El tema va por el lado del dilema de pareja de mediana edad con amontonamiento de reproches e insatisfacciones cruzadas: ¿qué dejó de hacer uno para no importunar al otro?, ¿que resignó el otro para complacer al primero?, ¿están bien como están o sólo habituados? Y así...
Los vecinos de arriba no es un boom de originalidad, pero -definitivamente- está tan afilada la pluma de su autor -el catalán Cesc Gay- que lo conocido e imaginado cobra brillo, espontaneidad, frescura y también mucha angustia; todo en dosis balanceadas.
Ana y Julio están acostumbrados a Ana y a Julio; la remodelación de su departamento intentó mover un poco los proyectos de ambos, pero mucho no alcanzó; la vida de profesor de música de él y la de dueña de un local de ropa de ella -sumado a la presencia tácita de una hija en edad escolar- los mantiene ocupados, pero ¿felices? Nada parece poder desempolvar la escena, hasta que Ana invita finalmente a la pareja de vecinos que vive en el piso de arriba para conocer el departamento, luego de reiterados cruces en el ascensor.
Ana necesita algo, Julio no. Una reunión inesperada para él, en su propia casa, con unos vecinos que no conoce mucho más allá del saludo de cada día no es, ni de lejos, un buen plan. Pero Ana ya tiene todo arreglado, picada mediante. Parece que no hay forma de desarmar el convite hasta que Julio ejerce una suerte de chantaje y propone aprovechar el encuentro para reclamar a sus vecinos el altísimo nivel de ruido que generan en sus noches de amor, que parece que son muchas, demasiadas al gusto (¿y envidia?) de Ana y Julio.
Ana intenta desarmar el desastre que se viene, pero ya es tarde. Así llegan Salva y Laura, simpáticos, sociables, expansivos; tan expansivos que casi sin decir "agua va" ya están hablando de gritos, orgasmos, orgías, mentes abiertas y propuestas de intercambio de parejas. Ana y Julio no pueden reaccionar, hasta que reaccionan, para lados diferentes. El sarcasmo de él choca de frente con la duda de ella. Esa pequeña diferencia se hace enorme y empieza a sacar afuera todo eso que los años de matrimonio y acostumbramiento fueron tapando.
Y el plato está servido, qué mejor que tener la excusa del sexo para ponerle sal, pimienta y todo lo demás a una trama repleta de gags, uno más hilarante que el otro con un cuarteto de actores muy a tono para llevarlo adelante. Es que más allá de la agudeza y la gracia de los parlamentos escritos por el catalán, el director Javier Daulte contó con un elenco a la altura de la prueba y supo moverlos en su terreno. Diego Peretti y Florencia Peña hacen de sus personajes unas criaturas entrañables en la desventura, porque ellos realmente la están pasando mal cuando en la platea no se puede más de la risa; hasta que uno para de reírse... Es una comedia dramática muy bien escrita, que casi no da respiro, llevada adelante por actores que pueden transitar las dos cuerdas de la propuesta con una sensibilidad, una comodidad y una verdad destacable. Julieta Vallina y Rafael Ferro tienen personajes más dibujados, no desde su propia composición, sino ya desde el texto, lo que le quita cierta verosimilitud a algunos segmentos, pero ¿qué más da?, al cuento que se narra, le calzan perfectos. Es un juego que los cuatro intérpretes saben jugar muy bien. La mano de Javier Daulte en la dirección es ágil y prolija para que en el barrenar de hilaridad no se pierda nada, y quede lo que tiene que quedar.
Se luce la escenografía de Alicia Leloutre, que justifica la chispa inicial de la trama.
Realmente se pasa un gran momento en Los vecinos de arriba, y se sale con el estado de ánimo que toque de acuerdo al lado del cuadrilátero en el que uno se encuentre.
Hambre y amor / Dramaturgia: Henrik Ibsen / Intérpretes: Carolina Faux, Micaela Rey, Jada Sirkin, Mirta Bogdasarian, Leonardo Martínez, Pablo Díaz / Música: Manuel Llosa / Vestuario: Leonel Elizondo / Versión, espacio escénico y dirección: Ricardo Bartís / Sala: Sportivo Teatral, Thames 1426 / Funciones: viernes, a las 21; sábados, a las 21 y a las 23 / Duración: 60 minutos
El Sportivo Teatral que dirige Ricardo Bartís es una de las trincheras más significativas del teatro independiente nacional. Todo proyecto que se genere desde allí se vuelve, de inmediato, relevante. En este caso, la obra es Hambre y amor, una versión de Hedda Gabler, de Ibsen. Tomar un texto canónico, uno que parece exigir intérpretes de virtuosa docilidad más que actores creadores, es un desafío para un director dedicado a trabajar con el actor en forma exhaustiva, no combatiendo su subjetividad para que interprete a un personaje que le es extraño, sino haciéndola entrar en escena.
La anécdota es la de una mujer insatisfecha, ansiosa por hacer que pase algo capaz de hacerla sentirse viva. No le importa qué se cruce en su camino ni quién pueda caer. Numerosa bibliografía ha intentado dar con la causa psicológica del mal que sufre; sin embargo, sigue habiendo en su condición algo misterioso que se resiste a una lógica causal.
