miércoles, 25 de enero de 2017
NOSTALGIAS
Un ejercicio para poner en escena la nostalgia consiste en obligarse al recuerdo preciso de los cambios de una ciudad. Más que de los cambios, incluso de aquello que había en cada lugar justamente antes de los cambios.
En ese local de mitad de cuadra donde funciona ahora una verdulería, ¿había antes un negocio de filatelia? ¿O era una relojería? ¿A qué reemplazó ese bar impersonal de amplias vidrieras? ¿Qué habrá sido de la fábrica de pastas a la que íbamos de chico los domingos, en esa avenida por la que ya no pasamos?
Ya no me acuerdo cómo era la ciudad, ni tampoco el barrio en el que vivo; a veces, peor, ni siquiera me acuerdo de que no me acuerdo y, por eso, ese paisaje parece ser el de siempre. En eso consiste el ilusionismo de las ciudades, en convencernos de que siempre fueron como son ahora. La ciudad se conjuga en presente.
"¡Ah! La ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal", escribió el poeta Baudelaire, y esa sola frase se convierte en la divisa del melancólico urbano.
La melancolía rural se rige por los cambios de las estaciones, por lo que se va (las estaciones, las hojas de los árboles), pero retorna puntual, aunque se sabe por supuesto que volverá a irse, y que volverá de nuevo. La melancolía de ciudad tiene un signo diferente. Nada vuelve en la ciudad.
De a poco, serán cada vez menos los que recuerden, por ejemplo, qué había en la esquina de Rivadavia y Jujuy. Supermercados, torres o cadenas de farmacias irán ocultando ese bar original, ya inexistente porque cerró hace pocos días, en el que Borges, en la década de 1920, iba los sábados a la noche a conversar hasta el amanecer con Macedonio Fernández.
El presente excluye progresivamente nuestro pasado, aun ese pasado que conocemos solamente por los libros, y lo arrincona en la dimensión inmaterial del recuerdo y la evocación. Por eso el recuerdo se parece tanto a la música, porque es incorruptible.
Cuando el compositor Gerardo Gandini decidió publicar sus sonatas para piano con el título común de Anatomía de la melancolía pensaba en algo más que en su propia obra o en una de esas sonatas, cuyo procedimiento consiste en tomar 23 sonidos según las 23 letras del alfabeto que, para Robert Burton, organizan el universo. Acaso pensaba también en la melancolía inmanente de la música misma, en su condición pasajera y transitoria, destinada a realizarse mientras se consume.
Es cierto, sí, Gandini tenía razón, pero. Así como está destinada a consumirse mientras se realiza, la música, hecha solamente de tiempo, está sin embargo fuera del alcance del tiempo, que es el cambio.
En este punto, la tentativa de poner algo a salvo mediante el recuerdo (ese recuerdo espacial de calles y solares en el que me esfuerzo aun cuando sepa que finalmente morirá conmigo y cuya única justificación para eludir el absurdo será el tiempo breve que duró el recuerdo) no corre para la música.
Escribir en palabras es poner algo a salvo de la muerte. Pero no podría decirse que escribir música sea lo mismo, porque poner algo a salvo de la muerte es ponerlo a salvo del tiempo y, dado que la música está hecha de tiempo, no tendría sentido ponerla a salvo de sí misma.
La verdad no es eterna porque sea verdad; es verdad porque es eterna. Esto lo supo ya san Agustín, que no por nada le dedicó un estudio entero a la música.
Mientras, sigo esforzándome por registrar los cambios urbanos, las casas que demuelen y los negocios que cierran. De la música no me preocupo. Las músicas no necesitan nuestro recuerdo. Por eso creo cada vez más que quien compone no "hace" la música, sino que, más bien, la descubre. Todos aspiramos a la condición de música.
P. G.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.