Me desperté pensando en qué cocinar para el almuerzo. Mi invitada era muy bella, tan bella que me parecía imposible imaginarla comiendo. La única vez que la había visto, cuando la conocí, estaba sentada frente a mí, en una cena tardía después de la ópera, y sentí que los dos teníamos ganas de hablarnos, pero entre flores, candelabros y las carcajadas de nuestros amigos las palabras se perdieron una y otra vez como augustos ladridos de perros lejanos. Mientras caminábamos hacia la puerta para irnos observé su vestido gris transparente y sus zapatos negros que la doblaban en edad; estaban perfectamente lustrados con cera de abejas y hueso. En esa noche soñadora, mientras comíamos, muchas veces la desnudé con los ojos pensando envolverla en el mantel de damasco blanco que ya tenía manchas del goteo de velas, aceite y compota de frutillas. Desde mi distancia ella parecía contener una paz exacta. Medida entre los contornos de sus gestos destilaba un aura de bondad inteligente y alerta.
Esa mañana todavía temprano tenía tiempo de ir al mercado en busca de sabrosas provisiones, pero cada vez que pasaba por la cocina y veía los porotos verdes cosechados el día anterior me daba ganas de cocinarlos. Desde la noche descalificaba la idea; servirle porotos parecía vulgar, pero también podían tener una prestancia suculenta. Salí al sol con mi taza de café a pensar, de hecho encendí un puro mientras buscaba en mi memoria ideas apropiadas. Siempre el puro de las nueve de la mañana es el mejor. Desde que comencé a fumar lo disfrute en soledad con un tazón de café negro y algo para leer, una ceremonia de festejo a la individualidad y al sosiego.
Comencé por poner la mesa debajo de la parra, allí las ramas caían hasta el piso formando un enorme cuarto verde, con paredes móviles que iban y venían con la brisa. Dispuse almohadones en los bancos y le pase un trapo mojado a la mesa. Elegí poner los lugares enfrentados, lo que nos mantendría distantes pero esta vez en el silencio de mi jardín a la sombra de una parra cincuentenaria.
Volvieron a mi mente los porotos y regresé a la cocina. Comencé a calentar un ollón de barro de Casira, Jujuy, ya gastado de muchos cocidos. Dispuse adentro un pedazo de tocino que comenzó a derretir su grasa y puse a rehogar dos cebollas coloradas cortadas muy finas. Cuando estuvieron transparentes añadí los porotos y dos litros de caldo traslúcido de pollo. Lentamente comenzó a hervir y bajé el calor de leña al mínimo para que se escalden lentamente. Sólo con las brasas.
La mesa quedó sencilla con platos y tazones de barro y unas copas universales de Zalto, que más tarde albergarían un tannat 2013 de las colinas.
Cuando me sumergí en la bañadera con la idea, más de darme un remojo que un baño de jabones y brillos de lustrina me sentí conciliado con mis porotos y la extensión norteña de mi cocido de tierra con los barros de Jujuy debajo de la parra.
Ya vestido y regresado a la cocina puse a tostar unas enormes rodajas de pan negro que al enfriarse untaría con abundante manteca de vaquitas jersey, espolvoreándolas con polen de hinojos y sal de mar como contraste para los porotos. En un perol de madera de olivo puse los primeros tomates de la temporada con dos paltas y un limón para hacerla en la mesa con ella.
Cuando llegó y la vi caminar por el patio sentí que conservaba a la luz del día las mismas cualidades celestiales de aquella noche.
Nos sentamos debajo de la parra.
Los porotos llegaron a la mesa en cacerola sobre un pequeño brasero encendido para mantenerlos calientes. A los pocos minutos, cuando la vi saboreando los porotos con tostada y ensalada, supe que la tarde terminaría en un baño en la laguna, entre flores ajadas y suspiros.
F. M.
F. M.
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