sábado, 13 de febrero de 2016

HISTORIAS DE VIDA...


Evaristo García y los tres perros a los que salvó de un destino oscuro, como el suyo.Foto:h. Zenteno

Un pebete de matambre casero y queso, bien cargado y con mayonesa. Las condiciones que pone Evaristo García para contar su historia no tienen nada de divismo, es hambre. Casi podría resultar irónico que en la esquina de Palermo donde vive, rodeada de bares, pequeños locales gourmet y embajadas, este hombre de 40 años pida un simple sándwich. Lo deja prolijamente sobre una pared, a una altura prudencial para que sus tres perros no lo alcancen -"ellos comen súper premium", aclara- y se dispone a conversar. Es un mediodía de semana de mucho calor, los frondosos árboles de la esquina de Olleros y Tres de Febrero apenas alcanzan a tapar el sol, pero su toldo improvisado con bolsas de consorcio brinda un respiro.
El relato de su historia no sigue un orden cronológico. "Estuve más de 15 años sin ver a mi familia", suelta de entrada, ante la pregunta ineludible: por qué vive ahí, a la intemperie, expuesto a las inclemencias del tiempo, con la única compañía de Harry el Sucio, Gerard Depardieu y Macanudo, tres callejeros que rescató de un destino oscuro, como seguramente le hubiese gustado que alguien hiciera con él.
Las emociones le nublan la memoria. Padre suboficial de Gendarmería que murió de diabetes. Madre que no soportó el dolor y, pocos meses después, se suicidó con el arma de su marido. Hasta entonces, una vida de hijo tímido y soñador. "Perdí a mi papá y a mi mamá, que eran mi locura", reconoce sin pudor. "Me podría haber tirado del piso 21, pero en lugar de eso no sé qué hice, bah, qué hizo Dios", dice. Un destino errante lo llevó hasta Mar del Plata, donde en un intento de robo le fracturaron un hueso del oído. La audición disminuida y un labio leporino a cuestas que varias operaciones no lograron mejorar minaron su amor propio. Algunas changas como pintor y su modo educado lo ayudaron a conseguir moradas itinerantes por el conurbano, pero a la larga siempre terminaba igual, en la calle.
Hoy, varios vecinos le dan una mano. Una rotisería de la zona le lleva comida, la empleada de una casona cercana le presta la manguera para que bañe y refresque a los perros y además mantenga limpia su esquina. Los cafés cercanos lo dejan usar el baño para que se acicale; su ropa luce impecable: "Yo no soy sucio", se ataja. Entre sus pertenencias, que no son muchas, tiene una palangana en la que lava la ropa, algunos enseres de cocina, un colchón doblado. "Hace unos días vino gente de Espacio Público [el ministerio porteño] y en un descuido me llevaron una cocinita; mucha plata me costó comprarla de nuevo", se lamenta.
Cuenta que una señora que conoció cuando paraba en otra esquina está intentando alquilarle algo por la zona sur para que pueda trasladarse con sus mascotas. En el ínterin, la mujer le está tramitando una pensión por invalidez: "Calculo que para abril podré cobrar. También vinieron a verme por un plan habitacional, pero dan vueltas", se queja.
Sus perros son sumamente cariñosos y no ensucian el lugar; Evaristo los saca a pasear seguido para evitar quejas de los vecinos, que nunca faltan, por más que él se comporte con corrección. De repente saca de una mochila una carpeta de folios y la muestra con orgullo. Son las fichas vacunatorias y certificados de sus canes, impecablemente guardados. "Casi todo lo que me dan, que junto, es para ellos. Por eso muchas veces rechacé trabajos y lugares donde quedarme. Aunque no lo creas, me salvaron", confía, emocionado.
"Al colegio fui, pero con este problema la gente no me entendía, y así me fui aislando", agrega, muy bajito, con la timidez evidenciada en ese labio lacerado, todo un escudo en él. Y es que su discapacidad lo ayudó a resguardarse de muchas cosas, incluso del amor. Cuenta que nunca tuvo novia, aunque sí varios amores que lo hirieron aún más: "Pero hubiese sido lindo, porque de a dos la cosa es distinta. Nunca fui piola, no sabía cómo entablar una conversación con alguien", reconoce.
Una de sus hermanas se enteró hace poco de cómo estaba viviendo y lo quiso llevar a Uruguay con ella, pero hasta que no consiga que sus tres fieles compañeros sean también expatriados se quedará en esa esquina. "Jamás tuve problema con alcohol o drogas. No soy delincuente, quiero tener una vida decente, digna", asegura mientras acaricia a Macanudo. La mirada se le ilumina y sonríe: "Seguro que cuando viene mi hermana, me adopta", dice de repente. Como si percibiera el ánimo de su dueño y salvador, Harry suelta un corto y fuerte ladrido.

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