Los riesgos de arruinar el garantismo
Alejandro Carrió
La corriente jurídica a la cual se denomina, las más de las veces peyorativamente, “garantismo” tuvo un comienzo y una justificación que debería provocar respeto. Nació a comienzos de los años 80 cuando, pese a los mandatos de la Constitución, los derechos de un imputado en causa penal equivalían prácticamente a cero.
Pese a que la inviolabilidad del domicilio tiene jerarquía constitucional y los jueces solo pueden autorizar su allanamiento cuando existan “justificativos” previos, lo habitual era que la policía ingresara en un domicilio sin orden judicial y sin necesidad alguna de expresar sus fundamentos. Los jueces aceptaban esta anomalía, dando como razón valedera que el imputado “no había opuesto reparos” al ingreso. Nadie verificaba tampoco si esa aceptación había sido genuina o no.
A su vez, los ciudadanos eran detenidos en la vía pública o en sus domicilios sin que se especificara, ni se verificara con posterioridad, la existencia de motivos suficientes para dicha detención. Al arresto policial podía seguirle un largo período de incomunicación absoluta en dependencias policiales hasta que, también las más de las veces, el imputado terminaba “confesando” algún delito. Recién allí este último, junto al sumario policial labrado hasta el momento, era puesto a disposición de un juez. Durante todo ese lapso el derecho a contar con un abogado defensor, también asegurado constitucionalmente, era nulo.
En caso de existir denuncias de apremios o maltrato policial, aun cuando estuviesen comprobados, los jueces se limitaban a ordenar una investigación sobre el posible delito de tortura, que rarísimamente concluía en alguna condena. Se aceptaba como prueba en contra del imputado todo efecto secuestrado en el allanamiento ilegítimo, así como cualquier manifestación incriminatoria del imputado durante su largo encierro policial sin acceso a un abogado. Toda requisa en la vía pública de la que se hubiera obtenido algún elemento incriminatorio era, por esa sola razón, considerada válida. Ello con independencia de los motivos que llevaron a los agentes policiales a detener la marcha de un ciudadano, privarlo de su libertad y requisarlo a la vista de todo el mundo. Cualquier planteo con base constitucional que los abogados intentaran era desestimado con meras fórmulas que nada indagaban acerca de la negación de los derechos que nos protegen a todos. Para fortuna de la vigencia de la Constitución, algunos fallos de la Corte Suprema y de tribunales inferiores dictados en aquellos años, en especial luego del retorno a la normalidad democrática, revirtieron este panorama tan poco respetuoso de los derechos humanos que todas las naciones civilizadas consagran y observan.
Pero una vez consolidado este panorama, y ya en fecha más reciente, se empezó a abrir paso una corriente que ha provocado airadas críticas y que es realmente injusto identificarla con el “garantismo”, pues claramente son cosas diferentes. Me refiero por ejemplo a haber eliminado, mediante una interpretación jurisprudencial sin base legal ni declaración expresa de inconstitucionalidad la pena de reclusión, que la ley contempla para delitos graves. Esta especie de pena tiene consecuencias importantes a la hora de fijar el monto de la condena para algunos supuestos de tentativa, para determinar el cómputo de la libertad condicional cuando se ha cumplido ya una parte de aquélla o, por último, para restringir beneficios en el cómputo acelerado de los días transcurridos en prisión preventiva (la llamada ley del “2 x 1″, que siguió teniendo efectos aun luego de su derogación, como ley penal más benigna).
También en fecha más cercana se empezó a tolerar cualquier acto de violencia cometido en el marco de manifestaciones en la vía pública, las usurpaciones de tierras se volvieron moneda corriente, y el circular encapuchado y blandiendo un palo a la vista de todo el mundo tampoco mereció respuestas acordes con los riesgos ínsitos en ese comportamiento. Como ejemplo de la anomia que nos preside, una persona filmada arrojando elementos capaces de infligir alto daño con utilización de un mortero se mantuvo cerca de dos años prófuga de la justicia y cuando, finalmente, fue detenido en el Uruguay y extraditado a nuestro país se benefició rápidamente con un arresto domiciliario.
Esta suerte de cultura del abolicionismo no es prima hermana de la corriente “garantista”, no es una derivación lógica de ella y flaco favor se le presta a los postulados básicos de la Constitución el suponer que es lícito asociarlas de alguna manera. Cuando la Carta Magna expresa: “Nadie será penado sin juicio previo fundado en ley” quiere decir eso, que es mucho, pero claramente no quiere decir que las personas que delinquen no pueden ni deben, después de un proceso justo y que no dure toda una vida, ser efectivamente penadas. Se le atribuye inicialmente a Abraham Lincoln la expresión de que la Constitución de Estados Unidos “no es un pacto suicida”, expresión que luego rescató el juez de la Corte Suprema de ese país Robert Jackson, en un caso judicial sobre libertad de expresión resuelto a fines de la década del 40.
