miércoles, 17 de mayo de 2017

AVENTURAS EN LA SELVA

El camino se internaba en la jungla, lacónico e insondable. Habíamos elegido esa mañana soleada para recorrer a pie el sendero, que atravesaba un fragmento inocuo de la selva misionera. Pero la selva nunca es inocua.
Aunque teníamos cerca un hotel y una ruta, y hasta una línea férrea, bastaron unos pocos pasos para quedar sumidos en un mundo nuevo donde gobernaba un silencio enigmático y apremiante.
Habituado a caminar entre árboles cuyas filiaciones me son bien conocidas, sentía ahora que había aterrizado en un planeta lejano. Sabía, me habían dicho que evitara tocar las plantas. Un arbusto de rostro amable podía mandarte al hospital.
Cinco minutos después, nos abrazó el matrimonio infinito de lianas, y nidos y ramas y troncos y flores y todo el verde que la conciencia es capaz de abarcar. Sin estar perdidos, nos sentimos perdidos. El sendero no ofrecía baranda. Tampoco hacía falta. Hasta el más intrépido habría juzgado imprudente sumergirse en esa fragosidad impiadosa, vigilada por árboles gigantes y por seres que creíamos oír, pero que nunca vimos. Excepto las aves, que parecían haber decidido abusar del color, y alguna araña, tan grande y rolliza que resolvimos cederle el paso. Imaginé la noche en ese lugar y me estremecí.
Cada paso daba lugar a un nuevo hallazgo, y todos los hallazgos eran inminentes. Al rato divisé algo allá adelante. Me acerqué corriendo. En el verde inconmensurable y ajeno, una planta me resultó familiar.


Un cuarto de siglo atrás, una amiga de la provincia de Corrientes me había regalado una plantita, dos hojas raras en una maceta menuda. Pero creció tan pujante que decidí darla al jardín. Pocos años después se había transformado en una criatura inmensa, con hojas de más de un metro y flores que algunos admiraron y otros encontraron alarmantes. Hasta que logré identificarla, la llamamos gigantoplanta.
La pequeña maceta había hecho un largo viaje, veía ahora. Al lado del sendero crecía la misma especie de Philodendron, conocida aquí como güembé, y de antigua prosapia en la medicina nativa. Divisé varias, descomunales y abrazadas a los árboles (de allí su nombre). Me arrodillé y acaricié sus hojas, confiado. Luego, seguimos nuestra marcha. El calor empezaba a sentirse y cada tanto nos llegaba un aullido lejano. Pero sentí que mi idea de la selva era mucho más salvaje que la selva real.
El verde decidió entonces responderme. Un estruendo atroz de alaridos simiescos y ramas aporreadas se lanzó sobre nosotros desde la izquierda. Nos agachamos, instintivamente, cuando la manada de monos cruzó sobre el sendero, como un hálito de horror y odio que saltaba de árbol en árbol. Un segundo más tarde desaparecieron por la derecha, tragados por las copas inalcanzables.


Las dos guardaparques nos encontraron todavía pasmados, mirando hacia arriba, y nos preguntaron si estábamos bien. No hubo tiempo de responder. Desde el mismo flanco por el que se habían ido, los monos volvieron a atravesar el sendero, como equilibristas del espanto, perseguidos por otros de su especie, más numerosos o quizá sólo más convencidos.
Como si el camino fuera un límite invisible, los atacantes se detuvieron allí, y durante unos segundos, en las alturas, colgados de ramas indecisas a ambos lados del camino, dos contrincantes se quedaron intercambiando miradas feroces y gritos de encono. Luego, los que huían se internaron de nuevo en la espesura.
-¿Qué está pasando? -les pregunté a las guardaparques.
-Luchas territoriales - respondieron, y también ellas se hundieron en la selva, tras los monos.
Reviví a menudo aquella escena. Las caras desencajadas, los gestos intimidantes, el odio ciego, el miedo animal. ¿Por qué me había perturbado tanto? Lo descubrí pronto, frente a la violencia nuestra de cada día. No había sido sólo una postal de la selva. Había sido también un espejo.

A. T. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.