lunes, 29 de febrero de 2016

CONFESÓ QUE HABÍA VIVIDO....PABLO NERUDA





Son los ojos de una mujer enamorada. Es el destello en las pupilas del parpadeo de las luciérnagas y el fulgor del relámpago que trae lluvias demenciales, y en los oídos el graznido de las gaviotas y el murmullo de las caracolas y el mar. Es en los labios la humedad perlada de la espuma y el ardor malicioso de la sal marina. Es la voz de una mujer enamorada -un temblor debajo de la risa- la que este mediodía evoca en casa a Pablo Neruda. Ha regresado de Chile con los versos más tristes entrelazados en la boca, y nos ha devuelto a sus amigos, sentados a la mesa en la hora del almuerzo, a los amores furibundos de la juventud primera y a los desamores torrenciales que irremediablemente les seguían. A hurtadillas en las horas de clase, inclinados sobre el pupitre y ahuecando la mano sobre el papel con tal de escabullirnos de la mirada severa de los maestros, escribíamos cartas de amores desesperados que, convenientemente doblada la correspondencia, dejábamos discretamente en el escritorio de la muchacha que nos arrobaba.

 Puedo escribir los versos más tristes esta noche... Amores fugaces como un rayo, una punzada en el corazón, la letra tiritando bajo la tenue luz de una lámpara en el dormitorio en penumbras, cerca de la medianoche. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.


Ha estado en las casas de Pablo, ha recorrido las tres casas de Pablo que tanto se parecen, exuberantes y oceánicas, embriagadas de naturaleza; apenas ingresar en ellas se percibe el sonido de los pájaros y de los insectos, los olores de los bosques y de la selva, la danza de las medusas y el movimiento de los peces y otros animales marinos en el mar embravecido, porque en cada habitación está la memoria de Neruda, la celebración de la vida y la ensoñación que sigue provocando su poesía.
En La Chascona, en Santiago, se le humedecen los ojos cuando imagina el lamento de quienes se han acercado allí para despedirlo una noche en medio de las ruinas y el barro, ateridos de frío bajo la lluvia, porque Matilde quiso que todo quedase tal como lo dejaron los militares tras arrasarla.



Cuando ingresa en la casa de Isla Negra, frente al mar, donde Pablo pasó sus últimos días, la llena de asombro el escritorio en que Neruda escribió sus últimas obras: es una puerta que ha sido parte de un barco. Dicen que, acostumbrado a observar el mar durante horas con su catalejo, cierta mañana descubrió a lo lejos un madero, el resto de un navío, que llamó su atención. Durante días aguardó junto a su esposa a que la marea lo acercase a la costa, y cuando esto sucedió fue Matilde quien se internó en el mar para buscarlo.



Está ahora en el dormitorio, una mujer enamorada en el cuarto del hombre al que amó toda su vida y al que ama todavía, tiritando de emoción y sin palabras. Es un cuarto no muy grande, el sol ingresa a raudales. A un costado, un mueble exhibe los trajes que vistió Pablo y los atuendos de su mujer. Cuando mira la cama, se le anuda sin remedio la garganta. La rodea con pasos breves hasta que alcanza el costado que da al mar. Con una mano sobre la blanquísima colcha tejida, se acuclilla y apoya la mejilla sobre la almohada, el rostro mirando hacia el océano. Quería ver con mis propios ojos qué era lo que veía Pablo todas las mañanas al levantarse -dice con voz queda, todavía envuelta en esa ensoñación.
Ha transcurrido el almuerzo sin que hablásemos de otros temas, sin que nadie pudiese contar los detalles de su viajes de vacaciones, porque todos hemos quedado un poco secretamente conmovidos por el recuerdo de Neruda pese a la abundancia de bromas y a las intervenciones ruidosas con que interrumpimos el relato.


Nos despedimos entre risas. A ella le espera un largo viaje rumbo al sur de la ciudad. Está en compañía de su marido, claro, con quien desde luego recorrió las tres casas de Neruda mientras él registraba ese momento tomando fotografías. Hasta donde sabemos no es un hombre muy dado a los sentimentalismos, pero en una pausa del camino la miró a los ojos y le dijo lo que ella siempre había soñado escuchar de sus labios: "Yo te quiero más de lo que Neruda quiso a Matilde".

V. H. G. 

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