jueves, 20 de diciembre de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,



El “modelo” de los virtuosos y los camelos de siempre
Un investigador del Conicet que viene de unas largas vacaciones por Europa se encuentra de casualidad con un editor argentino que trabaja en Madrid.
No se conocen, pero la nacionalidad y la coincidente admiración que les despierta la recuperada bonanza española los acerca en el vestíbulo de un hotel del barrio de Salamanca.
Luego de un inventario de elogios y maravillas, el investigador sorprende al editor con una conclusión rotunda: ese progreso lujoso que los rodea se debe al viejo imperialismo hispanoamericano, borrando así del medio múltiples devastaciones y torpezas históricas, guerras civiles, nacionalismos católicos y sucesivas crisis económicas que dejaron a la Madre Patria en la lona.
Es decir, España no se ha vuelto rica merced a la Transición, al Pacto de la Moncloa y a la retropropulsión de un reciente capitalismo venturoso, sino gracias a Cristóbal Colón.
Luego el investigador aclara que es kirchnerista y que en la Argentina solo existen dos opciones: el peronismo y la oligarquía. La primera afirmación le permite explicar por qué es vana nuestra ilusión de un país normal y republicano en el traste del mundo; la segunda nos condena a elegir entre el cielo y el infierno, entendiendo que el peronismo representa el paraíso en la Tierra.
Esa misma dicotomía fantástica, convertida aquí en lugar común, puede detectarse en Marcelo Tinelli. Figura querida y popular, confesó los otros días, y lo hizo con honestidad, que posee raíces peronistas: “Siempre pienso en beneficiar a los que menos tienen, y no a los grupos financieros y a los poderosos”.
Elija usted sin matices, señora: ¿enfermedad o salud?, ¿dicha o pena?, ¿champagne o veneno? De eso se trata. La larga hegemonía peronista rinde sus frutos culturales; transforma al gran responsable del saqueo, la decadencia, la corrupción, la mafia y la multiplicación de pobres en un movimiento angélico y redentor.
Quienes no adscribimos a esa fuerza de nobles sentimientos y efectividad reconocida somos oligarcas por acción u omisión, o tal vez por venalidad, egoísmo e ignorancia.
Esa renovada picardía binaria amasa, en uno de los peores momentos financieros del país, la idea de que existe otro “modelo” de éxito probado, inspirado por supuesto en el estatismo pertinaz y el aislamiento.
Y en Dios, que es argentino; los obispos peronistas de Bergoglio han reunido a preclaros economistas e ideólogos de rara y novedosa concordancia: los burócratas gremiales de la Carta del Lavoro, junto con algunos mariscales de la crónica frustración industrial, el inefable progresista Hugo Moyano y sus democráticos camaradas de la Corriente Clasista y Combativa.
Su inflamada prosa, llena de solidaridad, ímpetu nacionalista y emocionante altruismo, converge con los discursos de la Pasionaria del Calafate y del Camaleón de Tigre: todos le adjudican a la actual administración en exclusiva los males de la debacle y critican a la vez el ajuste y el endeudamiento, como si no se estuviera operando desde hace años con un Estado quebrado, bajo una cronología de irresponsabilidades inéditas y con la realidad de un país estancado e inviable.
Como si no hubieran sembrado vientos, ni estuviéramos cosechando sus lógicas tormentas, confiando en que la prensa y la opinión pública se expidan sobre la foto del diario de la fecha, y que no se tomen el trabajo de ver una película más compleja y terrorífica aún que todos los expedientes del cohecho organizado.
Con una soja a 650 -un precio excepcional y provisorio-, el kirchnerismo habilitó la contratación como planta permanente de más de un millón de agentes estatales, regaló jubilaciones masivas a quienes no habían aportado, sin preocuparse por su futura financiación, y creó con fondos circunstanciales carísimas estructuras perennes y regalos insostenibles en materia de energía y transporte.
Cuando el precio de la soja cayó a la mitad, la arquitecta egipcia encaró por cinco minutos la “sintonía fina”, pero como no quería pagar el costo político se detuvo y comenzó a devorarse las reservas y a vaciar los stocks: entregó un buque que por fuera parecía un transatlántico, pero que por dentro era una carcasa agujereada y con una bomba de relojería.
Hubiera correspondido entonces un ajuste severo y radical, que tal vez una sociedad sin conciencia de la trampa no habría tolerado: Mauricio Macri, que política e instrumentalmente se equivocó en no pocas ocasiones, eligió pequeños y progresivos recortes, mientras tomaba deuda para mantener a flote la ficción que nos habían construido.
Por factores internacionales, el crédito se acabó y el mercado produjo cinco meses de corrida cambiaria y una brutal devaluación: el resultado tenía forzosamente que ser una estanflación aguda y un incremento de la pobreza.
Y el drama no fue todavía más pronunciado solo porque el FMI prestó para evitar ese naufragio total que nos ganamos a pulso con nuestra negación, nuestro pensamiento mágico, nuestra estupidez y nuestra negligencia.
La soja fue y sigue siendo tan decisiva, porque resulta prácticamente la única turbina potente de la que disponemos en el difícil arte de ingresar divisas; el anterior y ahora añorado “modelo“, donde ya uno de cada tres argentinos era pobre, cacareaba una industrialización que resultó ser otra enorme mentira.
Si esa pujanza industrial hubiera sido cierta y contáramos actualmente con un gran caudal de compañías exportando a lugares remotos, la situación general de nuestras arcas y del empleo local sería mucho mejor.
Eso no sucede, primero, porque se apostó más al consumo rápido que al ahorro y al trabajo, y, después, porque el anacronismo de “vivir con lo nuestro” se combinó con la mala reputación: anticapitalistas, violadores de contratos, destructores de seguridad jurídica y socios dilectos del chavismo. Muchos empresarios formaban parte del problema y no de la solución.
Dante Sica, que fue secretario de Industria de Duhalde y hoy es ministro de Macri, peronista y frecuente asesor económico de sindicatos y pymes, cuenta una anécdota reveladora.
Cuando hace poco comenzó a recibir a las distintas cámaras empresariales, sintió un fuerte impacto. “Ustedes están más viejos, más pelados y más gordos que hace veinte años -les dijo-. Pero me vienen a reclamar lo mismo. Tienen los mismos problemas. ¿No hicieron nada para cambiar en todo este tiempo?”
Al cabo de dos décadas muchas de esas compañías siguen demostrando bajísima competitividad, no han reinvertido sus ganancias porque sabían que la fantasía kirchnerista se iba a terminar y ruegan ahora lo de siempre: que el Gobierno les otorgue una cuota de mercado, una tasa de rentabilidad y hasta que les defina los precios. Ortopedia eterna para gente que no quiere rehabilitarse.
El asunto no debe llevar a generalizaciones (hay exportadores esporádicos en algunas ramas de la industria), y Miguel Acevedo es un dirigente serio, pero en ese colectivo conviven héroes esforzados y creativos que luchan para mantenerse activos en esta Argentina ingrata, con vivillos e inútiles que buscan prebendas, y operadores desembozados del populismo.
No se sabe muy bien si estos quieren regresar a la “década ganada” o nos proponen las ideas de 1960; la primera experiencia fue un bluff, la segunda es impracticable en un mundo cruzado por la revolución tecnológica y sus múltiples secuelas y mutaciones.
Como sea, la retórica electoral seguirá adelante con ese “modelo” de los sensibles y los bienaventurados. Que precisamente nos hundió en esta ciénaga de los vencidos.

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