martes, 30 de mayo de 2017

HABÍA UNA VEZ....DE ABELARDO CASTILLO


El desertor (un cuento de Abelardo Castillo)
Grimaldi pudo pensar mucho más tarde, en una pensión barata de Ciudad del Cabo o de Durban, que la primera advertencia (pero una advertencia de quién y a propósito de qué) había sido olvidar sus cheques de viajero en la mesa de noche de su casa de Buenos Aires. El contacto de esa mano, su propia mano, que ahora, en el automóvil que lo llevaba al aeropuerto de Ezeiza, se paseaba por su mejilla acariciando suavemente una barba de dos días, le dio, de pronto, una inquietante sensación de libertad. "No podés viajar sin afeitarte", le había dicho su mujer esa mañana, y él le contestó que no se preocupara, que lo haría en el aeropuerto o incluso en el avión. Ella insistió, no le gustaba que él se descuidara. "Lo que a ustedes no les gusta", dijo sonriendo Grimaldi, "es que se me noten las canas". Había usado el plural pensando, con una ternura tan remota que era casi indiferencia, en Violeta, su hija adolescente que a esta hora dormía en su cuarto del piso superior, enfundada en una camiseta con la cara de la madre Teresa, después de una noche seguramente poblada de música estúpida, cigarrillos con olor a pachulí y de alguna pequeña porquería en el asiento trasero del auto de su novio. Los jóvenes, en el fondo, son conmovedores, debió de pensar Grimaldi. Hacen lo que pueden por sentirse reales. Se tocan y se lamen un poco, como cachorros, y se imaginan que están viviendo con intensidad, hasta que un día descubren con horror que la vida los alcanzó. Grimaldi quería a su hija, por supuesto; esta mañana no podía sentirlo pero le tenía cariño. La pregunta es por qué no podía sentirlo. Sólo que esa pregunta, si de veras existió, no había alcanzado a formularse en su cabeza cuando dejó de importarle. "Besala por mí", le pidió a su mujer, "no quiero despertarla". Alzó al gato y le dijo que, en su ausencia, cuidara bien a sus dos mujeres. "Este gato", agregó en voz baja, "este gato sí que era una gran persona". Ni Grimaldi ni ella recordarían, hasta mucho tiempo después, que él había dicho "era". Dejó al animal sobre la mesa del living, besó en la frente a su mujer y le repitió que no se preocupara. "Te llamo desde Amsterdam en cuanto llegue, afeitado y todo". Esto había sido una media hora atrás, en su casa de Barrio Parque. Ahora, en el automóvil que lo llevaba a Ezeiza, el chofer de la compañía venía hablando del tiempo, del mal tiempo; había escuchado por la radio algo referido a escasa visibilidad y a vientos y a tormenta. La gente es tan rara, debió de pensar Grimaldi. La gente, con tal de hablar, es capaz de decir cualquier torpeza.

–Yo que usted manejaría en silencio -se oyó decir.
–Cómo, señor –preguntó el chofer.
–Que yo que usted no hablaría del mal tiempo. Puedo ser una persona impresionable.
–Perdón, señor Grimaldi –dijo el chofer.
–No se preocupe –dijo Grimaldi–. Era una broma. Me encanta volar con tormenta. Uno está allá arriba, y todo, incluida la tormenta, sucede debajo. La vida sin sentido de la gente, la vejez, el desencanto, y hasta la felicidad, todo sucede debajo.

