viernes, 19 de mayo de 2017
TEMA DE REFLEXIÓN
Ricardo Esteves
Hay un problema estructural que la Argentina arrastra desde hace 5, 6 o 7 décadas: es una sociedad que gasta más de lo que produce. Se trata de un mal hábito profundamente arraigado. A este punto, algo cultural. Eso le impide destinar a inversión los recursos que se necesitan para despegar y encaminarse al desarrollo.
Es simple: para ir al desarrollo hay que asignar a inversión aproximadamente una cuarta parte del total de los bienes y servicios producidos por una sociedad. Eso no quiere decir que en sentido estricto deba sacrificarse del consumo esa proporción del producto para destinarlo a inversión, ya que buena parte puede suplirlo el crédito externo (pero cuidado, una cosa es crédito para inversión y otra bien distinta es para cubrir gastos corrientes del Estado, léase: sueldos). Pero aun apelando al crédito, lograr esos niveles de inversión requiere una disciplina y estímulos al capital que la sociedad argentina no está dispuesta a conceder. Por eso, pasan las décadas y la Argentina está en el mismo lugar. O peor, cada vez más atrás.
Así se perdió la década más extraordinaria de la historia moderna del país, donde se combinaron precios excepcionales para los productos argentinos de exportación con las tasas de interés internacionales más bajas en mucho tiempo, lo que era un estímulo adicional para la inversión y potenció un salto cualitativo en todos los países de la región (Chile, Perú, Brasil, Paraguay, Bolivia, Uruguay). La Argentina "consumió" ese beneficio y no quedó una mejora en la estructura social como en esos países.
El país venía en caída libre desde antes de ese ciclo de bonanza. Pero el cuadro se agravó dramáticamente luego de los 12 años de despilfarro de recursos y descontrol administrativo y moral del kirchnerismo.Quizás el saldo más doloroso de ese trágico ciclo -un período donde las clases medias se afianzaron y expandieron en América del Sur- sea la cantidad de gente sumida en la pobreza que dejó. O al borde de caer en ella, sostenida sólo por esa trama perversa de subsidios exóticos e inviables, tan difíciles a su vez de desmantelar -precisamente, por las consecuencias sociales de quitarlos- y que impiden la inversión en tantos rubros de la economía. Sin esos artificios -los subsidios- la pobreza heredada del kirchnerismo hubiera llegado a guarismos de terror. Un contrasentido para un país con tanto potencial y tantos sectores a desarrollar.
A la gente hay que sacarla de la pobreza con ingresos genuinos, que sean fruto de su trabajo y no de dádivas. A propósito de los subsidios, en dos oportunidades en este espacio -hace más de 10 años, y cuando la inflación era aún de un dígito- he sugerido un programa de aumentos en las tarifas de luz -aunque aplicable a otros servicios- del 3% al mes, lo que anualizado significaba en torno al 40%. A comienzos del proceso el aumento tenía un impacto en la mayoría de los usuarios de menos de dos pesos en sus facturas. Nadie cortaría calles por dos pesos al mes. Y de haberse aplicado, y controlando la inflación, al cabo de seis años las tarifas habrían recuperado un valor de mercado. Y el equilibrio se hubiera logrado hace ya años. Pero, como quedó a la vista, al kirchnerismo sólo le importaba hacer demagogia inflando irresponsablemente el consumo y destruyendo todo aquello donde metía la cuchara, sea el sistema energético, el mercado de la carne o las rutas del país.
A partir de esta precaria situación social, surge uno de los mayores desafíos que el Gobierno debe enfrentar: ¿cómo desmantelar ese enmarañado esquema de subsidios que bloquean la inversión -y en consecuencia, las opciones al desarrollo- sin hundir en la indigencia a todos los que dependen de él para sobrevivir? En el contexto de esta delicada situación humana y social y con unas elecciones a corto plazo que son un test sobre su gestión, unos bregan por acelerar las reformas y otros por hacerlas aún más graduales.
Otro gran desafío, más general pero no menos difícil, consiste en convencer a la sociedad de que el consumismo (gastar más de lo que se produce) sólo sirve para mantenernos en el atraso. Cuando una sociedad gasta de más, automáticamente sobreviene la inflación. En consecuencia, pierde su moneda. Legítimamente, y buscando preservar el valor de su trabajo y su esfuerzo a través del ahorro, los ciudadanos se abrigan al amparo de monedas que no se desvalorizan. De esa forma, los países con inflación se privan de un capital que es vital para sus economías. Y la Argentina, a diferencia de todos los países de nuestro entorno que viven con inflación de un dígito -que gastan según lo que producen-, no ha podido salir del círculo vicioso de consumismo-inflación-estancamiento.
La producción nacional -y, en consecuencia, el nivel de vida de los argentinos- no puede crecer si no hay inversión. Gobiernos civiles y militares (con mayorías parlamentarias o tanques en la calle y con situaciones fiscales infinitamente mejores que la actual) intentaron generar condiciones favorables a la inversión de manera sustentable, y ninguno lo logró. Todos fracasaron. La sociedad no lo permitió.
Como la inflación desalienta la inversión, el primer paso consiste en bajarla. Para lograrlo no hay otro camino que reducir el gasto público. La clase política y los sindicatos interpretan ese ajuste como un plan macabro para afectar a sus clientelas (principalmente los sectores populares históricamente ligados al peronismo), de cuya defensa dependen sus roles y su pecunio. Y como las medidas buscan lógicamente mejorar la rentabilidad del capital para que invierta, son vistas como dirigidas exclusivamente a beneficiar a los ricos y a las empresas extranjeras. En ese contexto, es muy poco probable que cualquier intento tenga éxito.
Las autoridades deben tomar nota de esto y enfrentar como primordial tarea convencer a la sociedad de la conveniencia de los cambios que proponen y de la inviabilidad del consumismo en el largo plazo.
No deberían malinterpretar la espontánea movilización del 1° de abril, donde se expresó un sector de la sociedad, como un aval irrestricto a los ajustes que se están aplicando, sino en buena medida como un apoyo a la democracia y la institucionalidad, menospreciadas bochornosamente el 24 de marzo.
El tercer gran desafío consiste en contener el acoso de las demandas sectoriales con fines distributivos.Esa contención será exitosa si tiene la comprensión de la sociedad. Para eso, deberá explicarle que la satisfacción de cualquier demanda que no esté contemplada en el presupuesto nacional sólo puede lograrse con emisión monetaria -que alimenta la inflación- o endeudando peligrosamente el país. O cancelando inversiones públicas en su reemplazo (si concedemos "tal demanda", no van a tener luz). Ya que en el subconsciente la sociedad percibe los fondos públicos como caídos del cielo. Hay que derribar ese mito.
Como el crédito aparenta ser la opción menos dolorosa, la sociedad debe comprender que contemplar las demandas de todos, por más justificadas que sean, desembocaría en un nivel de deuda que puede llevarnos a un nuevo default.
Si la sociedad quiere continuar con el consumismo, debe conocer los costos y las consecuencias.
Empresario y licenciado en Ciencia Política
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