Cumplí, días pasados, 75 años. Y voy a hablar de la muerte que anhelo. Lo haré no sin antes volver a agradecer los cumplidos recibidos en la fecha y los deseos sinceros de quienes aspiran a persuadirme de que lo mejor es cambiar de tema. Nada, aseguran, justifica en mi estado actual de salud que me empeñe en este asunto. No faltan, tampoco, los buenos amigos que recurren a una presunta objetividad para asegurarme que, en los días que corren, se han ampliado tanto las fronteras que, a mis años, se es mucho más joven que en el pasado y que, por lo tanto, la expectativa de vida es justificadamente mayor. Y todo ello sin dejar de extender esa gratitud a quienes, al conocer mi edad, no dudan en jurar que no la aparento y, enfatizando su convicción, me recuerdan que son, sin sombra de duda, muchos los hombres de mi generación que desearían encontrarse, a los 75 años, tan bien como yo me encuentro. A todos, mil gracias.
Es cierto: estoy bien de salud. La alegría de vivir no me abandona. Disfruto del amor con una mujer que me conmueve. Mi vocación de escritor está intacta. Conozco el fervor de la amistad. Siempre quise tener por oficio la enseñanza y mi entusiasmo en su práctica no ha languidecido. Leo con avidez. Estudio, incluso, con más perseverancia que en el pasado. No sé vivir sin música. Su enigma y su hermosura me acompañan. La fortuna me ha bendecido con tres hijos artistas. Conozco la emoción de ser abuelo.
Entonces, qué? ¿Me doy acaso por cumplido y, saciado, quiero partir? ¿Ya lo tengo todo y nada me queda por ganar? ¿Se ha quedado sin futuro mi deseo? Nada de eso: obro y deseo con la intensidad de siempre. Lo que no quiero, lo que temo, justamente, es que la muerte se olvide de abrazarme cuando ya no pueda vivir como vivo. Con esta intensidad, con este deseo. Cuando de mí no quede sino un saldo, el rescoldo cada vez más frío de un fuego que se apagó. Y creo que, para que eso no suceda, lo mejor sería no abusar de los años. No jugar a la ruleta. No quiero ser mi deudo. No quiero dejarme cebar por la tentación de trescientos días más y luego otros trescientos y terminar perdiéndolo todo, extraviado en lo estéril. ¿Pero qué hacer para remediarlo si se renuncia, como en mi caso, al suicidio? Hay gente afortunada y gente en manos del infortunio. La primera es arrancada a sus pasiones sin haberlas perdido. En el goce de su intensidad. La segunda se sobrevive, integra la extensa caravana de los que se han excedido durando más años de los que lograron vivir. Inexisten; son pura permanencia. O nostalgia sin más de lo sido.
No hay arte del bien morir. Nadie puede, en esta materia, ser el artesano de su suerte. Tal como yo lo quiero, el arte del bien morir no es otra cosa que el ser arrebatado, tras un largo ejercicio, en el goce cabal de nuestras facultades; lejos de los tormentos que impone el deterioro del cuerpo y de la mente. El arte es construcción, es obra. Y, en este caso, no hay como llevarla a cabo. La iniciativa, si rehuimos el suicidio, no puede ser nuestra. Y si la muerte oportuna, tal como la entiendo, no llega cuando se la reclama, sólo cabe implorar que sobrevenga. Que el azar, en su arbitrariedad, nos privilegie. Que nuestra súplica llegue al domicilio de ese alguien que carece de residencia fija. O a los oídos de un sordo que sólo escucha los latidos de su impulso ciego.
Sé de qué hablo. "Fallecí" de ese modo anhelado el 6 de agosto de 2002. Yo dictaba una clase en casa: Molière en su Misántropo era el tema. El diálogo fluía en un grupo entusiasta. Dicen, los que entonces me vieron, que lo mío fue algo fulminante. Recuerdo un último momento antes del derrumbe: pregunté si ellos, los alumnos, oían como yo una melodía. Luego, cuentan, caí como una piedra. Cuando desperté, minutos más tarde, estaba en una silla de ruedas. Mi mano, inerte, en la mano de mi mujer. Bajábamos en un ascensor. Epilepsia, diagnosticaron. Semanas después, razonablemente repuesto, comprendí que había vivido la muerte ideal. No hubo transición en aquella tarde de agosto. No hubo dolor. Simplemente, estaba inmerso en lo que tanto quería y de pronto desaparecí.
Es cierto: estoy bien de salud. La alegría de vivir no me abandona. Disfruto del amor con una mujer que me conmueve. Mi vocación de escritor está intacta. Conozco el fervor de la amistad. Siempre quise tener por oficio la enseñanza y mi entusiasmo en su práctica no ha languidecido. Leo con avidez. Estudio, incluso, con más perseverancia que en el pasado. No sé vivir sin música. Su enigma y su hermosura me acompañan. La fortuna me ha bendecido con tres hijos artistas. Conozco la emoción de ser abuelo.
