miércoles, 17 de mayo de 2017

TEMA DE REFLEXIÓN


Administrar la tensión entre lo individual y lo colectivo exige disentir y, sobre todo, ceder, pero la negociación no puede ser a expensas de los que menos tienen
Julia Pomares

El texto que publicamos es un fragmento del discurso pronunciado por la directora ejecutiva del Cippec, durante la cena anual de la entidad
Nací y vivo en San Nicolás. Llegué hasta tercer año del secundario. Convivo con mi pareja y dos hijas. Soy operario. 42 años."
"Vivo en Rawson, nací acá. 64 años. Terminé la universidad. Soy directiva de una pequeña empresa. Soy dueña."
Cada hora que pasa, como un goteo, un robot toma al azar datos de la Encuesta Permanente de Hogares y publica la historia de algún ciudadano de la Argentina en una cuenta de Twitter (@habitantesAR). Una por hora, todos los días.
Todas esas microhistorias fueron desapasionadamente construidas por un robot, pero pertenecen a personas de carne y hueso. Personas únicas, como cualquiera de los 43 millones de argentinos que llevan adelante sus vidas, despreocupados de los números agregados.
Desde un punto de vista estadístico, cada historia es apenas una gota, pero también es parte de un caudal mayor. Somos uno y una fracción de todo. Somos uno y muchos. La relación entre lo individual y lo colectivo no es fácil. Es un equilibrio constante entre lo que cada uno quiere hacer y lo que colectivamente es más beneficioso. Esa tensión nos atraviesa en muchas situaciones cotidianas y suele ser la raíz de diversas paradojas.
Nos enorgullecemos de la diversidad de nuestro federalismo, pero al mismo tiempo no nos ponemos de acuerdo en un sistema tributario responsable y sostenible: la provincia que menos transferencias recibe de la Nación sólo obtiene el 12% de la que más recibe. Destinamos casi la mitad del producto bruto interno (PBI) al sector público, pero no invertimos en evaluar sus resultados. Un análisis del Cippec realizado en 2015 sobre 33 programas sociales nacionales muestra que sólo el 37% destina fondos a su evaluación. También aspiramos a formar parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), pero no estamos dispuestos a bancarizar el financiamiento de la política. Todavía hoy, el 90% de los aportes a las campañas electorales se hace en efectivo. Repetimos "primero los niños", pero cada vez los rezagamos más. Aprenden poco, de forma desigual, y concentramos en ellos los peores indicadores. La tasa de pobreza en los niños de 0 a 14 años está más de 15 puntos porcentuales por encima de la pobreza de la población general.
Todas esas paradojas esconden problemas estructurales de la Argentina. Algunos son nuevos; otros, viejos, y otros, eternos. Todos comparten dos características.
La primera es que esos problemas estructurales se encuentran invisibilizados. Generalmente adquieren la forma de falsas antinomias: escuela pública versus privada; sindicatos versus empresas; industria versus campo. Ponerles rostro a esos problemas es el primer paso para solucionarlos. Hacerlos visibles significa que muchas veces los tenemos que despojar de mitos. Por ejemplo, aquellos que denominamos "ni-ni" (que no estudian ni trabajan) no son chicos sin rumbo, que pierden el tiempo en una esquina. En realidad son jóvenes que tuvieron su primer hijo sin buscarlo y no tienen con quién dejarlo para asistir a la escuela o ir a trabajar. Así lo evidencia un estudio del Cippec realizado en la provincia de Buenos Aires, que muestra que el 74% de los 560.000 jóvenes que no estudian ni trabajan son mujeres y un 41% de ellas tiene hijos.
La segunda característica de estos problemas es que no se solucionan simplemente con un programa o una ley. Tampoco alcanza con sentarnos a una misma mesa a conversar. Todas ellas son herramientas necesarias, pero no suficientes. Administrar la tensión entre lo individual y lo colectivo exige disentir, conciliar, pero, fundamentalmente, ceder. Ninguna de estas acciones es inocua. Son las que llevan a que un país prospere o se estanque. Para solucionarlos, todos, pero especialmente los protagonistas de los diferentes sectores, debemos estar dispuestos a ceder. Y la negociación no puede ser a expensas de los que menos tienen, de aquellos que en 35 años de democracia aún no vislumbran el horizonte.
Un aumento de la actividad económica es una excelente noticia. Pero no logra por sí solo transformar automáticamente la escuela secundaria para que forme a los trabajadores del futuro o prepararnos para mitigar los impactos del cambio climático. Desacelerar la inflación también es una excelente noticia y es imprescindible, pero tampoco alcanza por sí sola para crear los 250.000 empleos privados que sabemos que necesitamos por año. El aumento del financiamiento educativo es clave, pero sabemos que no alcanza para mejorar automáticamente los saberes de los alumnos. Para eso, tenemos que administrar mejor la tensión entre lo individual y lo colectivo. Necesitamos preguntarnos qué estamos dispuestos a perder para que todos ganemos.
Todos los días amanecemos con una noticia que señala que vivimos en un mundo incierto. Ese mundo que estaba lejos y solía ser un telón de fondo vive hoy su momento de cambio más importante desde que cayó el Muro de Berlín. Nunca antes las democracias desarrolladas convivieron con niveles de desigualdad tan altos, una olla a presión de la que emerge la frustración con la democracia y con sus dirigencias, políticas y económicas por igual.
Ése es el mismo desencanto que puso bajo la lupa el rol del conocimiento experto y que afloró en el resultado del Brexit o en el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos. Nunca antes tuvimos tanta información, nunca antes fuimos capaces de procesarla tan rápidamente. Y nunca antes tuvimos tanta incertidumbre sobre lo que esa información parece decirnos sobre el comportamiento de las personas.
Por eso, el desafío de la Argentina es doble. El país necesita enfrentar sus problemas estructurales e invisibles, y lo tiene que hacer en este nuevo contexto internacional. Es un escenario que nos subió la vara a quienes creemos que la política no puede estar divorciada de la información y el análisis. A quienes creemos que el conocimiento es un insumo necesario aunque no el único para la toma de decisiones.
En las últimas dos décadas hubo los intentos más rigurosos de medir la política pública. Se pusieron de moda los laboratorios de innovación en política pública, los experimentos controlados, y nos cansamos de hablar de políticas basadas en evidencia. En uno de los esfuerzos más ambiciosos (y controvertidos) de un gobierno por promover el uso de la investigación en la política pública, el Hefce -el Conicet del Reino Unido- decidió que el impacto de la investigación debía incorporarse como uno de los criterios para asignar fondos a las universidades, pesando un 20% en la decisión final (el principal criterio es la calidad de las investigaciones). Más allá de la controversia sobre cómo medir ese impacto, esta experiencia actualiza el debate sobre la necesidad de demostrar que el conocimiento tiene un impacto en la acción estatal y mejora la vida de las personas.
Tenemos el desafío de enfrentar el desdén por el conocimiento experto con mejores políticas públicas; de buscar soluciones que ningún robot es capaz de construir. Soluciones colectivas que nos obligan a negociar, a ceder. Que nos comprometen como personas a los 43 millones de argentinos, cada uno en su microhistoria.
Directora ejecutiva del Cippec

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