martes, 5 de diciembre de 2017
LA PÁGINA DEL MORDAZ; CATALINA "LA GRANDE"
PEDRO Y CATALINA: UNA PAREJA ASIMÉTRICA
Cuando la joven princesa Catalina, de solo 15 años, fue presentada en Moscú a su futuro esposo Pedro, su corazón se llenó de desdicha. Su prometido no solo carecía de todo tipo de atractivo, sino que además tenía cierto aspecto de estúpido y pervertido, según el gusto de cada historiador, en cuanto a Catalina, registró en su diario: “tiene fisonomía de degenerado”.
No podía haber una unión de personajes tan disímiles: ella había recibido una educación extensa y minuciosa; además del alemán, su idioma natal, hablaba con fluidez el francés y pronto aprendió el ruso. Era una gran lectora y más tarde, admiradora de los escritores del Iluminismo francés.
No se podía decir lo mismo del adolescente de 16 años que tenía frente a ella. Huérfano de padres a temprana edad, Pedro fue educado por maestros de escaso nivel docente, de quienes recibió abundantes malos tratos y exigua enseñanza. Solo hablaba alemán y balbuceaba un poco de ruso, el idioma del país del que se suponía debería gobernar.
Pedro III de Rusia (1728-1762). Pintado por Fyodor Rokotov.
El matrimonio entre él y Catalina fue idea y decisión de su tía Isabel, hermana de su madre e hija de Pedro el Grande, que se transformó en la emperatriz de Rusia. Isabel mandó traer de Alemania a su sobrino y por vía diplomática sugirió a los padres de Catalina el deseo de casarla con Pedro. Por entonces Rusia ya era una potencia, y un deseo de la emperatriz era prácticamente una orden, desairarla significaba ganarse un enemigo poderoso. Además, para los padres de Catalina esta decisión fue bienvenida ya que el principado que gobernaban se encontraba en bancarrota.
Catalina la Grande (1729-1796). Escuela de Giovanni Battista Lampi.
Durante los diez días de celebración de la boda con fiestas, banquetes interminables, bandas militares y salvas de cañones, Pedro no se acercó una sola vez al lecho de su flamante esposa, que de paso sea dicho era una mujer que por su belleza y su gracia podía despertar la pasión de cualquier hombre.
Como era previsible, el matrimonio fue un desastre, Pedro regresaba al lecho sucio y borracho, y pronto sus ronquidos se volvían insoportables sin haber siquiera tocado a su esposa. Su relación con ella se limitaba a que compartiera su colección de soldados de madera, y Catalina, con profundo tedio, debía participar en juegos de batalla con su inmaduro esposo. Muchas veces él la obligaba a hacer guardia con un mosquete durante horas en la entrada del dormitorio.
Pronto Catalina detectó que Pedro también presentaba comportamientos de psicópata con fuerte carga de sadismo; le gustaban los juegos violentos en que hacía participar a los miembros de la corte, donde todos –menos él– recibían golpes de todo tipo. En una ocasión lo encontró en un rincón deleitándose en arrancarle una por una las plumas a un pájaro que tenía prisionero entre sus manos.
Tenía veleidades de llegar a ser un gran general conduciendo sus huestes a batallas triunfales y era despiadado con la guardia palaciega, a cuyos miembros castigaba severamente ante la menor falta en el uniforme o en los desfiles. Ese comportamiento con quienes eran su custodia, en el futuro lo pagaría muy caro.
Afortunadamente Pedro no reinaba, su tía, la emperatriz Isabel, seguía conduciendo los destinos de Rusia ante el despecho y el odio de su impotente sobrino. Mientras tanto, los años transcurrían y no había visos de un heredero, hasta que finalmente Catalina se embarazó.
Es necesario señalar que Pedro tenía sus amantes, y por lo tanto Catalina poseía los suyos, aunque en forma mucho más subrepticia. Los académicos todavía discuten si el hijo que nació de las entrañas de Catalina era también de Pedro o de alguno de sus favoritos.
Cuando la emperatriz Isabel falleció en junio de 1761, Pedro ascendió al trono como Pedro III zar de Rusia. Pese a su obsesión por llevar adelante un buen gobierno, su incapacidad política y su limitada inteligencia lo condujeron –durante los seis meses que estuvo en el poder– a cometer todo tipo de errores. Para colmo, él no se sentía ruso, sino alemán, y su corte estaba rodeada de prusianos. Tampoco guardaba simpatía alguna por la Iglesia ortodoxa, porque pertenecía a la religión anglicana.
El zar hizo todos los esfuerzos posibles para generarse la antipatía del pueblo, de la Iglesia y del Ejército. Admiraba a Federico el Grande de Prusia y trató siempre de obtener su afecto con acciones que eran contrarias a los intereses de Rusia. Como resultado, ambas naciones firmaron un tratado de paz mediante el cual Pedro le devolvió a Prusia las tierras obtenidas durante la Guerra de los Siete Años.
