Sobre llovido mojado. En medio de la escalada del dólar provocada por la combinación de factores externos y mala praxis interna, el proyecto de ley de "razonabilidad en las tarifas de servicios públicos" que todos los bloques opositores buscan aprobar esta semana en la Cámara de Diputados, agrega un ingrediente que significa jugar con fuego porque pondría en riesgo el corazón de la estrategia fiscal y económica del Gobierno.
A tal punto, que la Casa Rosada decidió blindarse anticipadamente para evitar males mayores. Primero, con la advertencia del veto presidencial si la ley fuera sancionada. Luego, con la tardía negociación con varios gobernadores peronistas para tratar de evitar que se llegue a esa instancia en el Senado. Y, finalmente, con el anuncio de acelerar la meta de reducción del déficit fiscal primario para este año (de 3,2 a 2,7% del PBI) que, implícitamente, equivale a ratificar que no habrá cambios en el sendero de reducción de subsidios a través de ajustes reales en las tarifas.
La iniciativa de la oposición prevé anular y retrotraer a noviembre de 2017 los aumentos en electricidad, gas natural, agua y cloacas, trasporte de pasajeros y peajes en rutas nacionales y aplicar hasta 2019 dos formas diferentes de actualización: el coeficiente de variación salarial (CVS) para los consumos residenciales y el índice de precios mayoristas (IPM) para Pymes y cooperativas de trabajo. En la práctica, este cambio implicaría refacturar los ajustes aplicados entre diciembre y abril y generar un crédito a favor de los usuarios. Pero, fundamentalmente, interrumpir la política de recomposición de los precios relativos de los servicios a través de ajustes por encima de la inflación, para recuperar en términos reales el fenomenal atraso de las tarifas acumulado en la era kirchnerista. Con este doble mecanismo indexatorio quedaría anulado el recorte de subsidios previsto para este año, que constituye una de las principales vías para bajar el gasto público y el déficit primario (sin intereses de la deuda).
Además, propone reducir a la mitad (10,5%) la alícuota del IVA sobre las facturas durante 12 meses y ampliar el universo de beneficiarios de la tarifa social, con una bonificación de 80% y exención del IVA.
Pese a su título, el proyecto opositor supone un remedio peor que la enfermedad, ya que se desentiende totalmente del costo fiscal. Tanto el Instituto de Análisis Fiscal (Iaraf), que dirige Nadin Argañaraz como el Estudio Broda, coinciden en que equivaldría al 0,7% del PBI de este año por mayores gastos en subsidios, más 0,2% por la reducción del IVA, dividido entre la Nación y las provincias. O sea, un total de 0,9% (alrededor de $100.000 millones), cercano a la reducción del déficit primario nacional para este año, antes del recorte extra anunciado el viernes por el ministro Nicolás Dujovne.
De ahí que el oficialismo acuse a la oposición de hacer demagogia con las tarifas, ya que un mayor déficit debería ser financiado con más deuda, cuyo costo recaería sobre todos los sectores sociales. Y la oposición acuse al Gobierno de insensibilidad ante el malestar provocado por los últimos aumentos que se refleja en las encuestas, aunque el proyecto apunta a endosarle este costo político y el de un veto presidencial si se convirtiera en ley.
De todos modos la sola presentación de esta iniciativa, que reunificó -aunque más no sea transitoriamente- a las dispersas vertientes del peronismo, se sumó al largo listado de factores internos que alimentaron la escalada del dólar. La lectura de los mercados fue que podría comprometer la gobernabilidad y los proyectos de inversión en marcha en el sector energético, al engrosar el prontuario argentino de cambios de reglas. A esto se agrega que el debate tarifario relegó el tratamiento de la reforma del mercado de capitales, frenada hace un año en el Congreso. Desde el flanco empresarial, el Foro de Convergencia (que nuclea a entidades como AEA, IDEA y ABA) pidió a los partidos de la oposición que trabajen en conjunto con el Gobierno para encontrar soluciones a la situación crítica del mercado energético, pero sin apelar a recursos demagógicos que harían retrotraer el camino iniciado.
