viernes, 27 de enero de 2017

TEMA DE REFLEXIÓN


En tiempos en que tecnología, economía, política y justicia se disputan lugares preferenciales en el escenario cotidiano, adquiere especial resonancia una larga conferencia que el filósofo francés André Comte-Sponville pronunció en 2004 ante un selecto grupo de profesores de escuelas de gestión, economistas y empresarios de varias ciudades de su país. Comte-Sponville (miembro del Comité Nacional Consultivo de Ética) habló durante toda la mañana, y tras un corte para almorzar, respondió preguntas a lo largo de buena parte de la tarde. Requerida desde muchos ámbitos, aquella intervención fue recogida finalmente en el libro El capitalismo, ¿es moral?En el corazón del libro hay una idea que merece puntual atención. Comte-Sponville, para quien la filosofía es valiosa porque desilusiona sobre las falsas ideas acerca de la vida y ayuda a comprenderla y aceptarla tal como es para vivirla con sentido, instala la noción de que el desarrollo ilimitado y autoritario de un tipo de idea, dogma o paradigma es una barbarie. Habría una barbarie tecnológica si no se le pone un límite al desarrollo de la tecnología carente de una orientación puesta en la persona como fin y no como medio. En el campo científico y tecnológico (sobre todo este último), dice, lo que se puede hacer se hace, no importa qué, no importa para qué, se trata de demostrar, con cierta soberbia, que se puede aunque parezca imposible. "¿Quién frena esa barbarie?", se pregunta. Y responde: la economía. Ella dice: "no hay fondos, no para eso".¿Y quién limita a la economía si ella cuenta con ese poder de regir otros campos? La política, que debe orientarla hacia el bien y el interés común. Así se previene una barbarie económica. Claro que entonces asoma el riesgo de la barbarie política: el autoritarismo, el populismo, el vaciamiento del destino colectivo desplazado por intereses de grupo, de facción, de mafia. ¿Cómo detener la barbarie política? La respuesta está en la justicia. Las leyes, las normas que sostienen a las instituciones y velan por los derechos de los ciudadanos sancionando la transgresión, el latrocinio, las decisiones despóticas. Sin embargo, allí acecha la sombra de una barbarie jurídica. Si la justicia se convierte en poder supremo, la toga del juez puede ser apenas el disfraz que oculte el traje del autócrata que, en nombre de la ley, decida arbitrariamente sobre vidas y destinos.Llegados a ese punto pareciera que no hay salida. Pero Comte-Sponville recuerda entonces la presencia de la moral. La moral debe encarrilar a la justicia, que limita a la política, que frena el economicismo, que doma a los tecnócratas fanáticos. Una suerte de Mamushka, esa muñeca rusa que alberga en su interior a otras, cada una más pequeña que la anterior. El pensador se encarga de diferenciar entre la moral (el conjunto de nuestros deberes más allá de toda recompensa o castigo) y el moralismo. La persona o agente moral hace lo que debe hacer, señala. El moralista dice qué deben hacer los otros y a menudo él se abstiene. En general, agreguemos, sobran los moralistas y hacen falta más agentes morales.Ateo confeso, Comte-Sponville admite que para los creyentes puede haber un último escalón: Dios, como garante de que no sobrevenga una barbarie moralista. Pero piensa que los valores morales valen para creyentes y no creyentes y, por lo tanto, personalmente se detiene un paso antes. No sin recordar que sobre los temas morales no se vota, no se especula económicamente, no se buscan réditos y no se olvida la presencia del otro, el prójimo. Lo dicho al principio de esta columna: aquella conferencia de André Comte-Sponville debiera transmitirse hoy y aquí a través de poderosos altavoces.

S. S. 

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