Entonces, qué? ¿Me doy acaso por cumplido y, saciado, quiero partir? ¿Ya lo tengo todo y nada me queda por ganar? ¿Se ha quedado sin futuro mi deseo? Nada de eso: obro y deseo con la intensidad de siempre. Lo que no quiero, lo que temo, justamente, es que la muerte se olvide de abrazarme cuando ya no pueda vivir como vivo. Con esta intensidad, con este deseo. Cuando de mí no quede sino un saldo, el rescoldo cada vez más frío de un fuego que se apagó. Y creo que, para que eso no suceda, lo mejor sería no abusar de los años. No jugar a la ruleta. No quiero ser mi deudo. No quiero dejarme cebar por la tentación de trescientos días más y luego otros trescientos y terminar perdiéndolo todo, extraviado en lo estéril. ¿Pero qué hacer para remediarlo si se renuncia, como en mi caso, al suicidio? Hay gente afortunada y gente en manos del infortunio. La primera es arrancada a sus pasiones sin haberlas perdido. En el goce de su intensidad. La segunda se sobrevive, integra la extensa caravana de los que se han excedido durando más años de los que lograron vivir. Inexisten; son pura permanencia. O nostalgia sin más de lo sido.
No hay arte del bien morir. Nadie puede, en esta materia, ser el artesano de su suerte. Tal como yo lo quiero, el arte del bien morir no es otra cosa que el ser arrebatado, tras un largo ejercicio, en el goce cabal de nuestras facultades; lejos de los tormentos que impone el deterioro del cuerpo y de la mente. El arte es construcción, es obra. Y, en este caso, no hay como llevarla a cabo. La iniciativa, si rehuimos el suicidio, no puede ser nuestra. Y si la muerte oportuna, tal como la entiendo, no llega cuando se la reclama, sólo cabe implorar que sobrevenga. Que el azar, en su arbitrariedad, nos privilegie. Que nuestra súplica llegue al domicilio de ese alguien que carece de residencia fija. O a los oídos de un sordo que sólo escucha los latidos de su impulso ciego.
Sé de qué hablo. "Fallecí" de ese modo anhelado el 6 de agosto de 2002. Yo dictaba una clase en casa: Molière en su Misántropo era el tema. El diálogo fluía en un grupo entusiasta. Dicen, los que entonces me vieron, que lo mío fue algo fulminante. Recuerdo un último momento antes del derrumbe: pregunté si ellos, los alumnos, oían como yo una melodía. Luego, cuentan, caí como una piedra. Cuando desperté, minutos más tarde, estaba en una silla de ruedas. Mi mano, inerte, en la mano de mi mujer. Bajábamos en un ascensor. Epilepsia, diagnosticaron. Semanas después, razonablemente repuesto, comprendí que había vivido la muerte ideal. No hubo transición en aquella tarde de agosto. No hubo dolor. Simplemente, estaba inmerso en lo que tanto quería y de pronto desaparecí.
No, no soy devoto de las cifras. Noventa, para mí, no es más que setenta, por mejor que se esté a los noventa. Noventa y setenta se podrían homologar si el júbilo diera sustento a las dos edades. Pero no nos engañemos. Es muy poco probable que sea así. Noventa, en este asunto, resulta fatalmente mucho menos que setenta.
Mi vida ha sido larga. Y larga porque abunda en logros y emociones. No hablo sólo de alegrías. Hablo de intensidades. De revelaciones que reflejaron miserias y riquezas. No me quiero residual. Ni me parece indispensable que una buena calidad de vida se asocie, con énfasis, al mayor número posible de años. El arte del bien morir no puede ser otro que el de morir estando bien. En plena vida. Sabiéndonos protagonistas de lo que nos pasa. Morir no después de haber vivido sino mientras vivimos. Porque la verdadera muerte se enmascara en ese después. En ese páramo donde la mejor inquietud ya se ha perdido.
Nacemos dos veces y lo ideal es no morir más que una. Nacemos, primeramente y como es obvio, paridos por nuestra madre. Y luego, si ese privilegio está a nuestro alcance, cuando nuevamente somos dados a luz pero ahora por nuestros proyectos. Y lo ideal es morir una vez sola sin que en nosotros expire el deseo que nos mueve, sino durante su despliegue, en plena floración. Sin presenciar, en nosotros mismos, la ruina de lo que nos importa. Sin vivir la humillación de ser nuestra propia ausencia.
Durar sin ser es la mayor amenaza que pesa sobre nuestras vidas. Durar habiendo dejado previamente de existir. Prefiero, entonces, irme sin arriesgarme a ser la pérdida de esos bienes. Sin consistir en uno que se ha perdido. Sin ser mi propia disolución.
Morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que el de asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. No hay castigo mayor que el de verse integrando su cortejo fúnebre. La muerte no es, por eso y para mí, lo que sigue a la vida. Sino lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza. Lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres cuyo trato nos constituye en personas. La muerte es vida seca, marchita. Ésa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos: que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos.
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