domingo, 8 de enero de 2017

ALBERTO LAISECA


Alberto Laiseca era uno de los pocos escritores argentinos físicamente reconocibles. El cuerpo enorme, el bigote tupido, salvaje y coloreado por el amarillo de la nicotina, la voz cavernosa y honda, como si saliera del fondo de la caja de los truenos.
Se lo veía muy poco en los “circuitos” literarios y sin embargo era inconfundible. También lo era como escritor: los temas, la prosa, la excentricidad que estuvo desde el principio y se sostuvo siempre.
Decía que lo suyo era el “realismo delirante”, es decir, “ni realismo, ni realidad”. Ese hombre, ese escritor, murió  en la ciudad de Buenos Aires a los 75 años. Lo velaron en la Biblioteca Nacional.


Había nacido en Rosario un 11 de febrero bajo el signo de acuario y su infancia se desplegó en Camilo Aldao, un pueblo pequeño en el sureste de la Provincia de Córdoba.
En su casa de Flores colgó siempre un cuadro de ese terruño fundacional. Ahí cursó la primaria pero el pueblo no tenía colegio secundario, asi que cuando le llegó el turno tuvo que viajar todos los días al pueblo vecino, Corral de Bustos, a 28 kilómetros, para completar su educación formal.
En 2010, su pueblo lo declaró Ciudadano ilustre. Al fin de la adolescencia, en 1966, viajó a Buenos Aires y se instaló en la capital en años intensos; era una ciudad que quemaba, cultural y políticamente.
“Me había hecho amigo de Norman Brisky, conocí a la gente del Moderno, que es un bar que ya no existe, en la calle Maipú …” recordó luego.
Trabajó durante siete años como peón de limpieza, sobreviviendo muy al límite. En 1973 lo presentaron a los editores del diario La Opinión, que publicaron su primer cuento y las cosas muy de a poco empezaron a cambiar.
Los años 70 fueron complicados en términos personales pero fueron los años de su entrada formal en la literatura. En 1976 el sello Corregidor publicó su primera novela, Su turno para morir y recién seis años después saldría su segundo libro, Aventuras de un novelista atonal.
A partir de entonces, escribiría y publicaría un libro cada dos o tres años y su obra completa es vasta y compleja: más de veinte libros en varios géneros, del cuento a la novela, pasando por el ensayo y por textos de género más híbrido.
La década del 90 es considerada por los críticos y los lectores una clave de la producción literaria de Laiseca: es cuando termina de delimitar una zona de interés y donde la escritura hace cumbre.
La hija de Kheops, La mujer en la muralla, El jardín de las máquina parlantes y, sobre todo, Los Sorias, uno de los proyectos más vastos y jugados de la literatura argentina del siglo XX.
De casi 1.400 páginas, su autor la cargó en un bolso a modo de manuscrito durante 16 años, buscando un editor que no llegaba.


“Fogwill me dio una mano bárbara. Fogwill y César Aira. Y Piglia también. Me dieron una mano bárbara con Los Sorias. Porque era un best-seller en el underground, todo el mundo hablaba de esa novela y muy pocos la habían leído. Entonces cuando yo ya empezaba a perder mi fe de que me la publicasen alguna vez, creo que fue César Aira a quien Gastón Gallo le preguntó qué escritor argentino le gustaba: “Los Sorias, Alberto Laiseca”, dijo.
Y me la publicaron. Pero ya venía con… se hablaba, se hablaba… Piglia hablaba, Fogwill por supuesto, y César Aira hablaban de esta obra, se encargaron de propagar el mito, ¡se transformó en mito!”.
La escritura de esa novela total le demandó cerca de veinte años y la trama del libro –imposible de resumir– se apoya sobre tres superestados que emprenden una batalla sin final por aniquilarse mutuamente.
En ese cajón de sastre sin fondo Laiseca metió todos sus intereses: la ciencia, la magia, el poder, la tecnología, las sociedades, la literatura, las ciudades, el mundo oriental, las tradiciones milenarias.
Es una novela pynchoniana, una rara avis en el interior de la tradición literaria de nuestro país. Los Sorias, a pesar de sus evidentes cualidades anticomerciales, agotó una primera edición y se reimprimió dos veces desde aquel 1998 en el que finalmente un editor se animó a sacar la primera edición.
Como todos sus libros, está profusamente documentado y ese barroco de temas que lo habita se desarrolla con una prosa relativamente límpida, legible, que avanza.
Fue una de las mentes más ambiciosas de las letras locales y Los Sorias es el hito de ese pensamiento febril.
El siglo XXI fue igualmente prolífico y productivo para Alberto Laiseca. Una nueva generación de escritores lo descubrió y eso le dio algo así como una nueva vida a ese tipo un poco solitario que había enviudado y que fumaba sin parar y tomaba cerveza caliente en un departamento sin luz del barrio de Caballito.
Sus talleres congregaron una minoría fiel y sus alumnos se reivindican, siempre, como discípulos del “Conde” –algunos de ellos son Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Leonardo Oyola y Sebastián Pandolfelli.
Su cara, también, llegó a los medios audiovisuales. Participó en la película El artista, de Cohn y Duprat, y la dupla luego llevó al cine su cuento Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo.
El grupo de rock Los piojos hicieron una canción sobre un cuento suyo y el escritor puso el cuerpo en un ciclo de culto de I-Sat donde leía cuentos de terror sobre un fondo negro, el cigarrillo siempre encendido y los ojos rojos, como si un largo insomnio lo tuviera hace años sin dormir.
Consciente del estatus extraño que los nuevos escritores le conferían, exageró su locura y el personaje se convirtió, finalmente, en el dueño de su cuerpo.
Quedan más de veinte libros, que han sido reeditados en los últimos años por sellos disímiles como Gárgola, Tusquets o Mansalva. Queda su hija Julieta, que alguna vez lo describió como un “papá fuera de serie”.
Y quedan sus alumnos y los que amigos y los que lo conocieron: esa dispersa dinastía de solitarios que tienen cientos de anécdotas y que a partir de ahora las van a empezar a contar, como le hubiera gustado al escritor de las miles de páginas.

M.L.

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