viernes, 14 de diciembre de 2018

HISTORIAS DE VIDA Y DE MUERTE,

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Así torturaba el gobierno peronista
Un fragmento del libro Argentina: Un siglo de violencia política de 
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Marcelo Larraquy que narra la escalofriante historia de Cipriano Lombilla, el comisario que torturaba opositores durante el primer peronismo.

El comisario Cipriano Lombilla es uno de los personajes menos investigados de los dos primeros gobiernos de Perón. Su memoria sólo perduró en los testimonios de los torturados de la Sección Especial Investigaciones de la Policía Federal que él comandaba.
En su época, su sólo nombre ya resultaba temible para estudiantes y la oposición política y obrera. Lombilla era un torturador que exhibía su impunidad: en su despacho tenía un portarretrato con una foto dedicada por Perón en la que posaba junto a él.
La Sección Especial era, en la práctica, un organismo autónomo de la Policía Federal. Respondía directamente a la Dirección de Informaciones Políticas, que dirigía el comandante de Gendarmería General Guillermo Solveyra Casares. La Dirección estaba en la Casa Rosada, en un despacho contiguo al del presidente Perón.
Lombilla identificaba su oficio con una frase que transmitía a sus asistentes: “El arte de la tortura es no matar. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa”.
Perón confiaba en la policía por encima de cualquier otra fuerza de seguridad. La Policía Federal había facilitado la concreción del hecho político fundacional de su liderazgo, el 17 de octubre de 1945. Ese día, la propia policía gritaba “¡Viva Perón!” al paso de los manifestantes.
Perón concibió a la fuerza policial como un cuerpo político. En sus dos primeras presidencias, la policía vigiló, encarceló y torturó a dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles de la oposición; también fue un obstáculo para las conspiraciones internas de los militares contra el gobierno.
Perón simpatizaba con la fuerza que había sido creada en forma casi simultánea con su irrupción en la política y les otorgó a sus integrantes mejores sueldos, condiciones laborales y beneficios previsionales. Además, hizo realidad un reclamo corporativo: que la policía tuviese su propio Código de Justicia y sus conductas fuesen juzgadas por sus pares. Como sucedía con los militares.
La “vieja guardia” de la Sección Especial de Investigaciones del gobierno de Perón había hecho su experiencia en la Sección Orden Político comandada por Leopoldo Lugones (h) a inicios de los años treinta, durante la dictadura del general José Félix Uriburu.
En el sótano de la cárcel de la Penitenciaría, donde prestaban sus servicios, habían torturado a radicales, anarquistas, comunistas, estudiantes y militares, entre otras víctimas.
Esas prácticas se reprodujeron en la Sección Especial que dirigía el comisario Cipriano Lombilla.
La repartición estaba ubicada en un edificio anexo a la Comisaría 8ª, Urquiza 556, en Buenos Aires.
Mientras Perón ponía en marcha las reformas sociales, que representaban una demanda histórica de los trabajadores, el movimiento obrero se fue convirtiendo en la base de la movilización popular. Pero aquellos sindicatos que quisieron mantener su autonomía frente a la CGT y el Estado padecieron la persecución y la tortura.
Como sucedió en 1949 con los afiliados telefónicos que luchaban por mantener sus derechos gremiales, despojados luego de la intervención de la CGT, alineada con el sindicalismo “vertical” peronista. Los telefónicos se declararon en huelga. En respuesta, el gobierno aplicó la política de “trato duro” con los gremios disidentes.
En la madrugada del 1º de abril, un grupo de policías de la Sección Especial, sin orden judicial, allanó 40 domicilios de empleados telefónicos; veinte de ellos fueron trasladados a a Urquiza 556.
El episodio obtuvo notoriedad, sobre todo porque las torturadas eran operadoras telefónicas. Una de ellas, Nieves Boschi de Blanco, estaba embarazada. La sacaron de su casa, la llevaron a la comisaría de Ramos Mejía y luego Lombilla, junto al oficial principal José Faustino Amoresano y otros cuatro policías, se ocuparon de interrogarla.
