jueves, 17 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ...


Es una historia pequeña, pero siempre conviene sospechar de las historias pequeñas. Se llama Lourdes, vive en Río Segundo, Córdoba, y padece retinoblastoma, un mal que quince intervenciones quirúrgicas no pudieron extirpar. Lourdes ha ido perdiendo lentamente la vista, pero las cosas se han precipitado de tal modo y son tan inciertos los resultados que puede arrojar la próxima operación que su madre quiso hacerle un regalo que no habrá de olvidar por el resto de su vida: celebrarle la fiesta de los 15 años, aunque su hija cumple ahora los 14, con tal de que la muchacha pueda ver esa noche irrepetible y durante tantos días por ella soñada antes de que pierda la vista. Hubo risas y hubo gritos y hubo llantos en los rostros felices y compungidos, y en medio de ese alborozo le dijeron que pidiese un regalo, otro más, algo que quisiese atesorar para siempre en su memoria hasta el fin de sus días: Lourdes quiso conocer el mar. Quiso verlo, y desde ahora cada vez que escuche el murmullo de las olas mientras sienta la arena caliente bajo los pies, cada vez que huela el salitre y sienta la caricia del agua en los pies descalzos cuando camine por la costa, volverá a ver el mar que ya lleva para siempre en su memoria.
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En La isla de los ciegos al color, un libro extraordinario, Oliver Sacks cavila que las personas que son ciegas al color acaso viven en un mundo con menos vibraciones y densidad, menos hiriente a la vista y acaso por eso mismo más amable. Tal vez, escribe, desarrollan una mayor percepción del tono visual mediante las texturas, el movimiento y la profundidad, y es posible que su mundo sea aún más intenso que el nuestro, diariamente atiborrado de estímulos visuales superfluos que suelen distraernos de la verdadera esencia de las cosas.
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Confiado en que las narraciones breves de H. G. Wells suelen servir como metáforas de sus investigaciones en el campo de la neurología, Sacks refiere en ese mismo volumen El país de los ciegos. En esa historia fantástica, Wells cuenta la historia de un viajero que se extravía en un valle próximo al volcán Catopaxi, en las tierras inhóspitas de los Andes ecuatoriales, donde una erupción sumió ciudades en las tinieblas, provocó derrumbes y deshielos demenciales e inundó los ríos de peces muertos, hasta que el desmoronamiento del Arauca dejó al valle aislado del mundo. Cuando el caminante llega a la aldea, tras doce días de andar extenuante, descubre que en ese pueblo el mundo había ido difuminándose durante catorce generaciones hasta convertirse en una noche cerrada: sus habitantes son ciegos, y para ellos la vista del viajero es la consecuencia de alguna clase de enfermedad que le provoca alucinaciones. Durante días y noches enteras el explorador intenta convencerlos de que allí afuera hay un mundo de maravillas que merece ser visto (montañas y glaciares imponentes, ríos de luces iridiscentes, la conmovedora bóveda celeste con sus nubes y sus estrellas, y aun los rostros de ellos mismos, esa vasta y hermosa geografía que ignoran), pero no lo consigue. Cierta vez, tras sentirse deslumbrado por la belleza fulgurante de una muchacha y pedir su mano, los ancianos de la aldea deciden que el matrimonio podrá realizarse solo con la condición de que el amante se disponga a que le extirpen los ojos. El viajero huye. El amor es ciego, pero no tanto.
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Sacks cuenta en ese libro una historia que conmueve. Hace muchos años visitó Micronesia, en su condición de neuroantropólogo, en el afán de observar cómo respondían los individuos en Pingelap (un atolón en el Pacífico) a condiciones endémicas como la ceguera al color. En medio de esa búsqueda conoció a una mujer ciega al color que tejía alfombras estampadas. Había aprendido el oficio de su madre y trabajaba en una choza en penumbras. Sacks demoró en habituarse a la oscuridad, pero después de unos minutos logró percibir los bellísimos juegos de luces del tejido. Mientras terminaba su trabajo, la mujer le contó que una de sus hermanas, que también padecía acromatopsia, había tejido una chaqueta de dieciséis colores que reproducía imágenes de historias tradicionales noruegas, utilizando marrones y púrpuras que no producían contrastes cromáticos, de modo que eran casi invisibles para un ojo normal. Cuando le tejedora concluyó su faena, salieron juntos a la luz del sol: las figuras de la alfombra habían desaparecido. Sacks no pudo ver el precioso dibujo que con tanto esmero y paciencia había sido hecho en la penumbra. Pero lo llevó para siempre en su memoria. Como Lourdes, que llevará consigo para siempre el recuerdo del mar.

V. H. G.

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