De la misma manera, las valiosísimas garantías que la Constitución ha puesto a nuestra disposición y que debemos honrar, tampoco deben conducirnos a ningún “pacto suicida”. Y no se les hace justicia a ellas, ni a la sana interpretación que recibieron una vez recuperada la democracia, que hoy en día se las identifique con algo digno de reproche. Tratemos, simplemente, de llamar a las cosas por su nombre y de no arruinar lo bueno.
A su vez, los ciudadanos eran detenidos en la vía pública o en sus domicilios sin que se especificara, ni se verificara con posterioridad, la existencia de motivos suficientes para dicha detención. Al arresto policial podía seguirle un largo período de incomunicación absoluta en dependencias policiales hasta que, también las más de las veces, el imputado terminaba “confesando” algún delito. Recién allí este último, junto al sumario policial labrado hasta el momento, era puesto a disposición de un juez. Durante todo ese lapso el derecho a contar con un abogado defensor, también asegurado constitucionalmente, era nulo.
En caso de existir denuncias de apremios o maltrato policial, aun cuando estuviesen comprobados, los jueces se limitaban a ordenar una investigación sobre el posible delito de tortura, que rarísimamente concluía en alguna condena. Se aceptaba como prueba en contra del imputado todo efecto secuestrado en el allanamiento ilegítimo, así como cualquier manifestación incriminatoria del imputado durante su largo encierro policial sin acceso a un abogado. Toda requisa en la vía pública de la que se hubiera obtenido algún elemento incriminatorio era, por esa sola razón, considerada válida. Ello con independencia de los motivos que llevaron a los agentes policiales a detener la marcha de un ciudadano, privarlo de su libertad y requisarlo a la vista de todo el mundo. Cualquier planteo con base constitucional que los abogados intentaran era desestimado con meras fórmulas que nada indagaban acerca de la negación de los derechos que nos protegen a todos. Para fortuna de la vigencia de la Constitución, algunos fallos de la Corte Suprema y de tribunales inferiores dictados en aquellos años, en especial luego del retorno a la normalidad democrática, revirtieron este panorama tan poco respetuoso de los derechos humanos que todas las naciones civilizadas consagran y observan.
Pero una vez consolidado este panorama, y ya en fecha más reciente, se empezó a abrir paso una corriente que ha provocado airadas críticas y que es realmente injusto identificarla con el “garantismo”, pues claramente son cosas diferentes. Me refiero por ejemplo a haber eliminado, mediante una interpretación jurisprudencial sin base legal ni declaración expresa de inconstitucionalidad la pena de reclusión, que la ley contempla para delitos graves. Esta especie de pena tiene consecuencias importantes a la hora de fijar el monto de la condena para algunos supuestos de tentativa, para determinar el cómputo de la libertad condicional cuando se ha cumplido ya una parte de aquélla o, por último, para restringir beneficios en el cómputo acelerado de los días transcurridos en prisión preventiva (la llamada ley del “2 x 1″, que siguió teniendo efectos aun luego de su derogación, como ley penal más benigna).
También en fecha más cercana se empezó a tolerar cualquier acto de violencia cometido en el marco de manifestaciones en la vía pública, las usurpaciones de tierras se volvieron moneda corriente, y el circular encapuchado y blandiendo un palo a la vista de todo el mundo tampoco mereció respuestas acordes con los riesgos ínsitos en ese comportamiento. Como ejemplo de la anomia que nos preside, una persona filmada arrojando elementos capaces de infligir alto daño con utilización de un mortero se mantuvo cerca de dos años prófuga de la justicia y cuando, finalmente, fue detenido en el Uruguay y extraditado a nuestro país se benefició rápidamente con un arresto domiciliario.
Esta suerte de cultura del abolicionismo no es prima hermana de la corriente “garantista”, no es una derivación lógica de ella y flaco favor se le presta a los postulados básicos de la Constitución el suponer que es lícito asociarlas de alguna manera. Cuando la Carta Magna expresa: “Nadie será penado sin juicio previo fundado en ley” quiere decir eso, que es mucho, pero claramente no quiere decir que las personas que delinquen no pueden ni deben, después de un proceso justo y que no dure toda una vida, ser efectivamente penadas. Se le atribuye inicialmente a Abraham Lincoln la expresión de que la Constitución de Estados Unidos “no es un pacto suicida”, expresión que luego rescató el juez de la Corte Suprema de ese país Robert Jackson, en un caso judicial sobre libertad de expresión resuelto a fines de la década del 40.
De la misma manera, las valiosísimas garantías que la Constitución ha puesto a nuestra disposición y que debemos honrar, tampoco deben conducirnos a ningún “pacto suicida”. Y no se les hace justicia a ellas, ni a la sana interpretación que recibieron una vez recuperada la democracia, que hoy en día se las identifique con algo digno de reproche. Tratemos, simplemente, de llamar a las cosas por su nombre y de no arruinar lo bueno.
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