Pero Hanka no pisa su tierra natal desde que fue liberada del último de los sucesivos encierros que padeció durante el nazismo, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. En cada viaje que luego hizo a Europa evitó tocar Polonia; ya ni siquiera hablaba el idioma en la intimidad de su hogar: no quería ningún contacto con ese país que era el suyo y que la había destrozado. Y ahora le llega esta propuesta de desandar kilómetros y años hasta el centro de su dolor más profundo ¿Será bueno para su alma revivir el pasado? ¿Lo soportará su cuerpo? ¿Quiere ir? ¿O no quiere?
Sobre el dilema de Hanka y la reconstrucción de su vida trabaja Alejandro Parisi en el libro Hanka 753, con el que cierra su Trilogía del Holocausto, iniciada por El ghetto de las ocho puertas y continuada con La niña y su doble. El número 753 incluido en el título refiere a los tres últimos dígitos de la larga cifra con que los carceleros de Auschwitz identificaban a la joven, los únicos que Hanka pudo recordar.
Como cabe esperar, la historia que recrea Parisi es una cadena de espanto, crueldad, esperanza, desilusión, locura, fortaleza, amor, compasión, miedo, valentía y generosidad. Y como suele ocurrir en estos relatos, la brutalidad del régimen de Hitler opaca una forma del mal todavía más insidiosa, la que hizo posible que el salvajismo del Tercer Reich fuera sistematizado con eficacia mortífera: la maldad anónima de todos aquellos que no asesinaron ni torturaron, ni siquiera manejaron los trenes que conducían al asesinato o la tortura ni abastecieron los sitios donde el asesinato y la tortura tenían lugar, pero que delataban -hubo quienes señalaron a sus vecinos bajo amenaza, y también abundaron los entregadores espontáneos, movidos por el odio, el resentimiento o la codicia-, que se regocijaban secreta y envidiosamente de que les quitaran a los "judíos ricos" las casas y las cosas que ellos no habían sido capaces de procurarse a sí mismos, que se excitaban ante la posibilidad de que esos bienes fueran a parar a sus manos sin esfuerzo y con impunidad, al amparo de una ley hecha a la medida del exterminio, el saqueo y la rapiña.
Como cabe esperar, la historia que recrea Parisi es una cadena de espanto, crueldad, esperanza, desilusión, locura, fortaleza, amor, compasión, miedo, valentía y generosidad. Y como suele ocurrir en estos relatos, la brutalidad del régimen de Hitler opaca una forma del mal todavía más insidiosa, la que hizo posible que el salvajismo del Tercer Reich fuera sistematizado con eficacia mortífera: la maldad anónima de todos aquellos que no asesinaron ni torturaron, ni siquiera manejaron los trenes que conducían al asesinato o la tortura ni abastecieron los sitios donde el asesinato y la tortura tenían lugar, pero que delataban -hubo quienes señalaron a sus vecinos bajo amenaza, y también abundaron los entregadores espontáneos, movidos por el odio, el resentimiento o la codicia-, que se regocijaban secreta y envidiosamente de que les quitaran a los "judíos ricos" las casas y las cosas que ellos no habían sido capaces de procurarse a sí mismos, que se excitaban ante la posibilidad de que esos bienes fueran a parar a sus manos sin esfuerzo y con impunidad, al amparo de una ley hecha a la medida del exterminio, el saqueo y la rapiña.
Contra la opinión de sus hijos y de su médico, Hanka decidió viajar. Fueron días que pasó arropada por una nube de adolescentes que la abrazaban, la cuidaban y la escuchaban con devoción. Primero Varsovia, después las ruinas de Auschwitz; allí todavía seguía en pie el siniestro Bloque 5, donde fue prisionera junto a dos de sus hermanas mayores: Hela y Raquel. A las puertas del barracón, Hanka se sentó y comenzó a hablar, más para sí que para la gente que empezaba a apiñarse a su alrededor. Habló de su vida, de sus seis hermanos mayores, tres varones y tres mujeres, que la protegieron a ella, la más pequeña, desde que la madre murió; de su padre, Mordejai Dziubas, que les inculcó a los hijos el amor a la vida, al estudio y al esfuerzo y que tal vez murió por el culatazo de aquel soldado alemán que quiso subirlo a un camión de deportados. Habló del hambre, de las bombas, de las atrocidades. Y cuando terminó de hablar, por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz.
V. CH.
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