jueves, 10 de mayo de 2018

PARA PENSARLO

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En el siglo V, antes de Cristo, Sófocles, Esquilo y Eurípides fundaron en Grecia la tragedia teatral, el más poderoso y trascendente de los géneros que ha dado este arte, acaso porque sus mecanismos se ratifican una y otra vez en la vida real. Algo conocían estos creadores acerca de las pasiones y emociones humanas. Así, el primero de ellos dijo: "Para quien vive con miedo todos son ruidos sospechosos". Una advertencia que suena muy vigente en tiempos como los actuales, cuando la paranoia se disemina con facilidad.
Una paradoja marca a la época. Un extraordinario avance tecnológico y científico corre aparejado con temores que se multiplican y amplifican, de tal modo que, más que la sociedad del conocimiento podría llamarse sociedad del miedo. Miedo a enfermedades que parecen renovarse con la misma prodigalidad que los tratamientos que prometen combatirlas. Miedo a componentes de alimentos que parecen más amenazantes que nutrientes. Miedo a los aviones, a caminar por las calles en horarios y lugares más amplios a pesar de que miles de cámaras nos vigilan (¿o nos espían?), miedo a los que no pertenecen al barrio, a la familia, a la etnia, a la religión, al país. Miedo a lo desconocido, que más aumenta cuanto más conocemos, y a los desconocidos, que en un mundo cuya población crece son cada vez más. Curioso efecto contradictorio de la globalización, que parece encerrarnos (en pantallas, redes sociales, buscadores, edificios vigilados, coches blindados) en lugar de abrirnos al mundo real y a sus espacios verdaderos, no virtuales.
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Se nos venden seguros sofisticados o absurdos. Seguros contra todo, como si fuera posible vivir con riesgo cero. La tecnología y la ciencia nos prometen seguridades que no pueden brindarnos, porque el imponderable, lo inesperado, lo azaroso son inherentes a la vida y le otorgan valor. La inmortalidad o la seguridad absoluta anularían nuestra imaginación, nuestra creatividad, nuestra esperanza, nos llevarían a una vida sin propósitos y sin sentido.
Hay dos formas de miedo, señalan los médicos españoles Juan Gervás y Mercedes Pérez-Fernández en su libro La expropiación de la salud, poderoso y sólido alegato contra la industria de la enfermedad. Una es el miedo natural y otra el miedo cultural. La primera es ancestral y se relaciona con los peligros directos contra la vida: animales salvajes, eventos de la Naturaleza, armas, serpientes, rayos, etcétera. Miedo cuya función es preservarnos. Existirá siempre, anularlo es como anular el sistema inmunológico. Tiene una función evolutiva, dicen Gervás y Pérez-Fernández, acompaña el peligro y lo evita, y es común a todos los seres humanos.
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El miedo cultural, en cambio, es un miedo aprendido, que se incorpora a partir de las creencias, los mitos, los prejuicios de una familia o una comunidad. Varía según el contexto histórico y múltiples factores. Es el miedo que, multiplicado en innumerables versiones, se convirtió en signo de los tiempos. Mientras el miedo natural nos instrumenta, el cultural paraliza. O peor, anula la capacidad de pensar, de reflexionar, de comparar. Acaso el miedo al extranjero, al refugiado, al que se aparta de lo conocido, al diferente en todas sus expresiones, al que no piensa igual sean las formulaciones más disfuncionales de este miedo, que llevan a escuchar ruidos sospechosos en cualquier sonido. Paranoia significa, etimológicamente, estar afuera de la propia mente. Perder los recursos que nos permiten diferenciar lo real de lo imaginario, lo cierto de delirante. Acaso sea tiempo de no tener miedo a los miedos, para poder atender a los que nos protegen de verdad y rechazar los que nos aíslan y enfrentan.

S. S.

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