sábado, 20 de mayo de 2017

LECTURA RECOMENDADA


“El lugar al que jamás llegó Papá Noel”, por Federico Andahazi
 “De aquella mujer laboriosa y pequeña que hacía magia para convertir las sobras del día anterior en manjares judíos y me cantaba canciones de cuna en idish, había quedado sólo su mirada tierna y un silencio irreductible”
Mi abuela tenía unos hermosos ojos verdes y ausentes que miraban el pasado. Un pasado muy lejano situado en la pequeña aldea rusa de la que había llegado setenta años antes. La melancolía primero y la senilidad más tarde la dejaron atada a su remota infancia, dura y trágica, como la de la mayoría de los inmigrantes judíos. Su familia había escapado de los pogroms y de la miseria.
Mi abuela Esther era la menor de diez hermanos que quedaron desperdigados en América. A muchos de ellos nunca más los volvió a ver. Era una mujer frágil que había aprendido a hacerse fuerte. Yo tenía por entonces unos ocho años.
De aquella mujer laboriosa y pequeña que hacía magia para convertir las sobras del día anterior en manjares judíos y me cantaba canciones de cuna en idish, había quedado sólo su mirada tierna y un silencio irreductible.
Ya casi no nos reconocía a quienes vivíamos con ella o nos confundía con otras personas. Aquella tarde, mi abuela se levantó de la cama y se sentó junto a mí. Yo estaba mirando desde la ventana los arbolitos ajenos que refulgían en los departamentos vecinos. Ella se sumó al espectáculo y me dijo: “Kopel, ¿por qué mamá no festeja la Navidad?” Inferí que estaba viendo en mi figura infantil al hermano mayor que no había vuelto a ver nunca más.
Me hablaba como una niñita. Me tomó la mano y enlazó sus dedos temblorosos buscando compañía y protección entre los míos. Acerqué mi boca a su oído y le susurré: “No te preocupes Esthercita, vos y yo vamos a festejar la Navidad. No le digas nada a mamá”.
Sus ojos verdes brillaron igual que las luminarias de los arbolitos. Corrí a mi canasto de juguetes y busqué alguno que pudiera gustarle a una nena de cinco años, tarea nada fácil para un chico de ocho: revolví entre pelotas de fútbol, superhéroes, pistolas y autitos Matchbox. En medio de aquel caos varonil, descubrí una Batichica articulada. La apeé de su moto, la acomodé en una posición candorosa y la envolví con torpeza infantil en un papel de regalo usado que nunca falta en los cajones de las familias de origen pobre.
Volví y le di el regalo. “Feliz Navidad, Esthercita” le dije como diría un hermano mayor. “Feliz Navidad”, me contestó mientras rompía el papel con la ansiedad de una nena. “¡Una muñeca!”, exclamó con la sonrisa más hermosa que vi en mi vida. Se abrazó a su muñequita, cerró los ojos y se durmió. Soñaba, imaginé, una casita de campo en medio de la nieve de una aldea rusa en la que sólo vivían judíos pobres y a la que Papá Noel nunca había visitado. Hasta entonces.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.