El chofer lo estaba mirando por el espejo retrovisor. Cuando Grimaldi se dio cuenta, el otro desvió la vista.
Grimaldi debió de preguntarse por qué estaba hablando de esa manera, nada menos que con el chofer. Y por qué mentía, además. No le gustaba en absoluto viajar con tormenta, ni siquiera le gustaba viajar en avión. O por lo menos acababa de descubrir que no le gustaba. No era miedo. Debería de haber volado unas doscientas veces en los últimos diez años, pero detestaba volar. Qué sentido tiene viajar a mil kilómetros por hora, y a diez mil metros de altura, para llegar más rápidamente a alguna parte. No hay ningún lugar al que sea necesario llegar rápidamente. Conocía unas veinte capitales del mundo y no hallaba la menor diferencia entre ellas. Hombres, mujeres, adolescentes, viejos; no hace falta andar saltando por el mundo como una langosta para ver eso. En qué se diferencia un rascacielos de cien pisos de una de estas casitas chatas y pretenciosas que estaba viendo por la ventanilla. Salvo en el tamaño, en nada. Las casas son para la gente, y la gente es gente en todas partes. Después de cumplir un razonable número de años, treinta, digamos, qué sorpresas puede esperar de la vida un hombre, en Londres o en Bikanir. Y por qué estaba pensando en un lugar tan raro como Bikanir. Una calle en los arrabales de Bikanir. ¿O fue en Bikanpur? Una calle de tierra y una vereda de chozas aplastadas, unas vacas paseando mansamente por la calle, y un hombre, embozado en un burkha, apoyado contra la pared con un cacharro de lata en la mano extendida. "Protector de los pobres", le había dicho en inglés, agitando el cacharro donde sonaron unas monedas. El hombre no era indio; su cara casi negra estaba ardida y agrietada por el sol, pero tenía una larga barba rubia, y el pelo, que le llegaba hasta los hombros, era del mismo color. Sí, Grimaldi había estado allí con su mujer, cuando era joven, de paso hacia alguna parte. Cómo será ser ese hombre, le había preguntado ella esa noche, en el hotel. Horrible, había dicho Grimaldi.

–Lo ayudo con el equipaje –dijo el chofer.
O sea, que ya estaban en el espigón internacional. Grimaldi contestó que no, que no hacía falta. Sólo llevaba un bolso, apenas mayor que un bolso de mano, y un maletín. Hacía años que viajaba con lo estrictamente necesario. Si por casualidad precisaba ropa especial, la compraba en cualquier parte, y no era raro que, antes de volver a Buenos Aires, la olvidara intencionalmente en el hotel donde había parado. Papeles, una lapicera para firmar o hacer firmar algún documento, otra lapicera para regalar y una computadora portátil, eso era el verdadero equipaje, el armamento, de un caballero andante moderno. Todo lo que tenía que hacer en Europa, por otra parte, era convencer a un grupo de holandeses de que la Argentina era el país ideal para invertir sin riesgos. Un país sin nada donde todo el mundo quiere tenerlo todo.

En el drugstore compró una revista que, sin saber cómo, un minuto después desapareció de sus manos.
Cuando iba a despachar su equipaje para el vuelo a Amsterdam, empezaron a suceder las cosas. Primero fue lo de los pasajes, después lo de la chica.

Grimaldi había sacado del maletín el cartapacio donde estaban sus documentos y, al abrirlo, vio que allí no había un pasaje, sino dos. Los dos estaban a su nombre, pero el destino final de uno de ellos no era Amsterdam. Era Ciudad del Cabo, con una extensión a Durban. La secretaria que había comprado esos pasajes debió de confundir los itinerarios de Grimaldi y de algún otro ejecutivo de la empresa. Probablemente Rampoldi. Esos vuelos habían sido reservados hace meses, y la operación en Sudáfrica se había cancelado una semana atrás, sólo que nadie pensó en devolver este pasaje. La empleada que había hecho las reservas, recordó de pronto Grimaldi, ya no trabajaba en la empresa.

–¿Cómo?
–Si va a despachar el equipaje –repitió, con una tenue ironía, la chica del mostrador. Era muy joven, muy linda, y vagamente parecida a su hija. Lo que por otra parte no tenía nada de extraño. A la edad de Grimaldi, todas las mujeres menores de veinticinco años se parecen. Como si fueran la misma, puesta en diversos lugares. Mesera, recepcionista, estudiante de psicología, compañera del asiento trasero del auto. A veces llevan el pelo negro, a veces rubio, pero son la misma. Se llaman La Chica Perfecta del Fin del Milenio.
–No estoy seguro –dijo Grimaldi, y la chica lo miró.
–Bueno –dijo la chica.

