viernes, 22 de diciembre de 2017

COLORES Y LETRAS....PENSAMIENTOS



Durante los últimos días vienen persiguiéndome algunas modestas catástrofes cromáticas. La primera fue indumentaria. ¿Dónde había guardado aquella camisa a cuadros que oscilaba entre el beige clásico y un tono arena? Después de un rato -en casa me aseguraban que jamás me vieron con una prenda de esos colores-, el enigma se resolvió de manera insólita: lo que yo consideraba beige era, para el resto, un gris sin fisuras.
Horas más tarde cierta foto (en realidad, una diapositiva tan prístina como irrefutable) me hizo ver que el auto de mis tiempos infantiles no era verde claro, sino que rozaba un abominable amarillo patito. Y, para coronar el estado de sospecha, la costosa búsqueda de un libro sólo llegó a un final feliz cuando dejé de pasar los dedos por la biblioteca confiando en la supuesta tonalidad del lomo (¿de verdad era violeta y no rojo?). No sufro de daltonismo, aunque la camisa a mis ojos sigue siendo beige, ni tengo problemas de memoria, por mucho que puedan alterarla los recuerdos alterados. Ocurre simplemente que los colores tienen sus bemoles.


Afortunadamente, para comprobar que esa clase de deslices son los de cualquier mortal, existen los trabajos de Michel Pastoureau. Pastoureau es especialista en simbología medieval, pero encontró para explorar un segundo territorio, mucho más inesperado: la historia de los colores.
Más allá de la física, en sus estudios revela que no existen las verdades cromáticas universales, que estas varían según las épocas y las sociedades. También, que a veces depende del cristal del observador. Uno de sus libros está dedicado por completo al azul, un tono hoy dominante, pero que sólo empezó a ser valorado hace dos siglos. Que los modos de considerar los colores pueden mutar basta un ejemplo conocido de los que propone: para los griegos antiguos, el mar Egeo, a pesar de lo que digan las postales de hoy, no era azul. Ulises deambulaba en la Odisea gracias a Homero por un mar color de vino, pero todo indica que los griegos de carne y hueso le adjudicaban un tinte verdoso.
En un nuevo libro, Los colores de nuestros recuerdos, Pastoureau escribe en clave autobiográfica sobre nuestro mundo polícromo. El primer color que cree recordar es el amarillo del traje de André Breton, un habitué de su casa gracias al padre, Henri Pastoureau, un poeta ligado al surrealismo. Su pasión, sospecha, deriva de la cantidad de cuadros que vio pasar por su hogar a edad temprana. Su inquina contra los fabricantes de ropa extra large, por la tendencia a elegir colores claros, y no los oscuros que disimularían su sobrepeso. La curiosidad lo lleva a investigar las razones por las que los semáforos contraponen el verde (un color históricamente asociado, dice, al desorden, a la transgresión, no a la cesión de paso) al más predecible rojo, que indica peligro. O a proponer una breve arqueología del blue jean, teñido por ese índigo misterioso que en sus orígenes designaba una prosaica ropa de trabajo.


También a Pastoureau lo descorazona que en materia de color la memoria engañe. Uno de sus recuerdos más preciados de la infancia son unos caramelos de mandarina, rutilantes de tan coloridos, que compraba en el subte, cuando iba al colegio, en unas memorables máquinas expendedoras pintadas de naranja. Como buen detective documental, en coincidencia con una exposición de la historia del metro parisiense, salió a rastrear con nostalgia el bendito artilugio en las fotografías de época. No encontró ninguna del magnífico color que recordaba. Eran claras y desabridas. ¿Podía ser que la memoria hubiera tomado la parte por el todo y le hubiera traspasado a la máquina el brillo de las golosinas? Es posible, tan posible como que haya existido una única boca de expendio, brillante y anaranjada, sólo para él.
Los colores, sin embargo, también tienen su lado de abstracción, revelan afinidades electivas. A Pastoureau -en algo estamos en desacuerdo- no le gusta ni la poesía ni el mito de Rimbaud. Una de sus torturas escolares fue el famoso soneto de las vocales en que el poeta adolescente le atribuía a cada letra una tonalidad: la A negra, la E blanca, la I roja, la O azul, la U verde.
Ninguna de esas asociaciones le parecían pertinentes. ¿Cómo podía ser negra la A y roja la I? Es probable que la sinestesia de Rimbaud -vale decir, la aplicación de un sentido a otro- se relacione con su fascinación por la alquimia o que sea un juego arbitrario para sorprender al lector. Pastoureau se entregó al juego de colorear las vocales a su manera. En su versión la A es roja, la E azul, la I amarilla, la O blanca y la U azul o verde. Aunque no hay universales cromáticos, y menos todavía en clave subjetiva, me sorprende coincidir con su elección. Hay una sola diferencia: en mi caso la U, como no podía ser de otra manera, es beige.
P. B. R.

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