La acostaron en una camilla y le aplicaron la picana eléctrica con una intensidad que variaba entre los cincuenta y los cien voltios, al principio sobre la ropa, y luego sobre su cuerpo. Para ahogar sus gritos, colocaron un disco de jazz en el fonógrafo.
Te vamos a hacer largar el hijo antes de tiempo”, le advirtieron. La operadora fue trasladada a un calabozo del Departamento Central de Policía. Le tomaron fotografías, legalizaron su detención y luego fue liberada. En la Sala de Primeros Auxilios de Ramos Mejía le comunicaron que había perdido el hijo.
Algunos gremios y partidos opositores reclamaron la supresión de la Sección Especial y la reincorporación de empleados telefónicos, dejados cesantes tras las torturas.
Pero desde la Presidencia de la Nación se destacó el desempeño de Lombilla y otros funcionarios en “la pesquisa destinada a identificar a los integrantes de un grupo de comunistas que bregaba constantemente para producir una atmósfera de intranquilidad y descontento ante el personal de Teléfonos del Estado”.
Otro grupo que fue trasladado a la Sección Especial fue el del diputado Cipriano Reyes, que había resultado clave para la movilización popular del 17 de octubre de 1945, pero luego se había negado a desarmar el Partido Laborista, pese a que Perón había ordenado disolver todas las agrupaciones partidarias que lo habían llevado al poder.
Reyes ya había sobrevivido a varios atentados contra su vida, cuando fue en septiembre de 1948 fue acusado de participar en un supuesto complot junto a un espía norteamericano con el objetivo de matar a Perón.
El mismo Perón, frente a la multitud en Plaza de Mayo, aludió a Reyes como “un payaso que hace creer que lucha” por el pueblo trabajador y que el plan para matarlo, pagado por “el oro extranjero”, había sido abortado.
Ese día Evita también habló desde el balcón. Dijo que había que fiarse de la Justicia, como había dicho Perón. Pero había que tener en cuenta algo más: “Sepan que si ellos no obedecen la consigna de luchar por una Argentina libre, justa y soberana, el pueblo puede tomarse algún día la justicia por sus manos”. Ese día, si llegara, dijo Eva, ella estaría a la cabeza del pueblo si fuera necesario.
Reyes y su grupo fue trasladado a la Sección Especial. Les fueron colocando cadenas, vendas y capuchas negras. De a uno, fueron pasando a una oficina, los subieron a una mesa, los ataron de brazos y piernas con correas de cuero y los tuvieron en silencio, desnudos, por un rato largo. Pero no los tocaron hasta que llegó el jefe. Reyes escuchó su voz persuasiva.
—¿Dónde tenés escondidas las armas? —le dijo—. ¿Cuántos son los militares comprometidos?
A cada pregunta la acompañaba con la aplicación de la picana eléctrica. En la oreja y la planta de los pies. Los gritos de Reyes se apagaban con música.
Pero Reyes se ahogaba, se hundía, se iba. Le oprimieron el pecho, trataron de extraerle la lengua para salvarlo. Le desataron las correas, lo incorporaron, le tomaron el pulso. Cuando ya estaba mejor, volvieron a golpearlo.
El jefe de la Sección Especial, comisario Lombilla, en el oído, le susurraba que confesara todo lo que Reyes no sabía. Lo dejaron tirado en el calabozo. Lombilla recomendó que no le dieran agua.
Reyes parecía muerto.
Parte de la dirigencia laborista detenida en la Sección Especial atravesó experiencias parecidas a la suya. El algodón en los ojos, el vendaje, la mesa de tortura, las preguntas sin respuesta, el alambre electrificado —dos alambres en algunos casos—, el amplificador con música, los gritos ahogados, el desmayo, el calabozo, la sed.
El radiólogo Luis Eugenio García Velloso, que formaba parte del grupo, no se salvó del vendaje, pese a ser ciego. Le movieron la mano para que firmara una declaración en la que se autoincriminaba.
