lunes, 30 de enero de 2017

SAN MARTÍN Y EL GRANADERO CABRAL

“Últimos recuerdos de San Martín”Las imágenes que ocuparon la cabeza del Libertador al final de su vida“Todos los caminos de la memoria lo conducían a Corrientes, la Roma íntima de San Martín. Las lágrimas del viejo general estaban hechas con las mismas aguas de Saladas, el pueblo donde había nacido un coprovinciano del que se acordaba cada día de sus vida”



José de San Martín, acodado en el alféizar de la ventana, tenía la mirada fija en un punto situado fuera de este mundo. Se hubiera dicho que miraba las tejas de las casas vecinas a la finca de Grand Bourg y las copas de los árboles junto al Sena. Pero sus ojos acuosos, cubiertos por el velo de una catarata persistente, hacía tiempo que no veían otra cosa más que los parajes remotos de la memoria. Y de uno en particular.
Desde que intuyó que el ángel de muerte lo esperaba, paciente, sin prisa, como un cochero amable, no podía pensar en otra cosa. Solía pasar las mañanas limpiando su pequeña colección de pistolas. Podía armarlas y desarmarlas sin mirar, de memoria. Hacía tiempo que no tiraba. No quería delatar ante sí mismo y ante los demás el hecho irreversible de que ya casi no veía.
Por las tardes, después de una breve siesta, se dedicaba a caminar por la rivera con las manos cruzadas en la espalda. Pensaba. Si pudiera retroceder en el tiempo, se decía, volvería a un solo lugar, a un único momento.
Jamás se lo había confesado a nadie. Había conocido la traición más grande y dolorosa, la de su esposa. Y a pesar del dolor y la vergüenza, había podido desembarazarse de ese peso en una carta que le escribió a su amigo Tomás Guido. Él también había traicionado; recordaba sin orgullo sus encuentros con Rosa Campusano, la quiteña.
-¿Está bien, Papá? –le preguntaba Mercedes cuando lo veía sentado frente al fuego con los ojos húmedos.
-Si, mi amor, es el humo –le decía como si su hija fuese la niñita a la que había escrito las máximas y no la mujer casada y con dos hijas que era por entonces –a la vez que se pasaba un pañuelo por los párpados cansados.
El humo, las cataratas, la luz del sol, el polen; siempre era algo diferente. Pero los ojos de San Martín permanecían anegados como las tierras húmedas de su Yapeyú.
Quería que sus pensamientos se quitaran con la misma facilidad con se sacaba y se ponía el sombrero de paja que usaba para hacer las tareas de la huerta. Intentaba distraerse con los tomates y los ajíes que plantaba en la jardín acompañado por su perro, el Mocho, que así le decía porque le faltaba una mano que le había cercenado una carreta. Pero no había forma: una y otra vez, lo sobrevolaba esa misma idea con la insistencia de un tábano.


Sus años de actividad habían sido sólo doce. En esos doce años había hecho lo que el común de los hombres no haría en doce siglos. Pero el cuerpo le había dejado la lista de gastos: tenía un dolor en los huesos innombrable y los pulmones a la miseria. Había caído y se había liberado de su dependencia del opio (que la sutileza de un eufemismo llamaba láudano). Por cierto, la liberación del láudano le había costado casi tanto como la del continente. Pero nada de eso lo torturaba ahora.
Todos los caminos de la memoria lo conducían a Corrientes, la Roma íntima de San Martín. Las lágrimas del viejo general estaban hechas con las mismas aguas de Saladas, el pueblo donde había nacido un coprovinciano del que se acordaba cada día de sus vida.
Como el estratega que supo ser, dibujaba un campo de batalla en la arena negruzca de la orilla del Sena. Miraba el Sena como si fuera el Paraná y se figuraba in mente el mapa del combate.
Si los realistas hubiesen desembarcado donde él lo había previsto, frente al convento, las cosas hubiesen sido más sencillas. Pero no, tuvieron que hacerlo siete leguas río arriba. Eso cambió los planes. Cada día se le aparecía la cara morena de ese muchacho, la sangre que le brotaba a borbotones. Si hubieran desembarcado frente al convento… quién sabe… se decía.
Sus compatriotas lo habían olvidado. Había tenido que machar al exilio, leía las cartas que le traían sus amigos con noticias funestas: el país que él había liberado estaba en un guerra fratricida.
Pero una idea doliente se imponía sobre todas las demás. Cada día, una y otra vez, se imaginaba cómo debió haber sido esa batalla. Con una ramita, dibujaba el convento como una casita infantil con una cruz.
Representaba los barcos españoles como lo hacen los niños. Pero en lugar de ponerlos donde él imaginaba, los ubicaba, en escala, siete leguas más arriba. Con flechas semicirculares indicaba el operativo de tenazas sobre los realistas. Los quince minutos de la batalla eran el resumen de su vida.
Entonces, los ojos se volvían hacia los vericuetos de la memoria: su caballo, herido de bala, caía tumultuosamente y él quedaba atrapado bajo el peso de la grupa del animal. Veía el filo de una bayoneta enemiga y, como un santo de cara morena, aparecía el gesto desesperado de aquel muchachito zambo, mezcla de indio y africano.
La batalla había terminado: San Martín asistió al soldado Cabral, que no era sargento, sino un granadero raso. Lo veía con los ojos de un padre.
Él también tenía la piel morena. En el delirio del final, el soldadito de ojos aindiados y pelo mota, tomó la mano del coronel San Martín y confundiéndolo con su padre, un esclavo angoleño, le dijo algo en guaraní.


San Martín que hablaba mejor el guaraní que el francés, le apretó la mano y asintió. Cuando el soldadito expiró, el coronel escribió:
“No puedo prescindir de recomendar particularmente a la familia del granadero Juan Bautista Cabral natural de Corrientes, que atravesado el cuerpo por dos heridas no se le oyeron otros ayes que los de viva la patria, muero contento por haber batido a los enemigos”.
Pero en realidad, el muchachito zambo, en su minuto final, se acordó de lo que se acuerda un chico antes de dormirse:
-Cuide a la mama –le había dicho a San Martín confundiéndolo con su padre. O acaso, sabiendo antes que nadie quién era ese hombre de piel oscura, ojos acuosos y manos fuertes. Como las de un padre.

F. A. 

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