miércoles, 3 de mayo de 2017

MI EXPERIENCIA CHILENA


Chile, para celebrar y amar la vida
Estoy en Chile, en Colchagua. Un nuevo restaurante en Viña Montes, Fuegos de Apalta, me ha hecho recalar en este bellísimo valle, sustento en las tradiciones de campo. Me despierto, es muy temprano, aún de noche. Me encanta amanecer, las primeras horas tienen un silencio grandioso, siempre empiezo el día feliz, con ilusión. Tengo otra jornada para festejar y amar la vida. Frente a la casa comienzan a iluminarse unas viejas parras. Nunca tomo el amanecer como algo trivial, la naciente claridad viene siempre acompañada por la admiración de las sorpresas que ofrece el campo, el mar o las montañas, es el más claro símbolo de esperanza que se renueva. Me siento descansado. Dormir es un bálsamo.
Todo el valle está regido por el pueblo de Santa Cruz, que vive al horario de las estaciones, la fiesta de la vendimia es festejada en la plaza frente a la iglesia. Allí se siente el pulso de todos sus habitantes durante los tres días. Las bodegas regionales hacen probar sus vinos, se destacan los huasos, grandes jinetes que se pasean con sus chupallas de paja de ala ancha, su elegante saco de fiesta corto, botas con protectores de cuero y la infaltable chamanta o poncho cruzado sobre el hombro. Esta bella fiesta mantiene una integridad pura, no ha sido influenciada aún por el turismo de las viñas.



Paso muy frecuentemente por la tienda rural Delvic, donde se compran cueros y todos los equipamientos tradicionales para el caballo. Este lugar es quizás el reflejo más veraz de la vida campesina del valle. También suelo frecuentar la sombrerería Santa Cruz, donde se encuentran todos los ponchos y sombreros regionales del país.
Siempre me gustó su arquitectura rural, con las casas con paredes de greda y paja, las galerías que dan sombra al verano, llenas de plantas donde las familias disfrutan de la fresca de la tarde. En el campo se ven inumerables acequias utilizadas para el riego de viñas, frutales y sembradíos.

Hacía muchos años que no comía tan ricos duraznos priscos como los probados aquí, me traen el recuerdo del Montevideo de mi niñez, cuando en verano mi abuela los usaba para cada posible receta de postres. Estos días los usé a diario en una ensalada con repollo verde, arroz basmati y avellanas tostadas. La salsa con vinagre de vino tinto, limón, soja, aceite de oliva y merkén; el delicioso ají ahumado mapuche que da sazón a la cocina de este país.
Chile es un gran productor de paltas, que junto a los muy maduros tomates corazón de buey del verano y una cebolla colorada, logran la mejor compañía de las corvinas matanzinas que me llegan de la costa del Pacífico, más precisamente del bello y cercano pueblo de Matanzas, donde luce el tranquilo y pequeño hotel Surazo, encallado en la arena, y todas las tardes se enciende un fuego a pasos de las olas. Su restaurante de mar, que hace honor a la pesca regional, vale un viaje por sí solo, con un gran cuidado de producto y tiempos de cocción.
Más hacia el Norte está el pueblo de Pomaire, donde se hace alfarería con la greda local, que se saca de las montañas o de los ríos y luego se cocina en enormes hornos de leña. Las piezas son de cuidada hechura, bien pulidas, y una vez curadas resisten bien las brasas, el horno de barro y una pequeña llama.
A mi parecer se destacan los calderos, que desde el más pequeño hasta el gigante, apoyados sobre un atril de hierro, al rescoldo de brasas, cocinan deliciosamente pucheros, chupines de pescados o, en invierno, las sopas de zapallos muy maduros al ajillo de merkén.


El alfarero que me hace piezas especiales y de gran tamaño, a pedido, tiene taller sobre el río. Su oficio incluye un torno de empujar a pie, mientras que sentado les da forma a sus piezas, siempre tarareando un aire de cueca.
F. M. 

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