miércoles, 18 de enero de 2017

FREDERICK FORSYTH; LACTURA RECOMENDADA


El ángel protector 


Había salido vivo de la guerra de Biafra por los pelos y la Navidad de 1969 lo encontraba otra vez en su Inglaterra natal, al cobijo de sus padres -esos padres maravillosos- en su casa de las afueras de Ashford. El intrépido periodista que había hecho una carrera brillante en Reuters y se había dado el gusto de mandar a paseo a la BBC cuando sintió que intentaban imponerle condiciones inaceptables, estaba de regreso, después de una cobertura plagada de penurias como cronista freelance, sin dinero, sin techo, sin trabajo y sin posibilidad de conseguirlo en lo inmediato. Era un hombre joven y había desarrollado el hábito de la escritura para poder ganarse la vida con lo que realmente lo apasionaba: viajar. Así, se le ocurrió una idea loca: escribiría una novela basada en lo que conocía por su experiencia del mundo de la intriga política, el crimen de Estado y el espionaje, y la vendería. Nunca lo había hecho y no tenía noción de cómo se escribe una novela; mucho menos de qué se hace con ella una vez que está escrita. Aun así tecleó en su vieja máquina portátil, mellada por un balazo, en la cocina de la casa de una amiga que lo dejaba dormir en su sofá, en Londres, todo enero y parte de febrero de 1970. Cuando Frederick Forsyth le puso el punto final a Chacal, el título le pareció "un poco escaso" pero, sobre todo, temió que lo tomaran por el trabajo de un naturalista, así que completó: El día del Chacal. Acababa de escribir uno de los thrillerspolíticos más influyentes y populares del siglo XX.
La anécdota la cuenta Forsyth en Intruso, su autobiografía. El título refiere al modo en que el autor se sintió siempre respecto de los sucesos más o menos espectaculares que protagonizó ejerciendo el periodismo. Intruso, también, es la cualidad que reclama para todo periodista: quien se cuela donde no lo quieren para develar lo que no se muestra.



Siguiendo su voz, se puede caer en la falsa impresión de que Forsyth se considera un hijo del azar, de la extraordinaria buena suerte que lo acompañó en algunos de los momentos más difíciles. Sin embargo, abundan las huellas sutiles de la verdadera fuerza benéfica que operó en su vida: el padre. Forsyth no lo menciona por su nombre. Pero lo que cuenta de él alcanza para comprender el amor y la fe que ese hombre puso en su hijo.

El padre había nacido en Kent, en 1906, hijo de un suboficial de la marina británica. Aprendió a construir barcos, pero la Gran Depresión volvió inútiles esos conocimientos a la hora de buscar trabajo. Persiguiendo la prosperidad viajó a Malasia, donde obtuvo permiso para dirigir una plantación de caucho. Aprendió malayo y el manejo del negocio. Y durante los cinco años que trabajó allí se carteó con la joven que luego sería la madre de Frederick. Cuando la estrella del caucho comenzó a declinar, dudó ante la posibilidad de volver a Inglaterra. Hasta que un hecho lo decidió. Por haberle salvado la vida al hijo de un carpintero local (el chico habría muerto de peritonitis si no lo hubiera llevado en su moto al hospital, a toda velocidad), recibió información valiosa. Su vida, como la de todos los británicos, corría peligro. Se estaba gestando la invasión japonesa, y las plantaciones malayas estaban infestadas de agentes y espías del imperio. El padre de Frederick nunca supo si el agradecido carpintero trabajaba para los japoneses, pero el futuro novelista sí tuvo claro que sin la infidencia de aquel hombre acaso él no habría venido al mundo.



En cada actividad que emprendiera, el joven Frederick Forsyth contaría siempre con el respaldo de su padre. Éste lo apoyó cuando quiso aprender a pilotar aviones de guerra -cosa que logró- y cuando, en España, quiso ser torero -cosa que no logró-. Lo impulsó a aprender los cuatro idiomas que el escritor llegó a manejar con soltura además del inglés: francés, alemán, español y ruso. Y cuando quiso ser periodista (oficio que concibió, también, al calor de la compañía paterna, mientras leían juntos las noticias internacionales del Daily Express) su padre lo ayudó a buscar empleo.

A medida que avanza la evocación de Forsyth, la figura del padre se desvanece. El hombre adulto, el novelista internacionalmente exitoso, ya no lo necesita, y las menciones van raleando hasta desaparecer de las aventuras cada vez más sofisticadas y mundanas del hijo próspero. Sin embargo, es el soplo de esa presencia lo que sostiene, en cada línea del relato de Forsyth, su alegría en las buenas y su templanza en las malas. Lo que le hace escribir que ha sido bendecido con una fortuna extraordinaria, una infancia feliz y que, sí, cuando se ha gozado de esos dones, hay que estar agradecido.
V. C

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