martes, 15 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ......


La torta de jamón y queso fue, desde mi niñez, un emblema de nuestra casa de Llao-Llao. Hecha por las manos de mi madre, siempre en apuros, con su masa densa, el abundante queso derretido, el salado del jamón contrastando en opuestos con su costra muy azucarada y crujiente. Ella tenía una rutina: encendía el horno antes de empezar para que estuviera muy caliente, su delantal sin atar, de a momentos hablaba sola, mezclaba la leche con los huevos y el aceite incorporando de a poco la harina, unía todo dentro de un perol con un tenedor.
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Si la miraba de cerca, me decía: "La masa no se toca con las manos". Dividía la masa en dos y con la punta de los dedos extendía desordenadamente el primer pedazo dentro de la tortera enmantecada y enharinada. Luego agregaba generosos pedazos de queso cuartirolo y encima las fetas de jamón. En la mesada, extendía la masa restante siempre con los dedos, agregándola encima. Batía un huevo con una cucharada de agua y se lo agregaba por encima, extendiéndolo con los dedos. Finalmente espolvoreaba una taza de azúcar y metiéndola en el horno me decía: "No debe esperar". Veinte minutos después, ya en la mesa, la torta desmoldada, humeante, dorada y caramelizada era disfrutada en silencio con una taza de té ahumado.
Traía en mi canasta de Pomaire todos los ingredientes para hacer una, y al entrar a la casa la apoyé en el piso de la cocina.
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Los libros en la biblioteca parecían abrazados por el silencio de la casa, muy cerca un escritorio bajo era precedido por un silloncito verde que tenía los apoyabrazos cubiertos con un forro de antiguo lino grueso. Cerca de las ventanas había culantrillos y helechos, parecían flotar con la luz de las velas. Ella todavía estaba arriba, me había pedido desde la ventana que entrara. Ingresar a una casa desconocida solo tiene algo de intromisión. Esa falta de presencia patronal crea un vacío de autoridad y pertenencia que permite posar la mirada en el ambiente con un halo de acecho, viendo cosas que no percibiríamos acompañados. Afuera era casi invierno y durante todo el día había nevado muy finito, el jardín se veía cubierto por unos pocos centímetros blancos.




Era un lugar en el que nunca había estado pero sentí; un lugar al que siempre había pertenecido. Y aunque nunca regresara quedaría en mi memoria por la estética y por una magia creada por el buen uso. Una mujer que amé mucho quedaba como ese cuarto luego del amor: semivestida, con los ojos lánguidos de belleza, limpia y sucia de besos, abandonada etéreamente al promiscuo y engalanado vacío del placer que la ataviaba de misterios indecifrables.
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La chimenea encendida parecía latir debajo de un enorme cuadro de una maja turca echada sobre un camastro, apenas cubierta por velos y un turbante rojizo.
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La pequeña mesa de comedor tenía un perol de madera lleno de paltas. En el piso había un cajón repleto de limones, aun con sus hojas y ramas de cosecha.
Al verla bajar por la larga escalera tenía un aura magna, sin tocar el posamanos o mirar los escalones, parecía deslizarse levemente como si no existiera peso alguno sobre sus pequeños pies. 
Al saludarme me habló de lo mucho que amaba esa torta que comía en uno de mis restaurantes. Mi madre siempre me pidió que no pusiera la receta en mis libros. ¡Esa receta no! Y la de los scons tampoco.
Ya en la cocina, la clase de torta comenzó mientras ella abría una botella de vino blanco. Preparé todos los ingredientes sobre la mesada y, siguiendo el rito, le puse un delantal y le dije que no se lo podía atar. La guié paso a paso por cada etapa de la receta, y cuando entró al horno la abracé suavemente por la espalda y nos quedamos parados mirando cómo la cocina de leña la horneaba en apuros.

F. M.

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