martes, 16 de mayo de 2017

ANIMALISMO


Lo hizo hasta hace muy poco tiempo. La pierna levemente flexionada, el pie suspendido sobre alguna cucaracha repentinamente surgida entre el cemento, mi hijo levantaba la mirada y preguntaba, antes de dar el pisotón final: "¿Está en peligro de extinción?".
Niño de ciudad del siglo XXI, millennial recargado (¿o cómo se les dice, a estas alturas, a los nacidos después de 2008?), desde muy chico convive con jirones del discurso ambientalista como otros convivieron con el sueño espacial o las sombras de la Guerra Fría. Sobre todo con cierta sensibilidad animalista: en casa no somos vegetarianos y dudo que alguna vez optemos por serlo, pero hemos tenido nuestras charlas sobre el sufrimiento animal, las crueldades de la caza, la responsabilidad ante el resto de los seres vivos.
"Se llevaría bien con Elizabeth Costello", pienso, y me digo que yo también me llevaría bien con aquel personaje creado por J. M. Coetzee en la novela homónima. Por razones más bien azarosas, anduve releyendo algunos pasajes de ese extraño libro publicado hace más de una década, y una vez más me conmovió la humanidad de la Costello: una mujer en las postrimerías de la vida, fatigada escritora de éxito que va brindando conferencias y, entre ponencia y ponencia, duda, sufre, se pregunta por el vínculo con los otros, se obliga al ejercicio de una honestidad difícil, por momentos hosca, inevitablemente incómoda.

 Entre sus obsesiones está eso que hoy llamamos animalismo y que, al menos en el universo creado por la novela, aún no recibe ese nombre. Elizabeth Costello habla en nombre de los animales cuando semejante postura es cualquier cosa menos una postura cool; sostiene el vegetarianismo en un entorno que la mira con respetuosa suspicacia; les habla de la vida de los pobres pollitos a sus nietos pese al espanto de una nuera que acaba de sacar la comida del horno y que no sabe a qué deidad rogar que su suegra se esfume de una buena vez. Pero Elizabeth insiste porque -y ahí, creo yo, reside su enormidad- lo suyo no ancla en una moda, sino en un desesperado llamamiento a ejercer aquello que nos hace radicalmente humanos: el respeto por el más débil, la compasión ante el dolor ajeno (venga de la especie que venga).

Y son curiosos los mecanismos de la memoria, porque la frágil escritora australiana concebida por Coetzee me recuerda a alguien que no conocí pero que siempre estuvo, más bien enigmático, en los relatos de guerra de mi abuelo. Un declarado defensor de los animales en tiempos en que, claro, esto no era moda ni la sensibilidad, un don apreciado por los códigos de una masculinidad más bien rígida. Hablamos de mineros asturianos: hombres rudos; más endurecidos aún cuando, caída la República española, la opción fue tomar las armas y resistir a los tiros. Entre estos hombres había uno que, con su fusil al hombro y su intransigencia política a cuestas, una noche de huida, con alguna patrulla franquista pisándoles los talones, se negó a dejar abandonado a un perro que los acompañaba y que, también víctima de ese tiempo, se había quebrado una pata.

 Entonces ese hombre, tan cansado, sucio y dispuesto a vender cara la vida como el grupo de combatientes que integraba, alzó al animal, lo cargó sobre los hombros y continuó la marcha. En silencio, sin que nadie osara siquiera decir una broma. Porque -y lo recuerdo en el tono de voz de mi abuelo, que no era precisamente un blando- se había ganado el respeto de quienes lo rodeaban. Nadie iba a decirle nada si él decidía sacar rostro por un perro, un borrego o cualquier otra bestia, qué hostias. Así, sin ternuras a lo indie ni atormentadas dudas a lo Costello.
Algo une, sin embargo, las sofisticadas reflexiones del personaje de Coetzee con el gesto de ese anónimo maquis español: la intuición de que la responsabilidad humana también se juega en relación con el mundo que nos rodea.

D. F. I.

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