jueves, 26 de enero de 2017

CUANDO LA MENTIRA ES LA VERDAD


Cuesta creer que esta civilización tecnológica de hoy desciende de grupos de individuos errantes, obligados a recorrer decenas de kilómetros por día para, si había suerte, alimentarse de hojas, frutos silvestres y alguna que otra bestia desdichada.

Con el correr de los milenios, llegaron la ganadería y la agricultura, y con ellas, las aldeas y ciudades. Fue tal el éxito de la «revolución urbana» que sigue en franca expansión: según cifras de las Naciones Unidas, desde 2014 más de la mitad de los humanos vivimos en urbes y se calcula que hay más de quinientas que superan el millón de habitantes.


En efecto, las grandes ciudades actuales son un imán. No sólo por sus múltiples atracciones: cine, teatro, shoppings, librerías, estadios..., sino también porque ofrecen la (¿falsa?) sensación de que dentro de nuestras casas y departamentos estamos a salvo de las incomodidades y acechanzas de esa naturaleza que nos cautiva en las fotos, pero que en vivo y en directo nos perturba. Bajo techo no nos calcina el sol del verano ni se nos mete arena en las zapatillas. Salvo situaciones desgraciadas o extremas, nos sentimos seguros.



Pero he aquí que las noticias de los últimos días disiparon de un plumazo la apariencia de solidez de nuestros muros. Primero, un escorpión picó a un chiquito de cuatro años y le inyectó un veneno que le provocó cuatro paros cardíacos. No alcanzamos a reponernos cuando nos enteramos de que una víbora yarará mordió a una pequeña en Alta Gracia.

En el escenario de nuestra mente "contadora de historias", estos episodios (y otros similares de los que, suponemos, no tuvimos oportunidad de enterarnos) parecen capítulos de una obra de terror. En los dos casos, el ataque fue de noche, mientras los pequeños estaban descansando indefensos en sus camas, ese lugar en el que los padres sentimos que están a salvo de las agresiones del mundo. Ese sigilo, esa ponzoña que está más allá de nuestro control me hizo revivir el espanto que sentí, cuando era apenas adolescente, al leer El almohadón de plumas, el cuento de Horacio Quiroga cuyo recuerdo todavía me provoca repulsión.


Escuchamos que no hay que entrar en pánico. Y es lógico (al fin y al cabo, son hechos extraordinarios, nos decimos), pero también lo es que en nuestra irracionalidad (si no, no seríamos humanos) no podemos menos que ponernos en estado de alerta. (No me digan que no pensaron en asegurarse de que todas las rejillas estuvieran cubiertas y los burletes en su lugar, y en lanzar una campaña preventiva de exterminio de cucarachas.)
Para colmo, el hospital Garrahan nos informa que el año último se notificaron no un puñado, sino 7668 casos de picaduras de alacranes en el país, que en Brasil hubo 100 muertes por esta causa en los últimos tres años, y en México, 1000 anuales.



A principios del año pasado, una invasión de camalotes hizo que vecinos de la ribera de Quilmes temieran por la presencia de víboras y lagartos. Los especialistas en este tipo de visitas inesperadas explicaron que esos animales llegaban "cansados, hambrientos y nerviosos". Y aconsejaron no molestarlos y ¡hacer ruido para espantarlos antes de entrar en las habitaciones!



Hace un mes y medio, París, ¡nada menos que París!, cayó bajo una invasión de roedores que obligó a cerrar plazas y jardines durante semanas. Vecinos de la Ciudad Luz atestiguaban, alarmados, haber contabilizado cientos de estos residentes indeseados cerca de contenedores de basura. Hasta hubo quienes tuvieron que asistir, atónitos, a la presencia de intrusos de esta especie recorriendo sus departamentos de pisos elevados.


A veces, para los urbanos modernos, encontrarnos con la naturaleza en estado puro es un mal trago.

 Como sea, cuando ayer a última hora fuimos al súper del barrio, en el espacio de las góndolas dedicado a productos que eliminan el alimento preferido de los alacranes, no había ninguno, nada. Ver para creer.
N. B.

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