lunes, 2 de enero de 2017
UN PLATO GOURMET
¿Habrá alguien que lea todavía a Hermann Hesse? Bueno, tal vez quede alguno que le dedique un rato a El lobo estepario, esa novela que desde que se publicó, en 1927, fue una pieza crucial en la educación de la sensibilidad. Las generaciones de 20 o 30 años (lo sé por algunos de mis alumnos) se sienten más en vilo por eso que llamamos "novedades", y que rara vez tienen algo de nuevo, que por encontrar lo nuevo allí donde no parece ya haber nada nuevo.
Y aun así ¿cómo no querer a Hesse si él quería las mismas cosas que uno: la literatura romántica, el vino, Mozart, el tabaco y la belleza natural? ¿Cómo no querer a quien escribió esa obra maestra que es El juego de los abalorios?
Pero no es del hombre Hesse de quien quería hablar hoy, aunque no podría empezar a decir nada si no fuera con la ayuda de él. De lo que quiero hablar es de un breve relato suyo que lleva como subtítulo De los papeles de un bibliófilo, y ni siquiera del relato entero, sino de lo que está entrelíneas.
El narrador que cuenta la trama escasa se siente más a gusto en la diversidad del mundo de los libros que en la confusión de la vida. Esa afición, sin embargo, tiene para él un vínculo muy estrecho con la vida, en la medida en que aquello que lo solivianta es la historia de cada ejemplar en particular, de sus peripecias al pasar de dueño en dueño, y el modo en que las peripecias de la vida de cada dueño quedaron inscriptas, como huella, entre las páginas del ejemplar. La historia que cuenta es la de uno de esos ejemplares; es una historia ajena que termina por ser propia cuando ese ejemplar llega a sus manos, y a los vestigios de otros -papeles entre páginas, marcas, subrayados, dataciones- se suman los propios.
Es lo que le pasa a cualquiera que recibe o adquiere un ejemplar que fue ya de otros. Uno no tiene solamente lo que allí está escrito (el libro mismo en su dimensión intelectual), sino también las evidencias materiales de las vidas de otros. Por mi parte, encontré entre las páginas recortes de diario (relacionados por lo general con el libro en cuestión, aunque también sin relación alguna), tickets de cartón de trenes europeos, tiras de fotos carnet de alguno de los poseedores, cartas ilegibles destinadas a no se sabe quién, flores prensadas, por supuesto, la foto autografiada de la maravillosa contralto alemana Marga Höffgen, recetas médicas. Para qué seguir. Es un verdadero catálogo surrealista de objetos encontrados que nos revelan las identidades de los lectores sucesivos, las circunstancias en que leyeron, la época en la que lo hicieron.
Todo libro es un suvenir de la vida de su dueño. Quedarse con ese ejemplar, una vez que el poseedor decidió desprenderse de él o que la muerte separó poseedor y libro, es quedarse también con esa pequeña historia, el episodio de una vida. Los libros nos informan sobre sus dueños. No es otro el origen del gusto por la "segunda mano", que permite leer las líneas en la palma de la "primera mano". Uno recibe el legado de una vivencia, pero el círculo sigue abierto mientras el libro persista: nuestra mano sumará nuevas marcas, que serán descubiertas a su turno por otros que no conocemos y que tal vez ni siquiera hayan nacido todavía. Esos libros -esos ejemplares manoseados, intervenidos por la experiencia- son la insinuación de lo inmutable en un tiempo que cambia: uno se integra en una comunidad de difuntos que compartieron con uno mismo la predilección por un idéntico puñado de páginas.
En nombre de semejante continuidad, y a veces en el simple apuro de marcar una página, yo dejo también en los libros ese tipo de suvenires (los hay en los volúmenes de Hesse, sobre todo en el ejemplar de sus poemas). Algún día esos libros estarán en manos de terceros y hay que mantener viva la tradición de estas sorpresas modestas. Para que la comunidad no se extinga.
P. G.
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