Cuatro días después de la detención, llegó a la repartición policial el juez Oscar Palma Beltrán para indagarlos. Pidió el nombre de todos. Eran catorce. La mitad de ellos habían sido torturados.
Algunos supusieron que el juez actuaría en su defensa y denunciaron los tormentos. El magistrado les explicó que los había hecho reunir en la Sección Especial para facilitar la actuación de la Justicia.
Excepto Cipriano Reyes y el sacerdote Jordán Farías, que hicieron una pasada por la enfermería de la Penitenciaría para ser restablecidos, el resto fue a la cárcel de Devoto.
La esposa de Reyes estuvo ocho meses detenida sin proceso judicial. El juez no encontró elementos para condenarlos. Pero la Cámara revirtió la sentencia. Reyes no saldría en libertad hasta la caída de Perón, en 1955.
Otro caso de resonancia por torturas de la Sección Especial de mayor resonancia fue el del estudiante Ernesto Mario Bravo. Apenas fue detenido, su madre escribió a Perón:
“Angustiada por la desaparición de mi hijo Ernesto Mario Bravo, desde su detención 17 de mayo por policía Sección Especial y agobiada por los más sombríos presentimientos, ruego nuevamente Excmo. Señor Presidente dignarse impartir instrucciones para urgente esclarecimiento del hecho y concederme audiencia.”
Perón estaba enfrentado con la comunidad universitaria. El gobierno militar del GOU, que él integraba, había disuelto las organizaciones estudiantiles, clausuró universidades y detuvo rectores y decanos.
En 1945, la agremiación estudiantil se alineó con la Unión Democrática para las elecciones de febrero de 1946 y enfrentó en la calle a grupos peronistas y de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), un grupo de choque liderado por Juan Queraltó.
En esa batalla hubo varios muertos. Dos estudiantes de Ingeniería de La Plata, Jorge Bakmas y Julio Rivello, fueron asesinados por negarse a vivar a Perón.
El 4 de octubre de 1945, Aarón Salmún Feijoo fue muerto cuando un grupo de diez personas de la Secretaría de Trabajo y Previsión lo interceptó en Perú y Avenida de Mayo, en el marco de la huelga estudiantil en la Facultad de Ciencias Exactas. Le dispararon un tiro en la boca. Fue considerado “el primer mártir universitario”.
Tras la victoria de Perón en las elecciones de febrero de 1946, la universidad se convirtió en un espacio de culto al peronismo, con el restablecimiento de la enseñanza confesional y el uso de bibliografía oficialista.
Expulsaron a más de mil profesores —casi un tercio del cuerpo docente— y designaron a decanos y rectores con precarios antecedentes académicos.
Los estudiantes se mantuvieron en la resistencia. Una fórmula para controlarlos fue el certificado de “buena conducta”, requisito imprescindible para la inscripción universitaria, que entregaba la Policía Federal. Los centros de estudiantes fueron vigilados y una red de informantes y delatores policiales se expandió por los pasillos y las aulas.
En este contexto de tensión entre el oficialismo y los universitarios, se produjo la desaparición de Ernesto Mario Bravo, militante comunista, que estudiaba Química en la Facultad de Ciencias Exactas.
Fue secuestrado en el barrio de La Paternal el 17 de mayo de 1951. Una comisión policial comandada por el comisario Lombilla fue a buscarlo a su casa. Bravo intentó escapar pero fue aprehendido en la calle Fragata Sarmiento al 1800.
Hubo varios testigos que observaron el procedimiento. Pero la policía negó su participación y el gobierno no dio respuesta a sus familiares. Se intuía que Bravo correría el mismo destino que el Carlos Aguirre en Tucumán en 1949: secuestro, torturas, desaparición y muerte.
