jueves, 20 de diciembre de 2018

CHISMOGRAFÍAS PATRIÓTICAS

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“Delirios argentinos”, por Federico Andahazi
La Argentina es hija del delirio. Los problemas congénitos de esta lejana colonia fueron previos, incluso, al momento de su nacimiento como república.
La Argentina aún no había terminado de independizarse, cuando las discusiones por el modo de gobierno que habríamos de darnos alcanzaron la forma de la locura. Nuestro país no nació como una república; al contrario, fuimos una república como una suerte de solución de compromiso entre dos posiciones descabelladas.
Por una parte estaban quienes, como San Martín, proponían la restitución de un Imperio inca; es decir, que los colonos españoles, los criollos y los descendientes de los pueblos originarios de todas las latitudes se sometieran a los dictados monárquicos de un emperador del Altiplano.
Resulta difícil imaginar una Argentina regida por el calendario inca, observante de la religión de Viracocha y entregada a sacrificios humanos, práctica inherente a la cosmovisión incaica.
La segunda posición, tan demencial como la anterior, proponía la inauguración de una monarquía constitucional bajo el imperio de un rey traído de Europa. Aunque parezca increíble, no se trataba de una discusión de sobremesa entre borrachos.
Tan seria era la moción que Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia emprendieron un quijotesco viaje al Viejo Mundo con el delirante propósito de convencer a algún europeo con sangre azul de que se dignara a gobernar a los salvajes que habían hecho una revolución y no sabían qué hacer con ella.
No fuimos una monarquía gracias a los carnales accesos de Belgrano, quien se encandiló con el soberano trasero de una francesa —el único soberano que consiguió— llamada Mademoiselle Pichegru y, envuelto en llamas, se encerró en una habitación con ella, mientras Rivadavia le tocaba la puerta y le recordaba el propósito del viaje.
Esos eran los extremos de la discusión: ser un reino incaico o una monarquía europeizante. De la primera, claramente, tomamos la práctica de los sacrificios humanos y de la segunda, la tendencia a obedecer ciegamente a un líder. Una mezcla que explica el volumen de nuestras sucesivas masacres: fanatismo ciego, cierta tendencia a inmolarnos en la piedra de los sacrificios y el desapego absoluto a las leyes republicanas.
La república no nació de una legítima voluntad de equilibrio, sino como resultado fallido de una negociación entre posiciones irracionales.
Te voy a contar cómo fue ese viaje en el que Manuel Belgrano conoció. En Londres, Belgrano quedó encandilado por esta sensual señorita, quien, haciendo alarde de sus contactos, le prometió colaborar con su gestión para encontrar un rey. La misteriosa dama era dueña de una figura imponente y un aire de femme fatale.
Belgrano y mademoiselle Pichegru mantuvieron varios encuentros “oficiales”. El hecho es que nuestro prócer se olvidó por completo de su anhelada monarquía y pasó la mayor parte del tiempo en Londres encerrado en una alcoba con su “gestora” francesa. De hecho, podría afirmarse que las relaciones bilaterales de Belgrano acabaron con éxito… Aunque rey no consiguió.
Pero la historia no terminó ahí. Pichegru no se olvidó de Belgrano y como no tuvo más noticias de él, se apareció por estas costas en 1816 a buscar a su galán… ¡escopeta en mano! Impulsada por el grato recuerdo de aquellos apasionados días londinenses, llegó a Buenos Aires para reencontrarse con aquél fogoso general que había conocido en 1814.
Como un adolescente celoso de las conquistas de su compañero, Mariano Moreno dejó para la posteridad su opinión sobre la Pichegru en boca de su sobrino: “No era bonita ni hermosa, era airosa y provocativa al caminar, lo que se agrava con la moda de llevar muy corto el vestido y muy ceñido al cuerpo”. Y sigue: “Escopeta en mano, se entretenía en bajar a tiros a las palomas de los canónigos, pacíficas inquilinas de la cúpula y cornisas de la Catedral”.
Lo cierto es que Belgrano tenía la excusa perfecta para escapar de su acosadora: partió de urgencia al Congreso de Tucumán. La francesa mandó decirle que el motivo de su visita era reanudar la misión que iniciara tiempo atrás en Londres para conseguir un rey. Pero Belgrano había cambiado de parecer. En el acta de la sesión del Congreso de Tucumán de julio de 1816, se lee:
“El citado general Belgrano expuso que había acaecido una mutación completa de las ideas en Europa en lo respectivo a forma de gobierno: que en su concepto la forma de gobierno más conveniente sería la de una monarquía atemperada, llamando a la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí devuelve la restitución de esta casa inicuamente despojada del trono.”
Como excusa para escaparse de una loca que venía persiguiendo a Belgrano con una escopeta era un tanto excesiva. Sin embargo, llegó a ser un verdadero proyecto político avalado por San Martín y Güemes.
Tomás de Anchorena, espantado ante semejante alternativa, proclamaba con sarcástica xenofobia que los porteños no estaban dispuestos a dejarse gobernar “por uno de la casta chocolate”. Por suerte para Anchorena, por entonces, casi como ahora, no existía el INADI. Así las cosas, mientras mademoiselle Pichegru iba tras los pasos de Belgrano, el general, en su huida, el 9 de julio de 1816 declaraba la Independencia en Tucumán.
Evidentemente, Manuel Belgrano temía menos a la amenaza de los ejércitos realistas que a la certera puntería de su amante francesa, quien, bajando a escopetazos a las palomas de la Catedral, demostraba el poderío bélico del que puede ser capaz una mujer que, sin saberlo, cambió el destino del país.

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