Hay una forma de vida que va tomando todos nuestros sueños cuando los lugares geográficos comienzan a apoderarse de nuestros días. Eso me sucede en Uruguay, más precisamente en diferentes partes del departamento de Maldonado, que entre sierras y mar me han hecho sentir que conozco profundamente sus gestos, bosques nativos, fauna, lagunas, arroyos y playas, luego de cuarenta años de habitarlas.
Esta mañana, cuando me desperté, bajé a la playa a buscarte, caminé por los trillos de los corderos pasando las aguadas, el monte de coronillas y finalmente los membrillos y granados hasta que llegué a las dunas. Allí, entre los pastizales me crucé con una tortuga y una mulita. El mar estaba perfectamente calmo y azul. Los kilómetros de playa hasta el faro tenían palos y troncos de las últimas mareas tormentosas. La enorme laguna de Garzón con todos los ríos afluentes que bajan de las sierras desde la bahía Anastasio, formándola, estaba abierta al mar y un conjunto de gaviotas comían en la unión de aguas. Es en esos días de abertura cuando entran las corvinas a desovar y también los langostinos que tantas veces hacen delicias de mis planchas de fuegos.
Tenía colgando de la mochila un balde y en el recorrido de playa, con la ayuda de una palita, comencé a juntar berberechos. Blancos y brillantes comenzaron a llenar mi balde. Arrodillado en la arena con mi sombrero de sol sentía el agua salada ir y venir entre mis piernas. Después de unas horas el balde estaba lleno. Lavé los berberechos y dejé el balde con agua clara de mar para que se purgaran largando los últimos granos de arena. Serían otra vez una ofrenda para vos, para nuestro amor salobre y silencioso. Teníamos una cita a las doce, como siempre debajo de los médanos más altos. Allí comencé el campamento con la ayuda de unos varejones de eucalipto que guardaba dentro de los matorrales con otros tesoros como leña, una tabla de madera y una plancha de hierro fundido. Armé muy cerca del mar una enorme sombra con la lona negra y sus soguitas atadas a los palos clavados en hoyos en la arena para soportar más tarde la virazón. Las sogas, ya gastadas de tanto atar refugios de playa.
Sentado a la sombra hice un montículo con arena bien mojada a modo de pie para la enorme tabla cuadrada que haría de mesa de cocina y comedor. Puse dentro de una red atada a una piola gruesa una botella de albariño y la dejé entre las olas refrescándose. Comencé mis tareas de cocina picando mucho ajo y deshojando el ramo de perejil que venía envuelto en papel mojado para mantenerlo fresco.
Parte de la enorme alegría de verte en el verano es preparar este campamento de amor sombreado, y cuando llegás, siempre sorprendida por la acogida, tengo bajo la sombra un enorme espaldar cavado en la arena donde nos sentamos a leer y conversar. El menú era unos finísimos spaghetti al ajillo con berberechos. En un pozo encendí el fuego en una esquina del sombreado, y cuando llegaste envuelta en un pareo nos bañamos en el mar desnudos, barrenando las enormes olas que una y otra vez nos dejaban en la playa. Al regresar puse la cacerolita con agua de mar tapada sobre el fuego y la plancha a calentar, los berberechos escurridos fueron de una vez al hierro caliente mientras se cocinaba la pasta.
Sobre el final agregue el ajo y el perejil para echarlos sobre la pasta dentro de la cacerola, un generoso chorro de aceite oliva terminó de dar gusto a nuestra delicia, que comimos juntos desde la misma cacerola, tomando vino y untando panes con el fondo de aceite, perejil y ajo.
Siempre dormimos una extensa siesta apenas tapados, nuestras bocas muy juntas, como si siempre lo hubieran estado, abrazados de piernas y brazos entre caracoles y batir de olas.
F. M.
Siempre dormimos una extensa siesta apenas tapados, nuestras bocas muy juntas, como si siempre lo hubieran estado, abrazados de piernas y brazos entre caracoles y batir de olas.
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