sábado, 18 de diciembre de 2021

AL PUEBLO HAY QUE ESCUCHARLO. NO SE PUEDE GOBERNAR DE FALSEDADES


El debate del presupuesto, reflejo de un sistema político disfuncional

Sergio Berensztein
La historia de la democracia constitucional y la esencia de la representación política están íntimamente ligadas a la cuestión fiscal en general y al debate presupuestario en particular.
Las monarquías medievales primero y los Estados absolutistas más tarde, ávidos por aumentar la recaudación para solventar la creciente burocracia y los ejércitos, se vieron obligados a incorporar nuevos actores mediante la conformación y la ampliación de mecanismos de deliberación para que los aportes impositivos requeridos tanto a los productores rurales como a las crecientes burguesías que poblaban las cada vez más dinámicas ciudades tuvieran un destino previsible. En efecto, la relación Estado-contribuyente nunca fue sencilla y para que los ingresos fiscales fueran suficientes fue necesario generar espacios de consenso, donde se definieran las prioridades del gasto público durante un período determinado.
Así surgieron los presupuestos que (al menos en teoría) fijan los objetivos de una gestión de gobierno, establecidos mediante una conversación en la que se intercambien de forma civilizada argumentos variados en función de las distintas visiones que predominen en una sociedad en un contexto dado. 
En este sentido, vale recordar que el término Parlamento deriva del verbo francés parler y que las conclusiones de dicho proceso de deliberación no constituyen meras sugerencias sino que tienen fuerza de ley: la voz de “los comunes” (los que no eran nobles) primero y de los ciudadanos luego termina imponiéndose a quienes “ejercen” el mandato del cuerpo que legisla (el Poder Ejecutivo) para defender los derechos y sobre todo el patrimonio de los individuos, que a menudo corre el riesgo de ser directa o indirectamente confiscado por la infinita voracidad fiscal que suelen tener los Estados.
De este modo, entre la “Carta Magna” (1215) en Inglaterra hasta la “Gloriosa Revolución” de 1688, la institución parlamentaria logró no solo independizarse de la corona, sino convertirse en un órgano de contrapeso y contralor. El punto de inflexión fue la rebelión de las colonias americanas ante la intención de imponer impuestos para financiar el gasto en defensa: allí surgió la máxima “no taxation without representation”, el eslogan que definió a la Revolución Norteamericana y continúa siendo casi un valor fundamental en la cultura política de los Estados Unidos. Esto significa que no es legítimo que se impongan tributos sin que los sujetos afectados tengan el derecho de debatir su lógica y sus alcances ni de fijar las prioridades de los gastos financiados de este modo. Tal es el corazón fiscal de la tradición sajona de la democracia que las palabras “ciudadano” y “contribuyente” son sinónimos.


No ocurre lamentablemente lo mismo por estos pagos: el estatismo, el populismo y el hiperpresidencialismo tienen enorme vigencia. En la década de 1990 era muy común que se enviaran al Congreso proyectos de presupuesto basados en proyecciones demasiado optimistas, a sabiendas de que la realidad sería más dura y que se verían obligados a realizar ajustes sobre la marcha. Lograban su aprobación y luego utilizaban la amenaza de recortes como instrumento de disciplina. Luego de la caída de la convertibilidad, que obligaba a mantener cierta coherencia fiscal, ya que no permitía el financiamiento monetario del déficit, los gobiernos modificaron las tácticas para mantener el manejo discrecional de al menos una parte del gasto público. Por ejemplo, subestimando la tasa de inflación, la de crecimiento de la economía, o ambas. De ese modo, con mayor recaudación de la esperada, el jefe de Gabinete podía definir sin consultar al Congreso su destino.
Para limitar esas prácticas se creó la Oficina de Presupuesto del Congreso (OPC), un órgano profesional que tiene como función el análisis riguroso de los borradores enviados por los respectivos poderes ejecutivos para informar a los legisladores y facilitar el debate tanto en comisiones como en el recinto. En este caso en particular, la OPC ha realizado un destacado trabajo, mostrando las profundas inconsistencias de la ley elaborada por Martín Guzmán. Sin embargo, esto fue ignorado por los legisladores del FDT, que agregaron a último momento una enorme cantidad de gastos sin explicar cómo habrían de financiarse. Para evitar estos desaguisados, algunos observadores enfatizan la necesidad de crear nuevos mecanismos de control del gasto público, ya sea dentro de la órbita del Poder Legislativo (algo similar a la comisión de apropiaciones del Congreso de los EE.UU.) o bien como un órgano descentralizado (un Consejo Autónomo Fiscal, como propone Marcos Buscaglia). Siempre es posible y deseable pensar en potenciales reformas político-institucionales que contribuyan a mejorar las prácticas del sistema político, pero ante la ausencia de criterios económicos sensatos y razonables que se traduzcan en un plan aunque sea básico que brinde un piso mínimo de previsibilidad, es probable que estas potenciales reformas carezcan de sentido.
Tampoco conviene idealizar el funcionamiento real del sistema institucional norteamericano (o de ningún otro: en todas partes se cuecen habas), país en el que la inflación dejó de ser una mera amenaza para convertirse en una dura realidad y hasta la misma vocera del presidente Joe Biden, Jen Psaki, acusó recientemente a los grandes frigoríficos de ser codiciosos por manipular los precios de la carne (lo cual fue celebrado por CFK con un retuit de la conferencia de prensa). Claro que la inflación esperada para los EE.UU., que ya forzó un cambio en la política monetaria por parte de la Reserva Federal (para muchos observadores tardío e insuficiente), es de aproximadamente un quinto de la prevista para este año en la Argentina.
Finalmente, que el gobierno pretenda hacer aprobar a las apuradas un proyecto repleto de incoherencias, por ejemplo, en el cálculo de la inflación para el próximo año prevista en apenas el 33% o en la ausencia de partidas destinadas a la pandemia de Covid-19 –aunque el propio oficialismo reconoce que se prolongará hasta bien entrado 2022– constituye una falta de respeto a los votantes, a sus representantes y un avasallamiento a la Cámara de Diputados, que, junto con el Senado, tienen la misión de controlar al Poder Ejecutivo defendiendo los intereses de los ciudadanos y de las provincias, respectivamente.
En una semana en la que el presidente Alberto Fernández planteó la necesidad de pensar en mudar la capital del país al norte o modificar el funcionamiento y la composición de la Corte Suprema de Justicia, el sistema político demuestra una vez más que está ajeno a las demandas de la ciudadanía. La oposición contribuye con sus peleas internas y sus fallas de coordinación, así como con la ausencia de proyectos alternativos que mejoren la calidad del debate.
Cuando faltan apenas dos años para su cumpleaños número 40, la democracia argentina corre el riesgo de entrar en otra etapa de fuertes turbulencias como las que experimentan otros países de la región. Tenemos una larga tradición en eso de vivir a los tumbos, pero nunca antes habíamos acumulada tanta pobreza y marginalidad. ¿Podrá sobrevivir esta democracia tan desvencijada ante semejante mala praxis en la gestión de la cosa pública?

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