El espacio es uno de los aciertos. Si Hedda Gabler, hoy, parece pertenecer más al circuito oficial o a una sala multitudinaria, Bartís devuelve este drama burgués a la esfera de la intimidad al elegir darla para una veintena de espectadores por función en una sala pequeña ubicada en lo alto del Sportivo. Éste es uno de los desajustes con los que juega Hambre y amor, los parlamentos toman, desde allí, una distancia ante lo enunciado.
La puesta juega mucho con lo metateatral, denuncia características del realismo decimonónico que hoy resultan chocantes. Los personajes miran al público y explican los hilos que los están moviendo: "Se dedica a dar información", dice Brack refiriéndose a la Señora Elmer. No sólo porque a veces sus entradas no parecen tener otra finalidad, sino porque, también, se dedica a anunciar a las personas que entran y salen en la manía del realismo de potenciar los encuentros personales. Si la puesta no oculta estas condiciones del texto, tampoco se las toma en chiste. Entiende que un clásico tiene, también, las marcas de su momento de enunciación. Pareciera que los actores denuncian en esto las constricciones a las que fuerza el registro realista.
Hay una potencia en los actores en pugna con el texto, de esa tensión surge lo hipnótico de la pieza. Además, la obra abunda en estampas que comprimen un sentido latente. Cuando Hedda toma sus pistolas, recuerda que pertenecieron al General Gabler. Al hacerlo, mira un cuadro de Perón en el suelo y se detiene un instante. En ese momento, la obra se pone en abismo, el espectador busca el nexo entre Hedda y el peronismo, sabiendo que en esa lectura se oculta algo que compete a todos. Dentro de un grupo de gran solidez, se destaca Micaela Rey, que combina la desazón y la rabia sin dejar de estar siempre contenida. Las telas pesadas que visten a los personajes que contrastan con la liviandad de la de Hedda hacen del vestuario otro punto alto.
Vale mencionar que el Sportivo Teatral se caracteriza por su trabajo de laboratorio. La presentación de la obra para un grupo reducido de espectadores es una etapa más del experimento, parte de su desarrollo, no su fosilización. Los que asisten se saben parte de este proceso de intentar desentrañar, juntos, este clásico y lo que ahora tiene para decir. Hay unos pocos creadores teatrales que han cultivado, en un espacio, una ética y una estética durante décadas, guiados por principios inclaudicables. Su presencia es irreemplazable para el teatro nacional. Omar Pacheco, Norman Briski, Ricardo Bartís son algunos de sus nombres. Poder contemplar sus creaciones es un privilegio que está al alcance y del que conviene participar.
El espacio es uno de los aciertos. Si Hedda Gabler, hoy, parece pertenecer más al circuito oficial o a una sala multitudinaria, Bartís devuelve este drama burgués a la esfera de la intimidad al elegir darla para una veintena de espectadores por función en una sala pequeña ubicada en lo alto del Sportivo. Éste es uno de los desajustes con los que juega Hambre y amor, los parlamentos toman, desde allí, una distancia ante lo enunciado.
La puesta juega mucho con lo metateatral, denuncia características del realismo decimonónico que hoy resultan chocantes. Los personajes miran al público y explican los hilos que los están moviendo: "Se dedica a dar información", dice Brack refiriéndose a la Señora Elmer. No sólo porque a veces sus entradas no parecen tener otra finalidad, sino porque, también, se dedica a anunciar a las personas que entran y salen en la manía del realismo de potenciar los encuentros personales. Si la puesta no oculta estas condiciones del texto, tampoco se las toma en chiste. Entiende que un clásico tiene, también, las marcas de su momento de enunciación. Pareciera que los actores denuncian en esto las constricciones a las que fuerza el registro realista.
Hay una potencia en los actores en pugna con el texto, de esa tensión surge lo hipnótico de la pieza. Además, la obra abunda en estampas que comprimen un sentido latente. Cuando Hedda toma sus pistolas, recuerda que pertenecieron al General Gabler. Al hacerlo, mira un cuadro de Perón en el suelo y se detiene un instante. En ese momento, la obra se pone en abismo, el espectador busca el nexo entre Hedda y el peronismo, sabiendo que en esa lectura se oculta algo que compete a todos. Dentro de un grupo de gran solidez, se destaca Micaela Rey, que combina la desazón y la rabia sin dejar de estar siempre contenida. Las telas pesadas que visten a los personajes que contrastan con la liviandad de la de Hedda hacen del vestuario otro punto alto.
Vale mencionar que el Sportivo Teatral se caracteriza por su trabajo de laboratorio. La presentación de la obra para un grupo reducido de espectadores es una etapa más del experimento, parte de su desarrollo, no su fosilización. Los que asisten se saben parte de este proceso de intentar desentrañar, juntos, este clásico y lo que ahora tiene para decir. Hay unos pocos creadores teatrales que han cultivado, en un espacio, una ética y una estética durante décadas, guiados por principios inclaudicables. Su presencia es irreemplazable para el teatro nacional. Omar Pacheco, Norman Briski, Ricardo Bartís son algunos de sus nombres. Poder contemplar sus creaciones es un privilegio que está al alcance y del que conviene participar.
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