El caso Ernesto Bravo fue tomado por radicales, católicos, el diario La Nación, toda la oposición, como el símbolo de la represión de la Sección Especial. La Federación Universitaria Argentina (FUA), presidida por David Viñas, declaró dos días de paro. Su desaparición también fue denunciada en la Cámara de Diputados.
El peronismo no se quedó de brazos cruzados. Salió a responder. Denunció que era un caso “autosecuestro”: a Bravo lo habían retenido los mismos estudiantes porque necesitaban un mártir, una bandera, para movilizarse contra el gobierno.
Después de 26 días sin noticias sobre su paradero, Bravo apareció. La versión policial indicaba que el estudiante supuestamente secuestrado había sido detenido tras un “tiroteo con la policía”.
La prensa y los diputados oficialistas avalaron la versión. Bravo fue acusado de “abuso de armas y resistencia a la autoridad”. El juez lo interrogó durante dos días. Su relato contradecía la narración oficial.
Bravo relató que luego de su detención fue conducido a la Sección Especial. Lo golpearon 10 hombres, a patadas y con cachiporras hasta que se desvaneció; lo desnudaron en una celda y le tiraron baldes de agua fría. Lo dejaron solo durante todo un día pero le impidieron dormir. Bebía agua del piso y su propia a orina.
Cada tanto, un kinesiólogo le hacía masajes para reanimarlo, y también le enyesaron el dedo anular y el meñique, que se habían quebrado por los golpes.
Cuando observaron que su vida corría peligro, la policía recurrió a un médico. Bravo nunca lo pudo ver. Cada vez que lo atendía le vendaban los ojos. Lo llamaban “el doctor Maciel”.
Después, una inyección le fue haciendo perder el conocimiento, aunque percibió que era trasladado en una camioneta a una casaquinta donde permaneció esposado en una cama. Allí también lo visitaba el “doctor Maciel”.
Poco a poco, se fue sintiendo mejor. El 13 de junio le trajeron un peluquero, lo afeitaron, le dieron las mismas ropas con las que había sido detenido —lavadas y planchadas— y lo retiraron del lugar.
Después de tres horas de viaje en auto entró en una comisaría. A la mañana siguiente fue obligado a declarar ante la Justicia bajo la acusación de “abuso de armas y resistencia a la autoridad”.
El testimonio de Bravo a la justicia era verosímil. El cuerpo médico de Tribunales constató fracturas en los dedos, hematomas, huellas de las inyecciones.
Pero, hasta ese momento, en el expediente había dos versiones contrapuestas: el informe de la policía y los dichos de Bravo.
Cinco días después, surgió la tercera versión: la del “doctor Maciel”, que eran en realidad el médico Alberto Caride, jefe de Traumatología del Hospital Ramos Mejía, ubicado en la calle Urquiza, frente de la Sección Especial.
Caride explicó a la Justicia que había sido contactado por teléfono por el oficial principal Amoresano en la madrugada del 18 de mayo de 1951. Lo pasaron a buscar por su casa. Ya había atendido en forma privada a pacientes detenidos en la Sección Especial. A uno de ellos le había amputado la pierna izquierda, otro había quedado estéril por los castigos, y también había tratado por una enfermedad de columna al gobernador bonaerense, coronel Domingo Mercante, entonces “lugarteniente” de Perón. Caride suponía que esa era la vinculación con el llamado. Pronto supo que no.
El comisario Lombilla lo recibió en su escritorio. Tenía a primera vista la foto en la que posaba con Perón, con una dedicatoria personal del Presidente. Le comentó que sus médicos estaban de vacaciones y necesitaba sus servicios. Sabía que él también preparaba las suyas. Lombilla le dio el pasaporte que había gestionado en la policía para viajar al exterior. Pero le explicó que iba a tener que suspenderlas. A uno de sus muchachos “se le había ido la mano” con un detenido y ahora quería dejarlo bajo su responsabilidad para que hiciera lo que pudiera. Pero si no fuera así, “mala suerte…”, le dijo.
