Una familia, un nacimiento, un año
Amo la Navidad y el Año Nuevo. Las Fiestas. Lo declaro sin ambages. A cara descubierta. No me importa que diciembre sea un mes complicado. Nada más pasado el 8, cuando las casas empiezan a alumbrarse con fulgores parpadeantes y cada vecino reverdece su arbolito, de estatura y pompa variable, mi humor cambia de inmediato. Puedo haber tenido un mal día, pero en cuanto llego al barrio se me olvida todo. Incluso me encanta, cosa de lo más insospechada, cómo han vestido mis vecinos sus fresnos jóvenes con luces pequeñas, porque a la noche esos brillos dibujan sus siluetas misteriosas como en un bosque encantado.
Amo las Fiestas, y lo digo así, a bocajarro, sin que me importen las quejas que inspiran en muchos de mis conocidos y amigos.
Es mi memoria, acaso, la que me hace sentirme de este modo. Cierro los ojos y vuelvo al patio del antiguo caserón de mi abuelo, con su hiedra umbrosa y su parra de uva chinche. Vuelvo a la larga mesa en la que se sentaban los grandes, que por entonces eran muchos, mientras los primos nos la pasábamos de acá para allá jugando juegos viejos que parecían diferentes sólo por el arbolito iluminado, por las botellas de formas raras y corchos efusivos, por los turrones y los panes dulces -que nunca se visitaban en otras épocas del año- y por el aire veraniego cargado del perfume de algún tilo remolón y del olor de los fuegos de leña.
Amo las Fiestas porque cuando mi padre y mi tío Ricardo se trenzaban en sus arbustivas discusiones políticas -de las que no entendía ni una palabra, pero que parecían asunto serio- ni la celebración ni el dulce ambiente se amargaban, y porque todos sabíamos que no sería Navidad ni Año Nuevo si ellos dos no volvían a disputar la suerte de la Nación, nariz contra nariz, los dedos índices en alto y los ceños fruncidos, con cabalmente los mismos argumentos de doce meses atrás.
Cuando me cansaba de corretear y de meterme en problemas, me sentaba junto a mi abuelo, que, con menos años de los que tengo ahora, ya había transitado muchas vidas, y se reía conmigo de los dos pendencieros. Me daba entonces uno de sus consejos, que han marcado mi existencia y que nunca dejaré de agradecerle y de respetar a rajatabla. Señalaba a mi padre y a mi tío y me decía al oído:
-¿Sabés qué pasa con esos dos, Arielito? Que no saben beber.
Amo las Fiestas, tal vez, porque en aquellos años idos todavía no habíamos convertido los fuegos artificiales en algo como el bombardeo de Dresde, y hoy, cuando se hacen las 12 y salgo a mirar las hipnóticas floraciones en el cielo, me doy cuenta de que ya no es lo mismo, de que ahora hay una voluntad encarnizada de ensordecer y sobresaltar. Un signo, supongo, de que queremos que alguien alguna vez nos escuche.
Y amo las Fiestas también porque por entonces eran una excepción, como tu cumpleaños. Eran como el cumpleaños de la vida, y desde mediados de diciembre todo cambiaba en anticipación de la reunión inusitada, de los largos brindis adornados con discursos titubeantes y augurios exagerados, de los manjares impúdicos, de los regalos pequeños, pero largamente esperados, y de las horas desconocidas. ¡Ningún otro día del año estaríamos levantados hasta después de la medianoche!
Para muchos de mis amigos, las Fiestas se han transformado en un fastidio. No sé por qué. A lo mejor perdimos la inocencia. A lo mejor nos hemos vuelto más tristes, a fuerza de intentar ser felices todo el tiempo, tratando de vivir cada día como si fuera el último, un mandamiento que sólo funciona bien en un cuadrito que contiene la mitad de un esmerilado verso del poeta Horacio.
Por mi parte, amo las Fiestas y les deseo un poco, aunque sea un poco de ese regocijo único de ser lo que somos, una familia. Sin adjetivos. Sin tantas vueltas. Numerosa o pequeña. Sinceramente diversa, pero sin grietas. Sólo una familia, un nacimiento y un año por venir.
A. T.
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