domingo, 1 de enero de 2017

LOLA MORA

 “La antigua osadía juvenil se había vuelto en su contra. La estrella de Lola Mora se apagaba.”
Ayer hablamos de la buena vida que se dio Lola en Italia mientras se formaba en los talleres de los maestros más reconocidos de la Roma donde intercalaba el tenaz estudio de la técnica de la escultura mientras se codeaba con los personajes notables de la Europa de los últimos años del siglo XIX.
Bajo el lejano mecenazgo de Roca, Lola Mora le dio a su carrera un impulso meteórico. Los éxitos se sucedían y la prensa italiana se rendía a sus pies. Cuando la artista dio por concluida su formación decidió regresar a la Argentina. Aquí fue recibida con los máximos honores por su protector, el presidente Roca. La relación de Lola Mora con Roca fue misteriosa, apasionada y contradictoria.


El presidente se convirtió en el más ferviente admirador y el principal impulsor de su obra. A todo le decía que sí; nada era imposible. Así fue como un día Lola desplegó frente a los ojos de Roca el boceto de su proyecto más ambicioso: una fuente monumental cuyas figuras relataban fragmentos de la historia de la patria, inspirada en una estética que mezclaba motivos autóctonos y europeos, para ser emplazada en Plaza de Mayo.
Fue la primera vez que Roca puso un pero: tal vez los motivos telúricos no fueran una buena idea, recordemos que Roca encabezó la Campaña del Desierto sobre los dominios de los pueblos originarios. Entonces, Lola Mora presentó un segundo proyecto en el que reemplazaba el repertorio mitológico americano por la tradición griega: Venus(la Diosa del Amor) y nereidas rodeadas de tritones. Roca, fascinado, aceptó.


En 1903 Lola Mora concluyó la Fuente de las Nereidas, una obra monumental de una belleza inédita en la escultura argentina. La fuente resultó impactante; pero, inesperadamente, habría de significar un golpe durísimo para su autora: la Iglesia, escandalizada ante la voluptuosa sensualidad de los cuerpos desnudos y de la iconografía pagana, se opuso terminantemente a que emplazaran una Venus desnuda frente a la Catedral. Lola Mora recibió con tristeza la noticia de que su fuente sería ubicada en un lugar menos transitado; el primer destino de Las Nereidas fue el Paseo de Julio.
Poco se sabía sobre los altibajos del romance entre Lola Mora y Julio Argentino Roca. El cerrado silencio que guardaban ambos encendía la imaginación de la prensa. La vida extravagante de Lola Mora era comentada en diarios y revistas en la sección de Sociales. Como tantos artistas argentinos, recibió las más despiadadas críticas en su propio país, mientras que los elogios llegaban desde Europa.
Pero el escándalo más ruidoso habría de producirse a comienzos de 1906. Mientras trabajaba en algunas obras ornamentales en las escalinatas del flamante Congreso Nacional, quedó encandilada por un joven empleado del Parlamento que no tardó en convertirse en su discípulo. Ella era una artista consagrada, una mujer famosa y polémica que estaba en boca de todos. Él, en cambio, era un oscuro escribiente sin más talentos que la seducción.


Sin embargo, Lola se enamoró perdidamente de Luis Hernández. Dos años más tarde, Lola sorprendió con una primicia escandalosa: ella, a sus cuarenta y dos años, iba casarse con un alumno de veintiuno. Los novios contrajeron matrimonio el 22 de junio de 1909 y se embarcaron hacia Génova, donde pasarían su luna de miel.
Aquel fue el comienzo de un verdadero infierno. Los recién casados se instalaron en la Via Dogali. Terminada la luna de miel, Lola retomó su trabajo. La producción de aquella época ilustra con claridad cuáles eran sus deseos más profundos: se dedicaba obsesivamente a esculpir niños. Por su parte, Luis, aburrido de la ciudad y muy pronto de la vida conyugal, retornó a su antigua afición: las mujeres. Entre las amantes de Luis Hernández estaba Maruska Oppenhaimer, una bellísima aristócrata húngara cuyo marido había contratado a Lola Mora para que la inmortalizara en el mármol.


Un día, la escultora descubrió a su esposo y a la ilustre clienta en su propio taller. La excusa de que ella se había quitado la ropa para modelar hubiese sonado verosímil de no haber sido por el inexplicable hecho de que Luis también estaba completamente desnudo.
Durante los nueve años que estuvieron juntos, Lola vivió envuelta en una pesadilla hecha de celos. La vida de ambos se había convertido en un martirio hasta que decidieron separarse.
Sin embargo, todo aquello que parecía tolerable para una mujer joven, bella y con buenos lazos con el poder, ya no lo era cuando se encontraba entrada en años y con su mecenas muerto. La antigua osadía juvenil se había vuelto en su contra. La estrella de Lola Mora se apagaba. Las esculturas que había hecho para el Congreso fueron removidas de sus pedestales, a la vez que las tachaban de «esperpentos y mamarrachos».
Como si todo esto fuera poco, la Fuente de la Nereidas, sufriría un nuevo destierro: la remota Costanera Sur, en los confines de Buenos Aires.
Como en la dolorosa escena bíblica de la Pasión, la propia Lola Mora tuvo que cargar con su cruz dirigiendo personalmente el traslado.


Lola mora se retiró de la escultura y gradualmente también de la realidad. Víctima de un derrame cerebral, quedó al cuidado de sus sobrinas.
El 7 de junio de 1936 los médicos la declararon desahuciada.
Pocos saben, sin embargo, que algunos días antes de su muerte Lola había desaparecido de manera inexplicable de la cama en la que agonizaba. Llevada por la intuición, una de sus sobrinas corrió hacia la Costanera Sur; allí, en el monumento junto al río, pudo ver la figura de una mujer sentada en el borde de la fuente abrazada a una de las figuras. Cuando su sobrina, desesperada, le reprochó la escapada, Lola Mora, con la mirada extraviada, le dijo:
––Estoy cuidando a mis hijas

F. A. 

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