Caride fue guiado por Lombilla por el interior de la Sección, empujaron una puerta de metal, entraron en una “cueva”. Había una figura postrada en la oscuridad que respiraba con dificultad. Estaba inconsciente. Tenía la cara deformada, el cráneo hundido. Le brotaba sangre de la boca.
—Este es el hombre —lo presentó Lombilla.
Caride se agachó para separarle los párpados, los hematomas se lo impedían. Cuando se paró para hablar con Lombilla se encontró cercado por hombres con pistolas al cinto. Advirtió que él también era un prisionero.
—Hay que darle agua —dijo el médico.
Lombilla se negó.
—Hablemos abajo –dijo.
La puerta metálica volvió a cerrarse con candado.
Fueron a la oficina del Archivo. Lombilla no quería muchos testigos. Estaba Amoresano y algún asistente más. Había muebles con centenares de prontuarios. El comisario le pidió una evaluación de lo que había visto.
—Tiene conmoción cerebral —dijo el médico.
—Puede ser. Le dimos tres horas de picana…
Lombilla le transmitió a Caride sus experiencias como torturador. Si la picana se aplica por mucho tiempo, los músculos se contraen y el detenido queda duro. La mandíbula es lo primero que se endurece. A menudo se ablanda con una buena trompada. Pero en el caso de este detenido, le explicó Lombilla, los golpes no resultaron.
Caride propuso internarlo en un sanatorio lo más rápido posible. Lombilla le explicó que podía atenderlo en la repartición.
—¿Cuánto tiempo se necesita para que se recomponga? —preguntó.
El médico no podía precisar si se recuperaría en forma completa
—Las conmociones cerebrales dejan huellas que son imposibles de predecir.
Si el diagnóstico era complicado, Lombilla comentó que podía hacer atropellar al detenido por un auto y que el problema se resolviera con un “accidente”. Podía ser un auto de la Sección Especial.
—Las denuncias van a la Dirección de Tráfico de la Policía y no tardan mucho en archivarse…
La hipótesis del “accidente” quedó flotando en el aire.
Lombilla también le explicó por qué no le daban agua al detenido. Después de las torturas, había que dejar pasar al menos cuarenta y ocho horas para que el sistema digestivo le permitiese tragar algo. Ni siquiera podía hacerlo por enema. Pero le admitió a Caride que tenía razón.
—…lo de la conmoción cerebral quizás haya sido porque lo agarramos de los pelos y le golpeamos la cabeza contra la mesa —dijo.
El arte de la tortura es no matar, explicó Lombilla. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa.
La muerte era considerada un imprevisto en la Sección Especial.
Le había ocurrido una vez a Amoresano. Empezó a torcerle las muñecas a un detenido que continuaba sin hablar, o mejor dicho, sólo se quejaba. Ese día estaba con mucho trabajo y Amoresano perdió la paciencia. Le dio un golpe en el pecho y el corazón y se le plantó en el acto.
Lombilla se sonrió por la mala suerte de su ayudante.
Del Archivo fueron hacia un pequeño depósito de medicamentos. Lombilla dijo que tomara lo que le hiciera falta. No había mucho. Caride decidió ir a su consultorio de Riobamba 261 para retirar jeringas, suero, una sonda. Lo acompañó Amoresano.
Cuando regresó a la Sección Especial, el médico hizo las primeras curaciones al prisionero. Recomendó que le pusieran una bolsa de hielo para bajarle la fiebre y, en lo posible, que lo colocaran en una cama con un colchón, frazadas, almohada.
Lombilla lo invitó a tomar un café en su despacho. Se preocupaba por ser cortés con el médico. Le habló de Perón. Tenía buena relación con él. El General estaba apadrinando los estudios de su hijo como cadete del Colegio Militar.
Pasadas las seis de la mañana, lo dejaron ir. Quedó una guardia de policías vigilando su casa. A la tarde Caride fue a hacer visitas médicas acompañado por un oficial.
A la medianoche volvió a la Sección Especial para ver al detenido ilegal. Estaba tirado sobre un felpudo; no había hielo ni se había aplicado nada de lo que indicó. Un par de zapatos en la cabeza le servían de almohada. Todo el resto estaba igual.
