domingo, 22 de enero de 2017

SENTIMIENTOS



Recorro con los ojos lo que, creo, son los felices vestigios de mis años; quedaron marcados en mis manos, en mis palmas, con cada caricia de amor, entre manchas, cuchillazos, cicatrices y quemaduras. Cuando callo, hablan por mí.
En mi casa, los vestigios de una noche de vino y delicias con amigos pueden ser ordenados de una vez, cuando se retiran los invitados, o esperar hasta la mañana cuando me despierto y, al salir de la cama, me encuentro con los rastros de la noche anterior. Debo confesar que es lo que más me gusta. Estas huellas que a veces son como surcos, arrugas de la vida, son delicias de agrado para el anfitrión. Me gusta el orden y también gozo de sus opuestos, ya que vivir en permanencia; en uno u otro, produce tedio. Al recorrer los espacios y ver el desorden me siento pleno.
Hay quien se deprime con una casa desordenada y sucia de festejos pasados; yo me alegro, y comienzo mis tareas hasta dejarla impecable. Soy hombre de esponja, aspiradora, escoba, mopa y, por qué no, tabla de planchar, y cuando ordeno, lo hago con insistencia y prestancia, llegando implacablemente hasta los detalles mas pequeños del aseo.


Disfruto de aquel desorden de mesa y cocina, cuando aún puedo leer en las imágenes de mis recuerdos la celebración otra vez. Es como ver un mapa animado de los acontecimientos pasados: los almohadones de los sillones aplastados, las copas de vino con sus restos borravinos, los ceniceros aún con puros, las migas de pan, las servilletas manchadas y arrugadas de gentilezas, las cacerolas en ungüentos, las asaderas llenas de resabios de horno. Comienzo por las copas y vasos, juntándolos para ser lavados primero en un perol de agua caliente y luego de enjuagados van a una mesa donde dispongo una enorme servilleta blanca para que se sequen. Tengo una aversión por las máquinas lavaplatos, me resultan antipáticas y poco eficientes, prefiero la bacha profunda, por donde voy buscando higiene en cada mancha.



Ese acto de estar parado con la esponja en la mano, con un enorme perol de agua caliente y jabonosa es un rito que me gusta; lavo primero las copas y los vasos, luego los platos, fuentes y finalmente los cubiertos y las cacerolas.
Tengo, por mi trabajo errante, pequeñas casas donde vivo en lugares dispares en diferentes países lejanos. Las que más quiero son las más pequeñas, ya que allí encuentro el resumen exacto de la felicidad. En ellas recibo amigos, aunque todo suceda en un ambiente; con un giro, paso de la hornalla a la bañadera, de la cama a la chimenea o a la mesa de trabajo, que se transforma en el lugar para comer cuando tengo invitados. En todas hay libros y al llegar, cuando abro la puerta, el reencuentro con ellos me produce un vértigo que se va aplacando con el trajinar de paginas y recuerdos. No se necesita mucho espacio para vivir decorosamente. 

Considero que el resumen es más grato que el extenso pabellón de sueños; una suerte de estigma del bienestar, un residuo memorial habitado por la comodidad que a veces -no siempre- resulta certera o vana.
Con la suficiencia propia, se crea una dignidad, un arte en el acto de vivir solos con precariedad de espacio, es un viaje a la intimidad, que para mí transcurre entre esponjas y escobas, cerca de la bacha, pantufleando, cuando mi casa al despertar está escandalosamente desordenada por los amores y perfumes de vida de la noche anterior.

Los años me legaron esto: un resumen de espacios, un orden desordenado, pequeños grupos de amigos a comer, la pasión por el aseo y el silencio cálido de una casa muy pequeña, preferiblemente colgada de una roca en las colinas, donde se vive más afuera que adentro, a la sombra de las coronillas veraniegas.
F. M. 

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