domingo, 6 de mayo de 2018

AUTOR Y LECTURAS RECOMENDADAS


Hay libros que te atrapan como una pesadilla hipnótica, de esas que te llevan gentilmente al otro lado, a la zona de las oscuridades no dichas, de las preguntas que temen ser esbozadas. Algo de esto tiene
El juego de la mancha, una novela que es ciencia ficción, pero no; que indaga en la sociedad del fin del trabajo, aunque no solo eso; que da forma a una Buenos Aires espectral y a la vez extrañamente cercana. Como si, dispersas en ese relato, latieran las huellas de un silencioso escalofrío colectivo.
Su autor, el economista Eduardo Levy Yeyati, no es precisamente de los que cultivan el pesimismo. Sí la inquietud multifacética: decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella, tiene varios ensayos y novelas en su haber, condujo programas radiales y televisivos y, entre otras actividades, fue director coordinador del Programa Argentina 2030 de la Jefatura de Gabinete de la Presidencia de la Nación. Pero en El juego de la mancha el economista proactivo le cede el lugar a un narrador que, con cierto guiño a los universos sombríos de Philip K. Dick o William Burroughs, construye un mundo adelantado apenas unos minutos al nuestro; un futuro de aquí nomás, en una ciudad como la nuestra, pero definitivamente arrasada. Y lo que la arrasa -al menos, en un primer dato- es la consagración de un modelo social en el que el empleo es una rara joya a la que acceden unos pocos afortunados. 

La Buenos Aires de El juego de la mancha es una ciudad más bien moribunda, de la que casi todos han huido. De día, pululan por sus calles las huestes de desocupados. Población sobrante: seres a los que nadie necesita, a quienes se les concedió la gracia de una módica pensión universal y que se dedican a vegetar, hora tras hora, café tras café, en los bares que aún subsisten. De noche, cuando unos y otros -empleados y desempleados- regresan a los barrios de la periferia (unos, eyectados por la velocidad de flamantes autopistas; otros, soportando el traqueteo del transporte público), la ciudad se hunde en el vacío y la anomia.
En ese mundo habitan Manu, Mario, Laura y Verónica, que alguna vez fueron amigos -y compartieron aulas universitarias, militancia, asados y romances-, aunque ya no. De los cuatro, Manu es el caído: a él le tocó, en ese futuro apenas cinco minutos adelantado a nuestro presente, sentarse cada día en un bar, pedir un café, dejar que las horas pasen y con ellas el rastro de cada una de las cosas que daban sentido a su vida.
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La de Manu, desde luego, es una existencia arrasada. Pero -y esta es la sorpresa que nos depara la novela- no menos devastada que la de sus amigos, los que quedaron del lado de los ganadores.
Entonces es cuando las fantasmagorías de la ciencia ficción se encuentran con la densa sustancia de las oscuridades locales. Y habrá una indagación, levemente detectivesca. Un rompecabezas cuyas piezas, poco a poco, irán encajando. Mientras, en el escenario de un futuro que parece haberse llevado puestos a todos, asoma el naufragio íntimo a duras penas encauzado, la clase social -esa vieja idea de los siglos que entronizaron el trabajo- devenida en sentencia y abismo; la sospecha -porque esto ocurre en la Argentina, y la Argentina tiene su historial al respecto- de que se producen demasiadas muertes en la ciudad, y circulan demasiadas listas, y los muertos están demasiado conectados, unos con otros.
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Sobrevuela una asfixia en los personajes de El juego de la mancha que alude, como diría Mark Fisher, a cierta "cancelación del futuro". Cada uno de ellos soñó con un porvenir que llegó para obturarlo todo. Hay que internarse en el clima del libro, dejarse llevar por su fluidez a veces onírica, por momentos policial, de repente polifónica: allí se verá si el lazo con el otro, ese recurso básicamente dinamitado en la Buenos Aires distópica de la novela, tiene la opción de intentar resurgir.

D. F. I.

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