Caride protestó ante Lombilla y el comisario le pidió que no se alterara. No tenía mucho margen para quejarse.
-Cualquier acusación que haga en nuestra contra sólo servirá para comprometerlo. Continúe con nosotros y en silencio. No tiene otra salida.
La Sección Especial era un “agujero negro” de la Policía Federal. Lombilla le explicó el funcionamiento. En teoría, su repartición dependía de la División de Investigaciones de la Policía Federal. Pero en la práctica era una repartición autónoma que reportaba a la División de Informaciones Políticas de la presidencia de la Nación, que dirigía el comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.
En 1938, Solveyra Casares había creado y comandado el primer servicio de la inteligencia de la fuerza e internó a sus gendarmes, vestidos de paisanos, en los bosques del Territorio del Chaco para buscar información que ayudara a capturar a Segundo David Peralta, alias “Mate Cosido”, y otros bandoleros sociales que atormentaban, con asaltos y secuestros, a gerentes de compañías extranjeras y estancieros.
Solveyra Casares tenía su despacho contiguo al del presidente en la Casa Rosada y participaba en las reuniones de gabinete.
El hombre de “enlace administrativo” entre Balcarce 50 y Urquiza 556 era el subcomisario José González, que revestía como subjefe de Informaciones Políticas y también como subjefe de la Sección Especial, un escalón por debajo de Lombilla.
—Rendimos cuentas a Perón, no a la policía —explicó Lombilla, y prosiguió—. Desde el punto de vista legal, yo sé que podría ser condenado por mil casos… Ve aquella pila de papeles…
Caride se dio vuelta. Era una pila de carpetas de quince centímetros de altura.
—…son denuncias de los presos de la Sección Especial que se presentaron en la Justicia. Los jueces las envían de vuelta para acá y yo las archivo.
Había un procedimiento interno, de confianza mutua, entre Lombilla y los jueces. Funcionaba como una señal de alerta: si el magistrado decidía un allanamiento a su repartición, lo llamaban por teléfono, y sus subordinados realizaban el traslado interno de los detenidos a la Comisaría 8ª, y la Sección Especial se mantenía “limpia”.
Los días que siguieron, Caride continuó visitando a Bravo. Ya se alimentaba. El médico tenía la certeza de que no se moriría. Mientras tanto, en todo momento del día, lo acompañaba Amoresano.
Si visitaba a algún paciente en su casa, el oficial se acomodaba en la sala de espera. El policía había tomado confianza con el médico. En una oportunidad le mostró una polea de la sala de torturas que había traído del Paraguay para colgar de los tobillos a los opositores políticos, y un pequeño motor eléctrico, algunos rollos de alambre y una aguja de tortura que, atada al alambre, aplicaba sobre sus cuerpos.
Después Bravo fue trasladado y Caride comenzó a visitarlo a la quinta de Paso del Rey, en el Oeste. Bravo siguió sufriendo mareos pero se fue recomponiendo; tenía una fisonomía más presentable.
El 10 de junio le informaron que Bravo quedaría en libertad y ya no necesitarían sus servicios. Bravo tenía puesto un traje. Como le habían robado los zapatos que usaba el día de la detención, una comisión policial allanó su domicilio y trajo otro par para calzarlo.
Al día siguiente, Bravo ya estaba formalmente detenido en la Comisaría 45ª y listo para declarar ante la Justicia.
Pocos días después Caride relató el caso a los diputados radicales Silvano Santander y Miguel Ángel Zavala Ortiz, quienes acompañaron su presentación ante el juez. Su testimonio fue omitido por la prensa oficialista, que dejó de mencionar el caso.
Caride tuvo que exiliarse al Uruguay.
Lombilla y Amoresano fueron imputados por el delito de “privación ilegal de la libertad y lesiones”, pero dos años después, en 1953, fueron sobreseídos.

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