-Otra vez, la infancia -me dijo ese noche en el teléfono. No había en la voz ánimo de reproche. Se reía. Estaba burlándose cariñosamente de mí. Había leído tantas veces cosas que yo había escrito sobre mi infancia con inevitable melancolía que necesitó hacer una pausa: esa mañana, dijo, precisaba leer una historia luminosa que llevara a su corazón un poco de esperanza.
-La infancia, la soledad, el abrigo... -enumeró-. Comprate una mantita-. Nos reímos. Desde ese día bromeamos cuando debo sentarme a escribir.
Al día siguiente de esa conversación, me propuse revisar viejos papeles, fragmentos de textos escritos en los últimos años de mi vida. Decidí emprender un ejercicio: tomaría nota de las palabras que había utilizado con mayor frecuencia, algo parecido a lo que hacen quienes analizan el discurso público con herramientas de la tecnología. Se llama nube de tags. Quizá encontraría en esa repetición un diagnóstico, una verdad que hasta entonces me era desconocida. Escribir es, entre muchas otras cosas, llevar adelante una obsesión. Siempre reescribimos el mismo texto, sometiendo esas ideas centrales a pequeñas variaciones -argumentales, de estilo- que no son más que una tentativa de encubrimiento, meras distracciones. La vida, la muerte, el amor y la locura. Sobre eso escribimos. Cualquier historia está atravesada por uno de esos temas.
Infancia es una de esas palabras. Después de unas dos horas de lectura, tenía ante mí una impensada serie de grupos de palabras a los que me enfrenté con ese asombro con que algunas veces, casi sin proponérnoslo, nos detenemos frente al espejo: reconocemos algo muy familiar en el rostro que vemos, y sin embargo, en cuanto comenzamos a aguzar la vista y observamos los detalles a los que no solemos prestar atención cada mañana, esa familiaridad se vuelve extrañeza, ajenidad, quizá miedo. Es otro quien nos mira.
Uno de esos grupos de palabras había sido utilizado con una abrumadora frecuencia, de una manera casi tan abusiva que hubiera merecido la observación de un buen editor. Delineaba casi un diagnóstico clínico. La nómina incluía los términos soledad, desamparo, desolación, orfandad, nostalgia, tristeza, añoranza, melancolía, abrigo,abrazo, amparo, cobijo. Mientras avanzaba en la lectura, con ese capricho que a veces nos sorprende durante las mejores sesiones de análisis, fui en busca de un texto que recordaba haber escrito hacía muchos años. Comienza así:
"Mi analista me ha dicho que tomo demasiadas precauciones con la felicidad. Me siento a una mesa en la vereda de Guido's, un barcito frente al Zoológico, con el ánimo de repasar la sesión mientras empiezo a leer La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz, la historia de un muchachito dominicano cuya familia ha sido condenada al desamor. Mi analista me ha dicho que tomo demasiados recaudos con la felicidad, y si he entendido bien quiso puntualizar que no me entrego a ella mansamente sino todo lo contrario: en cuanto se agita en mi espíritu una brisa de felicidad (o aun tentativas más modestas como el bienestar o la alegría), siento algo parecido al pánico y, simplemente, huyo a refugiarme en la pesadumbre o la melancolía."
Puse a un lado conjuntos pequeños: porvenir, futuro. Había otro grupo no muy extenso, pero especialmente significativo: memoria, recuerdos, desmemoria, olvido. Anoté junto a éste una pequeña familia de voces que sentía que eran muy cercanas: bruma, nube, niebla, neblina, humo, sueño, soñoliento.
Me sentí de pronto agotado, como si estuviese bajo los efectos de un narcótico. Me dormí sin proponérmelo. Soñé. En ese sueño estaba en un hermoso parque semivacío. Era un día soleado. Sentado en un banco, yo leía Infancia, la novela de J. M. Coetzee. Bajo la arboleda añosa, el suelo estaba cubierto por las hojas secas del otoño; cada hoja llevaba escrita una palabra: soledad, añoranza, porvenir, bruma, abrigo...
De pronto, sin que nada lo anticipara, se levantó una feroz tormenta de viento. Las hojas se arremolinaron y, elevándose, se perdieron en las sombras espesas del cielo súbitamente agrisado.
V. H. G.
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