jueves, 14 de diciembre de 2017

RECUERDOS GOURMET

Hace unos años, un primero de enero, en un día de calor agobiante, tuve la visita en mi restaurante del Hotel Garzón del ilustre Ralph Lauren con su familia. El mes de diciembre había sido muy lluvioso y la campiña uruguaya estaba tan verde como verde puede ser. Llegaron al mediodía bajo un calor y una humedad sofocantes. No corría una gota de viento. Una bella mesa que me había ocupado de arreglar al detalle a la sombra de la palmera del patio fue descartada por él. Quería almorzar con aire acondicionado. Hecha la mudanza y sentados al fresco, procedí a tomar el pedido en la mesa. Cuando llegó su turno me miró y dijo: "Quiero comer todos los verdes de los campos que vi por estos caminos de tierra".
Me di cuenta de que a pesar del bochorno estábamos bien encaminados. Los campos de Maldonado, en el país de atrás, lejos de las hermosas y glamorosas playas oceánicas, le habían causado una enorme impresión. De todo lo que pasó aquel memorable mediodía nunca olvidé sus palabras, que quedaron fijadas en mi memoria como una grata caricia a este país al que pertenezco por heredad de madre y por haberme cobijado entre cacerolas y sartenes durante los últimos cuarenta años.
Este hombre que ha celebrado la belleza durante décadas sintió que la campiña del Uruguay tiene una belleza que trasciende los ojos. Queda fijada en el alma para siempre.
Hoy, sentado en la galería de casa en las colinas de Garzón, siento lo mismo que él por estas tierras, colinas con sus bosques nativos y humedales. Tienen la impronta de una enorme ensalada verde. Este atardecer cuando se descansaron sobre los piques de los alambrados un churrinche rojo y una viudita muy blanca, mostrando sus vivos colores, se sumaron a mis recuerdos otros avistajes. Guazubirás, gallinetas grandes o las numerosas familias de picapalos que viven en el techo de mi casa se despiertan con la primera claridad, salen a volar su día y regresan al atardecer llenos de gorjeos. Durante la noche duermen sin moverse, y al salir y entrar parecen arrastrarse cuerpo a tierra por los entre techos.
Decido homenajear la memoria del diseñador con una ensalada de lechugas. Comienzo caminando hasta la pequeña huerta que es regada todas las tardes con esmero. 

Cosecho dentro de mi canasta diferentes lechugas: arrepollada, manteca, romana, y sumo un firme y pequeño radicchio.



Allí mismo, dentro de la pileta de patio, las lavo con agua helada, les quito vestigios de tierra y luego con cuidado, usando la fuerza centrifuga del balancear de mis brazos, las escurro para llevarlas a la cocina. Un enorme ramo de albahaca termina en mi mortero de piedra, donde deshago las hojas y las mezclo con el aceite de oliva de estas mismas colinas de Garzón, parmesano y piñones muy tostados.


Aparte hago una vinagreta muy generosa con mostaza, mayonesa casera y abundante ajo crudo rallado. Esta noche tan ajolienta, hará despertar a mis invitados, recordando ellos y amantes cada bocado durante los días venideros. Las lechugas las dispongo sin amontonarse sobre una gigante fuente de madera, cortadas en trozos sin deshojar longitudinalmente y las riego con mucha vinagreta.

Por otro lado, en una cacerola de hierro fundido, preparo un cocido de humita muy espeso con bastante ají de cachi y los bellos y dulces choclos rallados de la estación, reduciéndola con vino blanco y una cebollas rehogadas en manteca.



El menú se completa con unas grandísimas tostadas de pan de masa madre doradas a la llama sobre un portarrodajas de hierro apoyado en el piso frente a las brasas de la chimenea untadas con el pesto.
 Todo es servido de una vez. Mientras siento en mi boca los opuestos de sabores y consistencias, sé que Uruguay es una tierra de vivos y mágicos romances.

F. M.

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