viernes, 26 de mayo de 2017

HISTORIAS DE VIDA


Ya había sufrido ese estilo de gestión durante el servicio militar. Ahora, a los 21 años, observando a los nueve novatos que integraban mi grupo de tiradores, llegué a la conclusión de que, en el campo de batalla, la intimidación y los castigos físicos no iban a servirme de nada. No sólo tendría que instruir a esos chiquilines en el arte de la guerra, del que sabía poco y nada, sino que además era urgente inspirarles un espíritu de fraternidad.
En nuestro primer día de trabajo les pedí que se presentaran. Hubo miradas de asombro. Lo usual era que el soldado rugiera su nombre, bien a lo macho, y nada más. Lo usual era que sintiera miedo de su jefe.
"Los escucho", insistí, y fueron contando sus historias. Es raro. He olvidado sus nombres y sus rostros, pero algunos diálogos se me grabaron para siempre. El último en hablar parecía reacio. Dubitativo. Por fin, confesó, con vergüenza:
-Mi cabo, yo, en la vida civil, soy chorro.
Sonriendo, le respondí:
-Eso nos va a resultar muy útil.
Me miró perplejo. Como no habían hecho todavía el servicio militar (les tocaba ahora, con la guerra), ignoraban que antes de los francos siempre desaparecían jarritos, borceguíes, chaquetillas, caramañolas y otros objetos cuyo inventario debía estar completo para que el soldado saliera del cuartel. En las siguientes semanas pasó, así, de ladrón a héroe.
Como era de prever, pronto empezaron los roces. Durante un ejercicio, uno de los soldados llamó a otro "negro sucio". Estábamos practicando arrastrarnos en silencio. Me levanté y fui hasta el discriminador serial. Le toqué un pie con el borceguí.
-Seguís sin pegar los talones al piso. Decime, ¿vos pensás que si te los vuelan de un tiro el "negro sucio" se va a tomar el trabajo de cargarte hasta un puesto médico?
No dijo nada. Miró alrededor, pasmado.
-Exacto. El "negro sucio" -añadí- es el único capaz de levantar tu peso.
No sé qué pasó, pero después de eso se hicieron inseparables.
De a poco, el grupo fue volviéndose más unido

. Pero me di cuenta de que yo tampoco sabía lo suficiente del oficio bélico. Mi única destreza era una puntería agudísima. Y aquello no era un concurso de tiro. Así que les hacía mil preguntas a los suboficiales de carrera, en especial al que había sido mi jefe durante el servicio, que atesoraba una nutrida biblioteca de manuales militares. Logré así alguna formación, que les impartí a mis soldados lo mejor que pude. Aprender cosas los ayudó a ganar confianza en lo que eran capaces de hacer. Incluso cavamos nuestros propios pozos de zorro; algo me decía que eso de esconderse detrás de los árboles de Campo de Mayo no iba a funcionar en las islas. Pero como la orden era esconderse detrás de los árboles, un mayor me mandó al calabozo un par de días para que escarmentara.
Hablaba mucho con los soldados nuevos, sobre todo a la noche, cuando nos sentíamos más lejos de nuestras familias. Algunos estaban genuinamente aterrados y no era fácil transmitirles ningún consuelo. Me gané así el apodo de "cabo párroco". No me importó. A la edad en la que los chicos se cuelgan guitarras eléctricas, ellos debían terciarse un fusil de guerra. Era desesperante y me costaba conciliar el sueño. Dormía escasamente, pensando en cómo mejorar las posibilidades de mi grupo.
Esto me llevaba de nuevo a desobedecer a mis superiores, que ya me tenían entre ceja y ceja, y otra vez terminaba arrestado.


Fue exactamente lo que ocurrió en vísperas de un franco postrero. Luego de eso vendría -decían- la movilización. A la tardecita se fueron todos a sus casas menos yo. Mientras escribía una carta de despedida para mis padres en un papel de cuyo color no he podido olvidarme, vino un cabo que estaba de guardia y me dijo:
-Che, ahí tu grupo se negaba a irse de franco si no te dejaban salir a vos. Los echaron a patadas.
Recuerdo que me aguanté las lágrimas, apreté un puño y pensé: "Ahora sí tenemos una chance".

A. T. 

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