Barbudo y cincuentón, Grimaldi tenía influencia sobre las mujeres jóvenes. Sin mucho interés, pero siempre lo supo, y ese "bueno" se lo confirmaba. También supo que en ese mismo momento, con sólo desearlo, sin moverse un paso de Buenos Aires, podía iniciar una serie de hechos de consecuencias extraordinarias. Por ejemplo, qué pasaría si le dijera a esa chica que no, que no iba a viajar. "No puedo explicarte por qué, pero no voy a viajar a ninguna parte". Le mostraría el pasaje, para probar que, en efecto, renunciaba a hacerlo, después se iba a pasar el resto del día al restorán, o daba una vuelta por Ezeiza y volvía a la hora en que las empleadas dejan su trabajo. "Hoy no viajé porque te vi", le diría con naturalidad. Grimaldi, aquella mañana, era perfectamente libre para hacer eso, y que esa chica terminaría enamorada de él, era algo que podía prever como si ya lo hubiera vivido.

–Qué lástima –dijo pensativo y lo repitió, y la chica volvió a mirarlo-. Sí, despachámelo en el vuelo a Amsterdam.

Hasta donde me es lícito reconstruir los hechos comprobables, las cosas, esa mañana, ocurrieron así, o más o menos así. Su mujer recordaría durante mucho tiempo que él parecía ausente al salir de su casa, el chofer de la compañía repitió, a su modo, la conversación en el automóvil, el vendedor de la librería del drugstore había reparado en aquel hombre alto que compró una revista extranjera muy cara y, apenas al salir, la tiró al cesto de papeles, la chica de los equipajes recordaba perfectamente al maduro señor de ojos grises que despachó su bolso a Amsterdam. Se sabe, también, que los altoparlantes del aeropuerto propalaron su nombre pidiendo en castellano, en inglés y en francés, que se presentara en el vuelo 501. Lo demás es conjetural, porque a Grimaldi nadie volvió a verlo nunca. Pero yo sé que fue en ese momento, cuando los altoparlantes del aeropuerto lo reclamaban como a un evadido, que Grimaldi, sin equipaje, sin cheques de viajero, con un maletín en el que había unos cientos de dólares y un pasaje que nadie iba a tener en cuenta, se dirigió hacia la compañía de los vuelos a Ciudad del Cabo.

Hay una calle, en los arrabales de Bikanir, en la India, que es exactamente igual a como debió de ser hace cien años. Por qué camino llegó Grimaldi hasta esa calle, sólo me es posible imaginarlo. De todos modos, entre Sudáfrica y la India sólo hay, aunque vasto, un mar de por medio.
Lo veo, primero, en la costa occidental del océano Índico, en algún hotel de tercera categoría. Su barba de dos días ya es una encanecida barba de un mes. Allí vendió la computadora y, con un vago e inexplicable sentimiento de tristeza, la estilográfica. Lo veo viajando en una barcaza destartalada y crujiente hacia el nordeste. Este viaje duró semanas, o meses. En alguna de las islas del archipiélago de Seychelles, desembarcó y se quedó un día y una noche enteros. Resplandecientes mujeres europeas y americanas, hombres con camisas floreadas que hablaban de negocios, y alguna otra adolescente parecida a su hija, que en esta ocasión no le sonrió ni lo miró, le hicieron añorar, quizá por última vez, su casa de Barrio Parque: esa noche hizo una llamada a Buenos Aires, pero cortó la comunicación antes de escuchar ninguna voz y sin pronunciar una palabra. Después, ha vuelto a embarcarse; después ya hace días que camina hacia el norte, junto a un largo perro gris, bajo la lluvia. Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, tanto, que aquel perro ha muerto. Lo veo ahora con una barba de años, sentado en el suelo. Está vestido con un burkha que casi le cubre la cara y apoya la espalda contra la pared de una casa de barro, pintada de blanco. Ya ha olvidado muchas cosas pero ha aprendido a decir dulcemente "oh, protector de los pobres", en hindi. Tiene un cacharro de cobre en la mano. Por la calle de tierra, pasan, mansamente, unas vacas escuálidas.

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