Se trataba de una decisión política inédita, con pocos antecedentes en la historia. Nadie regala territorios a su vecino y menos si fueron conquistados tras una guerra dura y prolongada. La Prusia del Este fue devuelta a Federico sin que éste otorgara indemnización o compensación alguna, salvo nombrar a Pedro general prusiano honorario, que lo colmó de alegría y de orgullo.
En el ínterin, Catalina trataba de distanciarse lo más posible de su esposo, mientras que mantenía una excelente relación con la oficialidad y con la Iglesia. Su belleza y sus modales la volvían más seductora, armas que la zarina utilizaba astutamente. Fácil es deducir que estaba preparando el terreno para apoderarse del trono cuando llegara el momento propicio. En realidad, la situación se había vuelto insostenible para la zarina, Pedro no perdía oportunidad para humillarla en público y hacia ostentación delante de ella con sus amantes.
La zarina contaba con su servicio de espionaje a cargo de su amante de turno, el oficial de artillería Grigory Orlov y sus hermanos, y había establecido lazos estrechos con la guardia imperial, que por entonces detestaba al zar. El 27 de junio de 1762, uno de los miembros del grupo fue súbitamente arrestado y el resto de los conspiradores decidió que había que entrar en acción inmediatamente.
Esa misma noche, el sueño de Catalina fue bruscamente interrumpido por Orlov, quien ingresó en su recámara diciéndole: “Es hora de que te levantes, todo está listo para que seas proclamada”. La zarina relata en su diario que se vistió tan rápido como pudo sin hacerse arreglo alguno y subió al carruaje que le habían preparado. Orlov estaba sentado junto al cochero.
En San Petersburgo fue proclamada emperadora por la Guardia Real. Pasado el mediodía Pedro llegó al palacio y lo encontró vacío. Se dice que buscó a Catalina hasta debajo de su cama. Mientras la buscaba llegó un oficial que le informó que uno de los regimientos se había sublevado. Sus consejeros le sugirieron que se dirigiera a las barracas donde estaban los amotinados y los exhortara a deponer su actitud, pero Pedro adoptó la opción más débil y después de recorrer los jardines del palacio decidió sentarse a cenar, mientras despachaba a varios correos para que averiguaran lo que acontecía en San Petersburgo. En cuanto llegaron a la ciudad, todos esos hombres se plegaron a los rebeldes.
Finalmente, después de un fallido intento de fuga por mar, el zar se encerró en su palacio y pocas horas después se entregó a sus captores. Federico el Grande, a quien Pedro oportunamente había llenado de lisonjas y concesiones, señaló: “El zar dejó que lo destronaran como a un niño que lo mandan a la cama”.
Al día siguiente, Catalina, ya dueña de la situación, recibió una cascada de cartas de su esposo implorando clemencia y renunciando al trono a cambio de que le permitieran tener su violín, su perro y su amante Elizaveta Vorontsova. Catalina accedió a todo menos a Vorontsova. Una vez que Pedro firmó el acta de abdicación, quedó confinado en el palacio de caza en Ropsha, estrechamente vigilado por carceleros bajo el mando directo de Alexei Orlov.
Una semana después apareció misteriosamente muerto, y la mayoría de los historiadores concuerda en que Catalina fue la responsable de su muerte, pero era cuestión de quién tomaba la iniciativa primero, porque el futuro de la zarina, en el mejor de los casos, habría sido el confinamiento en alguna cárcel rusa o en un convento. Para bien de la nación Pedro III solo alcanzó a gobernar seis meses de sus 34 años de vida.
Es importante señalar que la biografía de Pedro III posee como una de las principales fuentes la agenda diaria de Catalina, quien detestaba a su esposo. Es probable que ella haya magnificado sus defectos y comportamientos tan extravagantes, por darles un término piadoso, pero los registros y las impresiones de los embajadores y visitantes extranjeros que conocieron los vericuetos de la corte coinciden en la deplorable imagen de Pedro.
Museo Hermitage en San Persburgo, obra de Catalina la Grande. Además de su valiosa pinacoteca, posee una de las más grandes colecciones de obras de arte del mundo.
Por su parte, Catalina reinó hasta el día de su muerte, en 1796, o sea durante 34 años. Cuando se habla de ella, suele destacarse que era sexualmente insaciable y que por su lecho pasó una larga lista de amantes tanto efímeros como estables, pero también se supo rodear de las mentes más brillantes de Europa, especialmente los iluministas franceses, que solían visitarla y platicar con ella de igual a igual.
Catalina La Grande en una etapa avanzada de su reinado
Su reinado, uno de los más largos en la historia de Rusia, fue también uno de los más prósperos para el país ya que lo sacó del estupor medieval en que se hallaba para introducirlo en el mundo moderno. Para ello contó durante gran parte de su reinado con la asistencia de Gregori Potemkin, quien se desempeñó en forma brillante tanto como estadista como en el lecho de su amada Catalina.
Grigory Potemkin
Henry Troyat. Catherine the Great. E.P. Dutton, New York, 1980.
Vsevolod Nikolaev y Albert Parry. Los amores de Catalina la Grande. Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1985.
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