriores por la ventana y dijo que para que algo sea arte debe producir al espectador un ‘eco estético’. Con lo cual admitía que es el espectador el que determina si es arte o no –explica en el libro–. También decía que el ‘eco estético’ es parecido al sentimiento, a la vibración, a la emoción que sentimos al conocer a otro ser con quien tenemos ciertas afinidades. Lo medular es si la obra te dice algo o no”.
Su pasión por el legado del artista francés no sólo llevó a Helft a adquirir varias de sus obras, a conocer a su familia y amigos y a dar charlas sobre el tema en varios idiomas, sino también a codirigir un ambicioso proyecto: la primera muestra individual de Duchamp en América Latina, con la cual Fundación Proa inauguró en 2008 su nueva sede ampliada en La Boca. En el mismo espacio se exhibió en 2022 una retrospectiva dedicada a Christo y Jeanne-Claude –a quienes conoció y apoyó con compras–, también impulsada por él. Apenas dos de las 160 exposiciones que ideó y coordinó en ocho países, incluida la primera dedicada a Picasso en Uruguay.
Una vez más vuelve al ejemplo del maestro malagueño para opinar que, igual que el Guernica, “el arte jamás nació para ser lindo”. “¡Qué lindo!”, era un comentario habitual entre los visitantes de la Fundación San Telmo, creada por él, donde organizó casi un centenar de muestras entre 1980 y 1993. “Venían profesores de arte, público sofisticado de Barrio Norte y gente que pasaba por la calle y entraba porque era gratis –recuerda en el libro–. Sentía la obligación de mostrarles algo que pudiera llevarse con impacto a casa”.
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Quienes sin duda se iban impactados eran los que visitaban su propio hogar, donde se podía ver la colección que formó junto a Marion Eppinger. Entre 1968 y 1985 vivieron en un piso de 450 m2 sobre la Avenida del Libertador, donde colgaban un enorme cuadro de Ary Brizzi sobre el piano, un móvil de Julio Le Parc y dos paneles de Clorindo Testa, gran amigo de Helft. “En el living estaba Telaraña (1974) de Distéfano -señala Helft–. Una vez vino alguien a comer a casa y me dijo que no podía comer al lado de esa obra, que no iba a regresar si no la sacábamos de allí. La obra se quedó”.
En 1985 se mudaron a una casa sobre la calle Defensa, en San Telmo, donde el crítico y curador Samuel Paz se encargó de instalar las obras y diseñar la biblioteca. En el living se ubicó El manto final, de Pablo Suárez: una silueta cubierta por moscas. También una pintura de Albert Gleizes, que actualmente está en el Museo Reina Sofía de Madrid; otras dos de Guillermo Kuitca se distribuyeron en el comedor y en el dormitorio, que compartía con varias de Xul Solar. Había además esculturas de José Fioravanti, Líbero Badíi y Enio Iommi, entre muchas otras de gran valor.
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La calle Defensa fue cortada por patrulleros cuando llegó hasta allí David Rockefeller, importante coleccionista de arte moderno e hijo de una de las fundadoras del MoMA, durante el gobierno de Carlos Menem. “Le gustó mucho lo que vio, se interesó particularmente por el arte argentino –asegura Helft–. Al final de la visita me agradeció y me dijo que mi obligación la próxima vez que estuviera en Nueva York era ir a tomar una copa a su casa. Lo hice y así pude conocer parte de su colección”.
Cuando la casa de San Telmo quedó chica para alojar tantas obras, la pareja abrió “Enfrente”, espacio inaugurado en 1991. Para entonces, sin embargo, las inversiones en arte ya competían con el interés por todo lo relacionado con Borges. Su interés por el legado del escritor comenzó cuando se enteró sobre su muerte y se preguntó a dónde iría a parar toda esa “herencia intelectual”.
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Lo había conocido al pedirle que diera en la Fundación San Telmo una conferencia sobre su amistad con Xul Solar. “Cuando le pregunté por sus honorarios, me contestó: ‘Usted ha hecho una fundación nueva. Es pobre, sin duda. Es una fundación cultural. Más pobre todavía. Piénselo hasta el lunes. Le propongo cero pesos’”.
Ese acervo se inició en 1986, cuando compró un importante lote al librero uruguayo Washington Pereyra. “Resultó ser una de las pasiones de mi vida –confiesa Con total sorpresa para mí, me resultó mucho mas fácil de lo que me temía. Me ofrecieron increíbles lotes a precios que me parecían bajos. No solo un lote con 147 items (algunos muy importantes como el manuscrito del texto sobre Kafka, el álbum de fotos de la familia, etcétera), toda la colección de Antonio Carrizo (la más grande del mundo en ese momento) y otras piezas increíbles de los más diversos orígenes. Siete años mas tarde comenzó a ayudarme mi hijo mayor, Nicolás, y pudo hacer un trabajo de catalogado y archivo sobresaliente. También siguió comprando y enriqueció mucho la buena base que le había confiado”.
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Una década después de iniciar esta colección, y tras cuatro de estar junto a Marion, llegó el divorcio. Otra vez, como cuando llegó la guerra, tuvo que dejar su hogar. Lo más traumático, según él, fue separarse de su biblioteca. Pero no sólo volvió a casarse –esta vez, con la soprano francesa Sylvie Robert– sino también a invertir en arte: su nueva colección incluye, entre muchas otras obras 75 de Paul Klee, más de doscientos grabados de Goya y otros de grandes artistas como Alberto Durero, James Ensor, Odilon Redon, William Blake y Honoré Daumier.
“Me pregunté qué sentido tenía comprar otro gran De La Vega del ‘63 o un Heredia más, cuando yo había tenido las mejores obras de esos artistas –explica en el libro–. Era una colección que ya había sido armada y no quería competir con mi propio pasado. Pensé en qué era lo que me apasionaba, lo cual siempre fue mi único motivo real para una compra”. Siguiendo las enseñanzas de su padre, opina: “El arte nació y existe para emocionarnos, para conmovernos. Para lograrlo se debe apelar a nuestro corazón, a nuestra sensibilidad y a nuestro cerebro”.
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