Por su lado, los economistas Lisandro Barry y Raúl Palacio recordaron en un informe que en 2014 y por sugerencia de Sergio Massa, el grupo integrado por los 8 exsecretarios de Energía de gobiernos democráticos elaboró un documento con consensos políticos para salir de la crisis energética, firmado por los principales candidatos presidenciales, con excepción de Daniel Scioli, antes de las elecciones de 2015. En su punto XII, establece que "los precios y tarifas deberán retribuir los costos totales de los bienes y servicios, asociados a estándares de calidad y confiabilidad preestablecidos. Se reducirán los subsidios presupuestarios a la energía no justificados socialmente, con la meta de tener precios mayoristas únicos en los mercados de gas y de electricidad y con el objetivo de finalizar el período de transición definido con un set de precios y tarifas que reflejen costos económicos. Para aquellos usuarios vulnerables según indicadores socioeconómicos, se establecerá una política de subsidios focalizados (tarifa social)". Los autores concluyen en que llama la atención que el arco opositor ignore ahora esos acuerdos y "proponga irresponsablemente soluciones demagógicas, técnicamente simplistas y fiscalmente inviables" y que el Gobierno no muestre que el camino seguido se basa en esos consensos.
Esto no significa que las coincidencias se extiendan a cómo aplicar esas políticas. Si bien días atrás fue noticia la inesperada presencia del ministro Juan José Aranguren en un foro organizado por el Instituto General Mosconi -el think tank energético del radicalismo-, el enfoque planteado por uno de los expositores aportó datos más sorprendentes.
Fernando Navajas, economista jefe de FIEL, no sólo explicó allí que el atraso tarifario de 2001/2015 fue el mayor y más extenso en 70 años (con una caída real de 73%); derivó al final de la era K en subsidios a la energía equivalentes a US$ 18.200 millones (3% del PBI) y que en los dos años posteriores de recuperación de tarifas (2016 y 2017) fueron reducidos a U$S 9600 millones (1,7% del PBI), con más intensidad en electricidad (US$ 5300 millones) que en gas natural (U$S 2700 millones y una deuda de 1600 millones por el Plan Gas).
El dato más impactante fue que ese recorte de subsidios ("similar a un ajuste fiscal por suba de impuestos que a un ahorro de gasto público", dijo), agrega además una transferencia de recursos desde los consumidores a la cadena de valor energética que estimó en nada menos que US$16.500 millones (5% del PBI). Según el economista, esta cifra surge de considerar los cambios producidos desde fin de 2015 en los precios internacionales del petróleo y gas; el tipo de cambio real; la actualización progresiva de los precios mayoristas en dólares (gas, potencia eléctrica agregada) que percibe la oferta; los márgenes de transporte, distribución y suba de cargos fijos incluidos en las revisiones tarifarias integrales y los impuestos "olvidados" que fueron sumándose durante los años de atraso tarifario y ahora impactan en las facturas.
Navajas sostuvo que la mitad de esas transferencias desde la demanda recae sobre las familias y explica el malestar por la suba de tarifas, que a fin de diciembre ya cubrían las tres cuartas partes de los costos (75% en gas y 72/73% en electricidad) frente al exiguo 20% de dos años antes. Y que ir demasiado rápido con el gradualismo puede no ser sostenible. De ahí que abogó por equilibrios múltiples, una coordinación macroeconómica más explícita y definir institucionalmente qué reglas se aplicarán para la formación de precios mayoristas de la energía y las tarifas, ya que la indexación para la próxima etapa no contribuye a mejoras de eficiencia para reducir costos, altos cargos fijos y simplificar la estructura tarifaria. Y que el gobierno debe avanzar en la reconstrucción de los mercados mayoristas de electricidad y gas que fomenten a futuro una mayor competencia para bajar costos, en reemplazo de la fijación directa de precios.
N. S.
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