jueves, 26 de enero de 2017

YO Y LAS PALABRAS




Estamos hechos de palabras, y hemos llenado al mundo de ellas. Somos, de alguna manera, palabras. Están, sí, los vocablos que han ido reemplazando al índice señalador de "eso" o a los sonidos guturales u onomatopéyicos con que quizá representábamos algún objeto, o un deseo o la necesidad más animal que humana de comunicarnos. Pero también se encienden las imágenes de las palabras: esas pequeñas llamas que se prenden en el cerebro para representarnos el universo. Tenemos áreas cerebrales que se desarrollan junto (o a través de, o para lograr) el lenguaje hablado, escrito, pensado. Intenten, por ejemplo, leer este texto sin que suenen las palabras en algún lado de la cabeza o, quizá, sin imaginarlas -a ellas o a lo que representan -. Es imposible: nos forman parte aunque no lo intentemos. No es la esperanza lo último que se pierde, sino las palabras. como saben los vendedores de seguros, los maestros, las madres o los poetas (como Blas de Otero que nos enseñó que si he perdido la vida, el tiempo. todo lo que era mío y resultó ser nada. me queda la palabra).

Hay también algunos héroes alrededor de una ciencia de las palabras. George Miller, por ejemplo, desarrolló la primera base de datos lexicográfica -WordNet- para relacionar sustantivos, verbos, adjetivos, de una manera lógica a través de relaciones semánticas, parentescos y evoluciones que permitían saltar de un concepto a otro (a través de lo que el neurocientífico argentino Mariano Sigman llama los barrios de palabras), y así nació el estudio computacional del lenguaje. Miller también fue pionero del estudio de cómo los chicos aprenden palabras, no diccionariamente sino en contexto: nadie puede estudiar desde el diccionario (y sus experimentos en los que los chicos deben imaginar qué hacer con palabras enciclopédicas son de lo más divertidos). Una vez que se largan, los chicos van aprendiendo a razón de unas 10 palabras nuevas por día, y aún no sabemos del todo cómo es que lo hacen.Lo cierto es que esos viajes por el léxico nos dicen mucho acerca de nuestro pensamiento y hasta nuestra salud mental. En un experimento ya famoso, el mismo Mariano Sigman y su equipo analizaron el discurso hablado (su coherencia, sus atajos, sus barrios de palabras) de jóvenes que, por distintos motivos, tenían un cierto riesgo de desarrollar psicosis. El análisis computarizado de las palabras y sus usos indicó que cinco de ellos efectivamente desarrollarían esquizofrenia. y así fue, cuando se los diagnosticó un par de años más tarde. Esta herramienta puede ser poderosísima: ayudarnos con inteligencia artificial y computación para analizar cómo hablamos puede ser la base de un diagnóstico temprano de enfermedades mentales. 
Las palabras, de nuevo, en el centro de todo.Pero las palabras son también armas, lanzas, anzuelos o redes. Y de eso saben los escritores y, sobre todo, los poetas; así nos los enrostra Ursula K. Le Guin cuando dice que las palabras son eventos, hacen cosas, cambian cosas o, sobre todo, Susan Sontag en un texto llamado, provocativamente, La conciencia de las palabras, donde se refiere a nuestras letras y vocablos como esas flechas que se clavan en la realidad, hacen al lenguaje elástico, viajan por el mundo y por nuestras cabezas. Para Sontag, las palabras son como cuartos o túneles, espacios que podemos habitar u olvidar.Finalmente, no olvidemos que las palabras son contratos, compromisos, pagarés que en algún momento alguien (o nosotros mismos) va a reclamar. En tiempos en que nada es verdaderamente íntimo, y lo público invade cada aspecto de nuestras vidas, las palabras están allí, agazapadas, esperando a ser recordadas y reclamadas.
 Como, por ejemplo, lanzar al aire la promesa de aumentar el presupuesto destinado a la ciencia y la tecnología hasta un 1,5% del PBI y así, permitirnos seguir estudiando porqués, para qués y cómos. incluyendo, claro, a las palabras y las cosas.
D. G.

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